Google+ Literalia.org: julio 2013

viernes, 26 de julio de 2013

Amor Cretácico

A Valentina Rex, que vive en mi alma


Salté entre los arboles y aguardé en silencio. El cielo era amarillo, los cometas surcaban la bóveda celeste y el aire olía como siempre desde la gran luz. Flotaba el aroma de las presas y la locura de su sangre vivía en el eco de mi boca. Sentí la lengua húmeda y los dientes vivos, aunque había comido dos horas antes y vagabundeaba por un territorio ocupado. Porque ahora estaba seguro, el bosque de la gran luz tenía dueña. El instinto de un Rex nunca falla.

Varias noches seguí a los cometas hacia donde señalaba su rastro de humo y se presentían los estallidos y el fuego incandescente. A veces todo quedaba inmutable, hasta que un temblor removía la piedra misma. Después el viento, quizás un trueno lejano y renacían los sonidos. Los olores tardaban más, porque desaparecían en la confusión de los aires calcinados. Me inquietaba aquella desidia sin rumbo, porque los Rex sabemos donde pisamos, no como otros cazadores, que se extravían entre las huellas del barro. Pronto descubrí que en la tierra blanca era difícil cazar. Las presas son esquivas, tanto que salto entre los árboles después de mi deseo, que me burla en su última hora.

El horizonte se había despejado al sur y las estrellas se deslizaban más despacio. Percibí su olor en el aire de la mañana. Acre y un poco ácido, con el regusto de la sangre antigua y ese éter de cazador que difuminaba su presencia. Supe que era ella porque la sentí muy fuerte, a pesar de los árboles y aunque ocultara su rastro entre las flores. Pocos conocen este arte, que se transmite en algunas familias y profeso en secreto. Sentí un adversario y me tentó esa esperanza. Confieso que los Rex somos belicosos. Solo era una hembra en el bosque y yo sería dueño de su tierra de luz blanca.

Se llama Valentina. Lo sé por su firma entre la nada, oculta tras un regusto de terciopelo. Los Rex percibimos los espíritus como una añoranza, hasta que pronunciamos su nombre verdadero. Entonces la tristeza se muda en gratitud y sonreímos despacio, con esa expresión que aplaca mi ferocidad entre las hierbas altas. Vislumbré su nombre y sentí un sabor de atardeceres brillantes. Quiero decir aún más brillantes, porque los cielos amarillos convierten todo en un eterno igual. Me deslicé hacia la oscuridad y procuré ser invisible, pero demasiados helechos se habían consumido de melancolía y apenas conseguí ocultarme entre la espesura. Valentina era el nombre de mi desafío y yo era un Rex que se enfrentaba a los peligros y jamás tenía miedo.

Entre la niebla Valentina era olor de polvo húmedo y hojas cortadas, durante el crepúsculo se fundía con las tinieblas y me obligaba a intuir su presencia. Era esquiva porque se perdía entre las fragancias, y astuta porque burlaba mi búsqueda y adormecía mis sentidos. Por fortuna, los Rex nos sobreponemos a las dificultades y encontramos siempre el rastro. Mientras tanto, la buscaba desde las atalayas y en las hondonadas, entre las resinas de los árboles, tras los paisajes de luciérnagas y los insectos de colores. Por fin encontré una charca entre las brisas y me aposté lejos de la orilla, mimetizado con las arenas del suelo. Los cometas brillaron y un vapor de azufre descendió sobre la tierra. Valentina jamás descubriría mi acecho.

Muchos dias iluminaron mi espera. Cualquier otro hubiera desistido de una tierra que era hogar de presas difíciles, que se acercaban a beber desde lejos y me exigían una carrera difícil de ganar. Pronto llegó el hambre y una quietud que oscurecía mi juicio. Tuve pesadillas sangrientas y recuerdos de carne, los animales pequeños bebían ajenos al Rex que vigilaba su juego. De repente, una pieza apareció más allá de la charca. Era un lagarto viejo y débil, que saciaría mi hambre. La comida insignificante desapareció de mis ojos y permití que un instante de acción reemplazara mis pensamientos.

Algo golpeó mi costado, algo que señalaba mi comida como suya e imponía su tierra iluminada. Valentina giró lentamente y me miró despacio. Remató al lagarto con un gesto y se abalanzó sobre mí, que me desvanecí bajo el cielo amarillo.

Valentina devoró la presa a mis pies, saboreando los placeres de las vísceras y reservando las carnes magras para rematar su festín, sin una advertencia que adelantase el futuro. Olvidé el dolor cuando Valentina llegó hasta mí para saciarse. Me empapaba la sangre de la presa muerta, que yo había herido primero, antes de que Valentina me la arrebatara con un estremecerse del alma. Todo desapareció tras un arrullo de nieblas dulces.

Valentina lamió mi cuerpo despacio, entretenida en cada pliegue de la piel, recreándose en los aromas de una sangre que saboreaba como suya. Se detuvo junto a mi cuello y pensé que llegaría más allá. Consentí en la muerte y me abandoné para siempre. Recuerdo su aliento sobre mi boca, el calor de su cuerpo arrastrándome hasta un lugar apartado de la orilla. Su rostro contra mi rostro, sus manos sobre mi pecho y un aroma que vencía la voluntad. Navegué entre aguas oscuras, que solo se aclaraban bajo el sol de Valentina, y supe que ella temía mi dolor y vigilaba hasta el amanecer. Respiré un beso.

Desperté bajo cometas que presagiaban el alba. La ausencia de Valentina se ocultó tras las sombras y supe que seguiría a la dueña de aquella tierra. Reparé en que había abandonado un tercio del lagarto y sacié mi hambre. Luego bebí de su charca y encontré consuelo entre los árboles. El dulce olor se disfrazaba tras otros olores más livianos, y se perdía entre las fragancias del bosque para que yo lo encontrara, porque había lamido la sangre de mi cuerpo y me consideraba suyo. Un recelo alertó mis pasos y me amparé en el sigilo. Sentí la mirada de Valentina acariciándome en los lugares que ya había acariciado antes, sobre el mismo sudor y la misma piel. Desde la espesura de las penumbras borrosas, más allá de los nenúfares y los líquenes.

Mucho he cazado en su tierra de luz blanca. Siempre abandono un tercio de la presa al recuerdo de mi dueña, que me permite vivir al abrigo de su acecho. A veces vigila entre el laberinto de las ramas y siento que me recorre en busca de la sangre perdonada, que confunde su aire con el mío, que bebe de mis labios y se alimenta de mi vida. La siento tan nítido que me arrebato en una carrera desenfrenada entre los árboles. Desaparece la distancia y mi recuerdo invoca el frenesí por alcanzar su nombre. Ningún alivio encuentro a mi locura de cielos amarillos y cometas brillantes. A veces me detengo y escucho mi fatiga. Entonces siento su presencia, aspiro una fragancia y pronuncio tu nombre Valentina, porque me buscas entre el silencio y pronto seré tuyo sobre esta tierra de luz blanca.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 19 de julio de 2013

Las mariposas de Antonio

Para Antonio, que vagará por algún lugar de este mundo

El pasillo era estrecho, apenas lo suficiente para arrumbar media docena de bicicletas. Jugábamos allí por la mañana temprano, después del desayuno, y por la tarde o antes de la comida, cuando el sol recalentaba el orín de los caballos y nada se aventuraba más allá de las penumbras. El viento corría en el pasillo como un aliento que mitigaba los pesares. Fresco siempre, aunque más allá de la penumbra se hubiera desatado el infierno del verano. A veces organizábamos disputas de avispones, y era muy laborioso disponer un espacio donde los contendientes no pudiesen escapar. Antonio les arrancaba las alas conforme era su turno en el circo, porque aquel perímetro trazado con cualquier desecho del pasillo, era un circo para la ingenuidad de nuestra miradas. Recuerdo el contraste amarillo y negro de sus cuerpos rayados sobre la losa verde, con dibujos difusos que eran de lis o de caléndula. También su lucha feroz para nada, porque Antonio remataba al superviviente tan pronto concluía la muerte del vencido. Otra pareja de avispones bajaba a la arena, previamente desálados por Antonio, y el espectáculo empezaba de nuevo.

Una mañana, después del desayuno con Atila, el perro de Antonio y mío, una mañana sin avispones ni arañas, Antonio dijo que cazaríamos mariposas. Todo un arte, aseguró, y algún lugar del pasillo le ofreció una larga vara de avellano, al parecer lo más apropiado para nuestra aventura inmediata. Salimos al aire recalentado de la mañana con gorra, guantes, la vara de avellano y una buena provisión de agua en sendas cantimploras, que al parecer eran los útiles imprescindibles para la expedición. Bajo las sombras del lado fresco de la calle, escapamos del pueblo con el sigilo de las comadrejas y los búhos. Junto a la confitería y el colmado de don Hilario, arriba de las escaleras, extremamos la precauciones porque Hilario se jactaba de oído fino y con razón, que escuchaba cada murmullo y era imposible siquiera pensar en sustraer nada. En su tienda, Hilario lo sabía todo de todos y mejor manejarse con tiento. Acertamos en nuestra cautela y alcanzamos el extremo del pueblo, bajo el último alero de la última casa, donde Antonio, y yo con él, nos detuvimos a tomar aliento.

Las palas serían la próxima parada, y no me pareció buena idea porque distaban mucho y no disponíamos de tanta agua. Corrimos entre los rastrojos de la tierra de nadie, entre las serpientes y los alacranes de las arenas removidas, y más tarde que pronto alcanzamos nuestro destino, que me pareció el triste refugio de una mala empresa. Antonio me mostró el calvero de la cabra muerta, un espacio abierto que mostraba una estaca clavada en su centro, de donde nacía una cadena que al final se enredaba con los restos de algo. La cabra, y Antonio señalaba la cadena, había soportado muchos días y noches sin comer ni beber durante el invierno, pero allí atada, bajo el sol del mediodía, había rendido su vida en apenas dos semanas y no había más que reconocer el mérito del animal, que se había mostrado fuerte hasta el fin. Antonio se emocionaba al recordar su mirada triste de las últimas hora; y su ocaso, que fue como un desvanecerse en luces de colores y confundirse en el silencio.

Antonio se alivió de una urgencia sin más que adentrarse en un laberinto entre las palas. Removió unos despojos vegetales que cerraban su camino, me pidió que esperase con una mirada, y escuché el estrépito de su alivio y más que no quise comprender, hasta que regresó envuelto en una nube de diminutas espinas de cactus, que flotaban en la agitación de su movimiento como una nube de vapor en el alma del invierno. Se liberó de las espinas como de un inconveniente menor, apenas con un estremecimiento de la cabeza y los hombros. Dijo que no era para tanto, se ajustó de nuevo los guantes, tomó la vara de avellano como si se tratase de un mástil y nos adentramos en la tierra de las mariposas. Primero corrimos despacio, con un trote desganado que sólo aguardaba ocasión más propicia. Hasta que avistamos la primera mariposa que le gustó a Antonio, que no tuvo sino que correr para que lo siguiera, y me arrebató el aire hasta que se detuvo y me ordenó silencio con un gesto. Yo no hubiera hablado ni a la fuerza, porque apenas encontraba aliento a mi sofoco ni escuchaba o veía de tanto cansancio.

Repetimos la caza de las mariposas muchas veces bajo el sol del mediodía, y supe que los guantes eran para soportar la dolorosa fricción de la vara, que arrancaba sangre de las manos con la facilidad de las armas escondidas. Encontramos pájaros y perros agonizantes, que allí quedaban bajo el fuego eterno del sol. La estrategia cazadora de Antonio consistía en perseguir el vuelo de la mariposa sin otorgarle tregua ni consuelo. Sobre cualquier planta, flor o yerba, la mariposa se posaba y abría sus alas. Antonio detrás, a distancia, pero con la vara de avellano, que situaba con destreza precisamente en mitad de las alas abiertas. Por un instante se distinguía el cuerpo de una oruga oscura y casi con pelo, que portaba largas antenas y un cuerpo afilado. Certero, Antonio descargaba un golpe imperceptible sobre el negro de la mariposa, que revoloteaba y se desvanecía por un segundo. Antonio la atrapaba para soplar rápido entre sus alas, porque así se perdía el brío del vuelo y la mariposa quedaba desvalida en sus manos, con mejor o peor suerte, apenas importaba ya, porque aquel insecto tenía la vida trazada y poco significaba su destino. Antonio las miraba con tristeza de cosa perdida y no esperaba más, desprendía el polvo de sus alas con un hábil frotar de los dedos, y la mariposa quedaba transparente y vencida para siempre.

Muy tarde nos refugiamos en la casa de los pinos, un oasis en mitad de los rastrojos y las malas hierbas, que su dueño defendía dos veces al año, cuando regresaba de la ciudad. Un hombre importante, se decía en el pueblo, pero a nadie le constaba cual era su importancia ni qué mérito lo asistía en la vida lejana. Por historias antiguas se conocía su desdén por los perros y los niños, a los que despreciaba sin miramiento ni disculpa, según la fe de algunos padres contrariados y más de una madre enfurecida por el echar sin cortesías a cuántos encontraba entre sus pinos. Antonio lo sabía como yo, pero saltó la tapia y me invitó a lo mismo. Salté, aunque era muy alta, y caí sobre una alfombra de espinas resecas, que crujían y se aplastaban bajo nuestros pies. Nos acercamos hasta la casa, con las luces encendidas a pesar del mediodía, y Antonio miró por la ventana y dijo que eran muebles de otros tiempos, que ni siquiera servirían para el mercado. Con la vara de avellano hurgó en dos panales, entre las primeras ramas de un pino joven, hasta que las abejas despertaron furibundas y escapamos por si nos alcanzaba su venganza. Tras un campo abrasado y más tierras yermas regresamos al pasillo, que nos acogió con un arrullo de brisa templada y un grifo de agua fresca, para aliviar nuestra fatiga y brindarnos cobijo en las horas peores.

Juan llegó por la tarde, cuando Antonio y yo dormitábamos entre las cámaras y los parches de una bicicleta recién rota, que Antonio pretendía reparar a pesar de las advertencias del abuelo, quien aseguraba de aquella bicicleta que valía para el destierro o para un pozo, lo mismo daba para lo que sirviera la basura. Pero Antonio se empeñó con la bicicleta, pese a la desidia de Juan y la mía propia, que con la bendición de la siesta apenas acertábamos a mantenernos despiertos. Antonio se cansó tarde de la bicicleta sin arreglo, cuando reparó en que Atila había escapado a perseguir nuestro rastro de la mañana. Dijo espera, refiriéndose a nosotros, y que regresaría pronto, antes de partir y perderse en la locura de la tarde temprana. Me dormí en un instante, junto a Juan, empeñado en lo mismo, y me olvidé de Antonio, que apareció en un sueño donde revivía la cacería de las mariposas. Lo imaginé de nuevo en las palas, en el calvero de la cabra muerta, corriendo tras el rastro de Atila entre las malashierbas del páramo, y saltando la tapia del bosque porque Atila también había encontrado una entrada y ladraba a la puerta de la casa con las luces encendidas.

Después, cenando con Juan, una vecina advirtió a mi abuela de que había muerto el señor, recién vuelto de la capital tres días antes. Un fuego inesperado había prendido entre las agujas de los pinos y sin remisión fue todo humo para siempre. También se habían encontrado restos de un perro a la entrada de la casa, ya convertida en un revuelto de pavesas, porque era madera antigua que ardía con la mirada. No hubo forma de identificar al animal ni casi a nadie, porque la codicia del fuego había convertido el recuerdo de los vivos en tizones blancos que se desmoronaban con el tacto. Miré a mi abuela, miré a la vecina y de nuevo me perdí entre las aguas de mi plato. Antonio no regresaría jamás ni lo encontrarían nunca, porque sólo él encontraba el escondite de la cabra muerta y sólo él conocía los secretos de las mariposas.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 12 de julio de 2013

La rubia en el acuario

A Julio, que me ha inspirado este cuento


El tiburón se mueve envuelto en un torbellino de peces amarillos que nadan a su alrededor. La rubia sabe que el gran pez la verá muy pronto, en cuanto describa un círculo casi perfecto y se aparten las rémoras que distraen sus sentidos. El tiburón gira despacio, como siempre lo había imaginado. Suena la última alarma, han señalado la salida tres veces. Contempla su reflejo rubio en el cristal del acuario, con la sala vacía y la iluminación muy tenue. Ve su imagen y ve su vida, rápida, difusa, apenas imágenes que se desvanecen entre otras imágenes. Las últimas más lentas, recogiendo a los mellizos y escuchando a la directora del colegio. También recordó a su esposo, siempre cansado y con el pensamiento en otro sitio, quizás en ese campo que le arrancaba la vida lentamente, y a los abuelos, con su revuelto de medicamentos para enfermedades sin remedio. Todo en esa pesadilla que se repetía desde que alcanzaban sus recuerdos; la pesadilla de un ser que la buscaba desde el abismo, que gritaba su nombre, que miraba su mirada. Después despertó con los gallos del pueblo y los preparativos del viaje a la ciudad, con su atasco de tráfico y su locura de gentes. El viaje en tren fue corto, rodeada de estudiantes y obreros anónimos, apretada en la hora punta. Suerte que el tren era rápido y llegaba pronto. Por fin el plató de televisión, con sus presentadores, sus risas enlatadas y su recoger el premio tan justamente ganado. Aplausos, hasta que concluye la grabación del programa y queda libre unas horas, aguardando el regreso del tren al pueblo. Decide entonces visitar el acuario, porque sobra algo de tiempo y sucumbe a la curiosidad. El tiburón abisal, enredado entre los aparejos de unos pescadores, ha sobrevivido milagrosamente a la descompresión y a los peligros de las aguas someras. Se encuentra expuesto en el acuario de la ciudad, entre rocas falsas que simulan un atolón de coral. Ella conoce su nombre, un nombre siempre soñado. Fue la primera en responder la pregunta del concurso.

Su pesadilla aumentó con aquella respuesta premiada en el concurso televisivo. Una respuesta sencilla: el nombre del inexplicable pez que se había encontrado recientemente entre los despojos de las aguas profundas; tan extraño que había sobrevivido a los abismos y se aclimataba a las condiciones del agua tropical. Una bestia arrancada de su mundo, que no obstante había encontrado espacio en el acuario, por sobrevivir a la rápida descompresión y por aclimatarse a sus nuevas condiciones con tanta rapidez y eficiencia que había despertado el interés del mundo científico. Todo un misterio para los investigadores, que ahora estudiaban su comportamiento en la vida cautiva, pero no para ella, que sentía aquella bestia desde que alcanzaba su razón y se concretaban sus recuerdos. Ganó el concurso y ganó una estancia en la ciudad, con los gastos pagados y todas las comodidades. Pensó en visitar el acuario, en reconocimiento a la suerte del concurso y a que quería ver al pez protagonista de esa pesadilla que se repetía desde niña. Antes sólo recordaba un unicornio. Después, hasta el confín de su memoria era siempre el mismo sueño repetido. Nunca igual, porque siempre añadía detalles. Primero una masa que se concretaba en una forma definida, un ser recuperado de las fosas abisales, sin color, sin una silueta nítida que confirmase su apariencia. Lentamente llegaban los matices, arrastrados por esa pesadilla que la perseguía desde siempre, hasta que la foto del tiburón apareció en todos los periódicos, incluso en las noticias del televisor. Su esposo, concluido su bregar en el campo, con el tractor, las semillas y los abonos que pretendían revivir una tierra heredada y casi yerma, cenaba con los mellizos antes de acostarse y dormir extenuado hasta el alba. Apenas reparó en su interés por aquel concurso donde preguntaban el nombre del pez. Regresó al salón cuando todos dormían y el presentador incrementaba la recompensa a su pregunta. Una respuesta sencilla para ella, que había soñado con ese mismo pez toda su vida. Descolgó el teléfono y respondió. Entonces ganó el concurso y un viaje con todos los gastos pagados, para recoger su premio y el aplauso del público.

La luz marchita de la sala y su presencia única ante el cristal sirven para alertar al monstruo. Por un instante contempla de nuevo su reflejo rubio ante el espejo y sabe que el tiburón la ha detectado con sentidos primitivos y secretos, sentidos de un mundo antiguo que toma forma a través de sus sueños y se concreta en ese alzarse en presa cazada que aguarda al fondo del acuario. Un ver ciego repara en su huella entre las sombras y ella se enfrenta a un depredador primigenio, a una criatura tan antigua que existe desde el inicio de la eternidad, que selecciona su presa en la penumbra de las horas tardísimas, en el reflejo de la mujer rubia que ha ganado un viaje y que pronto desaparecerá para siempre. Con su concurso ganado y su billete de vuelta al pueblo, siente que la atrapa la verdad terrible y un demonio se adueña de su mente. El tiburón encuentra su mirada, ya se apartan las rémoras y los peces amarillos del coral. La rubia siente que se precipita hacia un abismo vacío mientras el ser primigenio se aproximaba hasta el otro lado del cristal. Ojos inexpresivos y opacos encuentran su pensamiento y las profundidades reclaman su alma. Sabe que en los periódicos aparecerá muerta y en el pueblo ya se olvida su nombre. Pero ella quedará allí, atrapada en la mente de aquel demonio del mundo antiguo y condenada a vivir para siempre en busca de nuevas presas.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 5 de julio de 2013

Chocolatinas en tercera

Para Ángeles y Natividad, que me ayudan a corregir mis errores. (Mi agradecimiento a Escultura Pública. Natividad no tiene lugar conocido, es un alma libre).


De repente, se abrieron las montañas y me encontré frente al mar. Mi padre señaló a la distancia y sonrió con un gesto entre amargo y complacido. También era la primera vez que veía el mar. Se ajustó las lentes y perdió la mirada en el horizonte. Yo sentí la emoción de mi padre y sentí que una emoción marinera surgía en mi ánimo. Me impresionaba la amplitud de un horizonte sin relieves y la confusión de las tonalidades celestes que se precipitaban hacia las aguas. Para mis ojos, el asombro aún era un fenómeno que se repetía con una infinidad de matices ¿No habían sido acaso, pocas horas antes, igualmente asombrosas las colecciones de mariposas del primo Mario? ¿O acaso la estación del ferrocarril no me había sorprendido con la llegada de las locomotoras, que gritaban y gemían desde la distancia? La vastedad de las llanuras y la belleza de las montañas durante el viaje, también me habían despertado la misma sensación de plenitud.

Nos alumbraron las últimas horas del atardecer mientras el tren serpenteaba entre un desierto de dunas fosilizadas. El horizonte se había inflamado con el fuego del poniente y las gaviotas revoloteaban en busca de un festín con que saciar el hambre. Los pueblos de los pescadores, con sus chabolas de madera y paja, las ensenadas de oleajes inquietantes y los bajíos donde los sifones alzaban el mar hacia los cielos, nos habían mantenido la mayor parte de la tarde extasiados ante la belleza de aquellas riberas desconocidas. La puerta del compartimento se abrió para permitir el paso de un hombre pulcramente aliñado con las modas de la época.

―Buenas tardes. Mi nombre es Anselmo Fuentes Galiana. Si ustedes no tienen inconveniente...

―¡Faltaría más! ¡Acomódese usted! ―se apresuró a responder mi padre―. Mi hijo y yo nos dirigimos hacia Cartagena, desde una pequeña aldea de la provincia de Jaén, aunque tuvimos que firmar unos documentos en Almería.

―Buena tierra la de Jaén. La he visitado en algunas ocasiones, mi trabajo me obliga a viajar continuamente.

―Un paisaje de sol y de olivos. Tenemos allí una parcela que ofrece cuanto necesitamos para subsistir.

―Un trabajo difícil el del campesino. Tuvieron tormentas en mayo.

―Tormentas y disgustos en algunas poblaciones cercanas a la nuestra. El granizo es mal amigo del labriego. Demasiadas cosechas perdidas, demasiados hombres arruinados.

―No comprendo cómo no buscan ustedes alguna cobertura para las catástrofes naturales ¿Por qué el estado no les ayuda frente a estas contingencias?

―¿Qué quiere usted que le diga? A mi nunca me ayudó nadie. O quizá sí. Cuando tendieron un ramal del ferrocarril que pasaba por el pueblo, nos unimos en una cooperativa. Los años de buena cosecha vendemos a las poblaciones vecinas. Ahora viajo por cuenta de la cooperativa, para negociar con Abastos de Cartagena. Don Antonio Giralta, no sé si lo conoce usted, me recibirá el lunes por la mañana.

―No, creo que no he tenido el placer.

Durante unos minutos perdí el sentido de la conversación entre mi padre y don Anselmo. Las evoluciones de los pesqueros requerían todo mi interés. Barcos que navegaban en el horizonte y que se estremecían con el vaivén de las olas, y barcos que costeaban a tan escasa distancia de las playas que incluso se distinguía el ir y venir de la tripulación sobre la cubierta. La superficie marina apenas se ondulaba con una marejada suave, pero mi desconocimiento y el claroscuro de las sombras que proyectaban algunas nubes, magnificaba ante mis ojos el peligro que corrían aquellos navegantes y convertía la rutina del pescador en una inagotable fuente de aventuras. Mis oídos, estimulados por el brillo de la fantasía, escuchaban el fragor de las rompientes, el murmullo de los motores de las embarcaciones. La conversación entre mi padre y don Anselmo se apagaba con el monótono sonsonete de las ruedas del tren. Inesperadamente, la conversación se revistió con los matices de una confidencia.

―Si señor, representante de chocolates, para servirle a Dios y a usted ―aseguraba don Anselmo.

―Alguna vez he probado el sucedáneo ¿Qué quiere usted que le diga? Me parece apropiado como golosina para la juventud.

―¡El sucedáneo no es nada! ¡Achicorias y vainillas! ¿Acaso puede compararse una litografía de las montañas con la sensación que la benevolencia de los aires alpinos produce en nuestro ánimo? ¡No amigo mío! ¡Sin cacao no es posible el chocolate!

―¡El cacao! ¡He oído hablar de esa fruta! ―respondió mi padre sin disimular su interés.

―¡El cacao no es exactamente una fruta! ¡El cacao es una excelencia de ultramar! ¡Incluso se le atribuyen propiedades curativas! ―y la voz de don Anselmo adoptó un matiz de complicidad―. Precisamente aquí guardo unas muestras de chocolate que mis superiores me han proporcionado como evidencia para convencer a los clientes escépticos.

Don Anselmo abrió su maletín y una suculenta variedad de envoltorios apareció ante nuestros ojos. Azules para los chocolates puros, amarillos para los que aclaraban el espesor del cacao con la blancura de la leche, verdes, ocres y ambarinos para los que embutían un relleno de almendra, nuez o avellana. Celofanes y encerados que ocultaban la naturaleza de aquellas ambrosías.

―¡Tomen ustedes una chocolatina! ―sugirió don Anselmo mientras nos tendía la maleta y yo tomaba una chocolatina envuelta en celofán ocre. Sentí una extraña emoción. El rumor de las vías me pareció más intenso.

―¿Observan ustedes esas dos bolsas? ―preguntó don Anselmo―. Contienen hielo. Los veranos del sureste son demasiado sofocantes para las chocolatinas. Disculpen ustedes que cierre la maleta tan pronto. Es una maleta especial, porque tiene una doble cubierta de material aislante. Los entendidos aún no tienen nombre para este adelanto de la ciencia ¡Impedirá que se derritan los chocolates!

Mientras mi padre y don Anselmo comentaban las virtudes del producto sin nombre, yo desenvolvía los celofanes y los papeles encerados que protegían la chocolatina. Descubrí un lingote de cacao que se salpicaba con algunas rugosidades blanquecinas. Don Anselmo me explicó que aquellas islas que rompían la uniformidad de la chocolatina eran exclusivamente atribuibles a los fragmentos de almendra que el cacao disimulaba en su interior. En ese preciso instante llamaron a la puerta del compartimento.

El revisor deseaba los justificantes de nuestra presencia. Era un hombre muy alto, más que mi padre y que don Anselmo. Un elegante bigote, atusado según los cánones de la gente elegante, y el uniforme azul, con una hilera de botonaduras doradas, le conferían una aureola de distinción que lo alzaba más allá del común de los mortales.

―Sus billetes, por favor ―nos rogó con la amabilidad de quien siempre repite la misma fórmula de cortesía―. Tres chasquidos de una pequeña taladradora y nuestra presencia en el tren quedó finalmente legalizada.

―Buenas noches señores ―y el revisor salió de nuestro compartimento sin que su presencia apenas hubiese supuesto una pequeña interrupción en las disquisiciones de mi padre y don Anselmo sobre la naturaleza de aquel producto sin nombre.

Regresé a mi embelesamiento con la chocolatina. El calor me pareció sofocante. Como si la brisa de la hondonada por donde ahora serpenteaba el ferrocarril se espesara con las calinas del mar. Corté un fragmento de chocolate con los dedos y me lo introduje cuidadosamente en la boca. Durante los primeros instantes no sentí nada. Una sensación terrosa, pero ninguno de los placeres que auguraban los anuncios publicitarios de las revistas. Después, según mi sentido del gusto aprendía a identificar aquel sabor extraordinario, me asaltaba una plenitud que parecía emerger de entre los pliegues de mi boca y extenderse hacia todos los rincones de mi ser. Mi deseo por saborear aquel elixir alcanzó proporciones desmesuradas. Ávidamente, engullí el resto de la chocolatina y me concentré en la efervescencia que inundaba mis sentidos. Pronto solo quedó una suave dulzura.

El tren se había detenido. Desde el pasillo, el revisor anunciaba que, por reparaciones en la vía, nos demoraríamos durante unos minutos. Mi padre y don Anselmo decidieron bajar a caminar para desentumecer las piernas, yo permanecería en el compartimento. Pronto me encontré solo. El sabor del chocolate todavía inundaba mi paladar. Me asomé a la ventanilla y durante unos instantes contemplé la lejanía marina. Después me apliqué en desentrañar la utilidad de las gigantescas máquinas que corrían tras una ondulación del terreno. Transportaban unos rieles que discurrían paralelamente a la vía y sin duda se empleaban para aproximar los materiales hasta donde se distinguía a los obreros. Una multitud de figuras se agitaban en la distancia. Imaginé a un centenar de hombres que obedecían las ordenes del capataz. De cuando en cuando, una de aquellas máquinas se acercaba hacia los obreros y se demoraba en alguna tarea misteriosa. Me pareció escuchar el percutir de los martinetes y el chirrido de las cabrias.

El dulzor del cacao se desvanecía entre mis labios. Miré hacia el interior del compartimento y mis ojos encontraron la maleta de don Anselmo. No estaba cerrada con llave. Sentí que una tentación se deslizaba entre la brisa del mar. No, no debía. Pero la maleta continuaba allí, con un centenar de aquellos preciosos lingotes de cacao en su interior. Nadie me descubriría si tomaba una chocolatinas más. Deseé que regresase don Anselmo. Bastaría con una leve insinuación y don Anselmo comprendería mi debilidad. Abrí la maleta y me entretuve en contemplar las chocolatinas. Sólo para aspirar su aroma. Si regresaba mi padre o don Anselmo, siempre podría alegar que observaba el doble forro del aislante sin nombre. Era una excusa absurda, pero serviría para eximirme de culpa.

Regresé a la ventanilla e intenté encontrar a mi padre y don Anselmo entre las sinuosidades del paisaje. Numerosos viajeros habían descendido de los vagones y aguardaban a que el tren reemprendiera su viaje. La locomotora apenas humeaba. Supuse que la espera se prolongaría durante algunos minutos. Por fin, en las proximidades de un grupo de árboles, me pareció que mi padre y don Anselmo discutían animadamente. El calor era aún más espeso, como si el declive de la tarde acentuase la desazón del verano. El sudor me empapaba cuando abrí la maleta. Emoción, temor, impaciencia y también arrepentimiento. La brusquedad de mis manos esparció unas chocolatinas por el suelo del vagón. Me entretuve en reintegrarlas a la maleta. Tomé dos chocolatinas de almendra, otras dos de vainilla y una de avellana. Es difícil asegurar cuantas chocolatinas saboreé aquella tarde ¿Cinco? ¿Diez? ¿Veinte? Imposible atribuir un número a mi falta.

Recuerdo que el paisaje marino, el murmullo de las gentes que paseaban tras la ventana e incluso el compartimento, con sus ceniceros dorados, sus asientos de madera y sus portaequipajes metálicos, se eclipsaron ante el placer que enturbiaba mis sentidos. Era como una locura que me incitase a despreciar el peligro. Me constaba que el tren continuaba estacionado en la vía, pero un estruendo de rieles desbocados retumbaba en mis oídos. No sé cuanto tiempo permanecí sumido en aquel éxtasis. Me despertó un silbido de la locomotora. El calor era sofocante y ante mí se desplegaba la desolación de un paisaje árido. Un número impredecible de celofanes y papeles encerados se esparcían por el suelo. El interior de la maleta de don Anselmo se había convertido en un fangal de cacaos revueltos. Mis vestiduras manchadas, el asiento salpicado con el barro del chocolate, las paredes con algunas huellas que encajaban perfectamente con la sombra de mis manos. El tren continuaba parado en la vía, pero el alboroto de los raíles aún resonaba en mis oídos. Mi padre y don Anselmo regresarían muy pronto.


Blas Meca, con licencia Creative Commons