Google+ Literalia.org: octubre 2013

viernes, 25 de octubre de 2013

Unicornios

A los que sueñan cuando se enciende la luz


He pasado la mayor parte de mi vida recluido en esta biblioteca, una de esas construcciones con que se pretendió honrar el saber de la humanidad. Cuidadosamente escogidos, millares de volúmenes atesoran un conocimiento inaccesible al hombre común. Las razones por las que llegué a convertirme en regente de este tesoro tienen que ver con sueños de la infancia y largos años de estudio hasta alcanzar un lugar en el gigantesco laberinto de mis libros. No me pertenecen, pero los llamo mis libros porque de algún modo he establecido con ellos una relación que transciende a lo usual. Los he memorizado en un porcentaje que estimo razonable y he consultado un número mucho mayor. Por situación y referencias conozco una infinidad más. Se explica porque entré al servicio de la orden cuando era muy joven y he consagrado mi vida al estudio. Me precio de conocer a los clásicos y a los profetas de oriente, también a los místicos y los eruditos de piel oscura. Viví el esplendor de los años mejores y después la maldición del mal negro. Todos murieron y quedé aquí, confinado en este monasterio acogido a la caridad de los aldeanos, que continúan dejando sus ofrendas para quien escapó a la maldición.

De los monjes guardo un vago recuerdo, de sus horarios inflexibles y sus rezos eternos. También de la disciplina y las pocas horas de sueño, de sus comidas tristes y sus pecados entre las sombras del claustro. Por entonces yo era un humilde converso que por azares de la vida destacaba en la carpintería. Una mañana, después de la hora tercia, el abad requirió mi presencia en un pequeño cuarto junto al claustro, donde usualmente se encerraba para despachar los asuntos del mundo. Supuse que me reprendería por las mismas faltas que otros hermanos habían tenido la humildad de confesar públicamente, lo que incrementaría mi penitencia, por la falta en sí y por la mentira de excusar mi culpa. Cuando me atropellaba en justificar mi conducta, el abad me ordenó silencio. Tomándome del brazo, me invitó a que le sirviera de báculo y lo acompañase a un lugar nunca visitado en los últimos años, de donde parecían provenir algunas filtraciones de agua que amenazaban la integridad de ciertos manuscritos muy valiosos. Al paso que requerían las dificultades del abad, nos enfrentamos a los distintos tramos de peldaños que conducían al último piso.

Por las precauciones que me dictaba para evitar unos tablones agrietados y por tanto inseguros, o porque nos enfrentábamos a un tramo de barandilla peligrosa, ascendimos fatigosamente a través de las distintas plantas, descansando en los rellanos al principio y cada pocos escalones al final, porque así lo demandaba mi abad y porque la pendiente era más dolorosa en los últimos tramos. Alcanzamos la parte superior del edificio, el tambor de la cúpula, que era a su vez colofón de la biblioteca. Me pareció un espacio muy amplio aunque vencido por la decrepitud. En su centro se abría un enorme círculo, concéntrico con el perímetro de su base, por donde se filtraba la luz hacia los pisos inferiores. Durante las tempestades, el salpicar de la lluvia llegaría hasta las plantas bajas. Verdaderamente, el deterioro de los muchos años de abandono aconsejaban su reparación.

La techumbre había cedido en parte, por el furor de intemperie y las aguas de primavera. Al norte se amontonaba un revuelto de pizarras y deshechos vegetales, un hundimiento parcial que se habría producido por el desmesurado peso de un nido de cigueñas. También habían desaparecido los alabastros de las ventanas, ahora cegadas para prevenir los estragos del viento. Los restos, diminutos, destacaban entre numerosos maderos que habían entregado su alma a la carcoma. Las transparencias se habían rendido a una fiebre de vahos blancos que degradaban su luz y la convertían en opaca. El abad me advirtió que nos encontrábamos donde se coronaba y unía el conjunto de las estancias destinadas a los libros en los pisos inferiores, y me confesó que el abandono se debía a su situación alejada y el difícil acceso. Después excusó las reticencias de los monjes a subir hasta allí, por la dificultad para orientarse entre los pasillos y las salas, un verdadero laberinto a ojos del neófito, que requería demasiado tiempo y por tanto impedía la Estricta Observancia, regla a la que estaban obligados por la superior calidad de sus votos. Conocedor además de mis oficios, que me convertían en carpintero y albañil con destrezas varias, el abad me confió que los desperfectos eran tan vastos que las lluvias entraban con generosidad. Su filtración hacia los niveles inferiores amenazaba con arruinar los saberes de algunas salas muy valiosas. Encomendar las reparaciones a un converso parecía más afín a las normas de la orden. Aunque se aceptaba el ejercicio físico para preservar a los monjes del ocio, se prefería el estudio de los textos bíblicos y la lectura de las piedades de los santos.

Trabajé en soledad, porque era esencial respetar la quietud de lo sagrado, y ajusté mis esfuerzos al capricho de unos planos que me encomendó el abad y que no supe interpretar más allá de lo aparente. Recuerdo que la grafía era antigua, con adornos desconocidos para mí, y que se abocetaban algunas figuras que me parecieron profanas y de muy difícil justificación. Entendí que entre cada ventana se alzarían siete hileras de estantes perpendiculares al perímetro de la base. Consulté al abad por la discordancia de los planos con las formas habituales de las bibliotecas, y me confesó que no existía tal discrepancia, porque nuestra biblioteca era heptagonal en todas sus plantas. La integración en la obra del monasterio y los anaqueles hasta el techo dificultaban esta apreciación en los pisos inferiores. Tampoco él comprendía un remozado excesivo para la pobreza de la orden, pero su ilustrísima precisaba que las ventanas se orientasen según unas rutas trazadas por nuestro Señor en el firmamento. Acaté las palabras de mi abad y emprendí la tarea en lo que recuerdo como un derroche de fortaleza que apenas reconozco en mí. Durante semanas los monjes subieron madera, piedra, argamasa y cuantos materiales fueron precisos. Pronto derruí lo inservible y alcé lo nuevo, para sanear los desperfectos y orientar la luz según se me habían encomendado. Las ventanas ocuparon una nueva disposición, más amplia y eficiente, que cubría casi todo el espacio entre las estanterías dedicadas a los libros. La biblioteca ganó en luminosidad.

El obispo repitió su visita y expuso a nuestro abad los planes de la Iglesia para burlar un destino que parecía trazado. Fuí requerido por su ilustrísima, que me felicitó por la diligencia que había mostrado en el desempeño de mis obligaciones. Después me excusó de todas las labores monásticas, a excepción de las demandadas por mi servicio al cuidado de la cúpula. Aseguré que serviría fielmente a mi cometido. Me disponía a retirarme cuando el abad apuntó que acaso fuese oportuno mi conocimiento de los planes del obispado. Se me preguntó si conocía el mal negro y asentí porque todos conocíamos sus efectos. Su ilustrísima me confió que las autoridades eclesiásticas habían confirmado que la enfermedad, desatada en territorios impíos, se expandía hacia las tierras iluminadas por la fe. El Santo Padre, preocupado por la devastación arrastrada por la plaga, había ordenado que se movilizase todo el saber de la cristiandad. Los teólogos aconsejaron la oración y la prácticas caritativas. También se oficiaron misas donde ardieron fuegos aromatizados con el incienso de la Epifanía, y se trasladaron algunas reliquias incólumes a las poblaciones fronterizas, en la confianza de que su aura aliviaría la desesperación de los fieles, sobrecogidos por la mortandad que arrasaba las ciudades y los campos. Ni siquiera los fragmentos de la Cruz Santa o las aguas donde el Salvador recibió su bautismo mostraron eficacia para oponerse a lo que parecía un castigo por los pecados del hombre.

Pronto se estimó que la oración y los actos misericordiosos no bastarían para derrotar a nuestro enemigo, y se buscó en las bibliotecas del Papa, donde millares de libros atesoraban el saber de la cristiandad. Hasta que se encontró el modo de invocar una presencia sagrada. La criatura, mencionada en textos apócrifos durante el éxodo egipcio, se caracterizaba por el resplandor de su pureza y por su capacidad para anticiparse a la maldad, que en su presencia simplemente transmutaba a humo. Un padre evangelizador había estudiado en sus viajes algunos indicios que apuntaban a la verdadera naturaleza de aquel ser, cuya existencia se había constatado reiteradamente en los confines remotos. En un pequeño glosario de prodigios naturales, había consignado las distintas pieles con que disfrazaba sus apariciones, así como los detalles requeridos para su invocación. El obispo me entregó un libro que descansaba sobre la mesa del abad, desapercibido para mí hasta ese instante, y me recomendó su atenta lectura, por cuanto la obra realizada y la que habría de acometerse encontraban su justificación y conveniencia en aquellas páginas.

Leí el libro con veneración y respeto, por su carácter sagrado y por la obediencia debida a mis superiores. Comprendí que la ventanas debían alinearse según los puntos cardinales y supe que la criatura gustaba de todas las acepciones de la pureza. Requería aire limpio, aguas frescas y un entorno impregnado de sentimientos virtuosos. Geográficamente, nuestro monasterio cumplía todas las venturas exigibles, y los expertos consideraban que se satisfacían adecuadamente estos requerimientos. Por otra parte, una orden como la nuestra, dedicada al estudio y la oración, garantizaba una pureza superior a la materia mundana. Las vidrieras que cubrirían los ventanales atraerían el interés de la criatura y la obligarían a materializarse en nuestra presencia. Poco más se aclaraba sobre las obras, reservadas a las primeras páginas. Después se mostraban los secretos del plomo y el vidrio, que habrían de utilizarse profusamente. Me sorprendió la importancia de los colores empleados en las distintas piezas, que se ubicaban con absoluta fidelidad en las nervaduras que atravesaban la vidriera. Siete ventanas, sesgadas por siete nervios de plomo y decoradas con siete colores que habrían de disponerse cuidadosamente. Las ventanas y las nervaduras debían escalarse con cautela, hasta ajustarlas a la arquitectura escogida para su soporte. Los recovecos dibujados por las volutas del plomo me parecieron inquietantes, pero eran demasiado pequeños para permitirme una inspección detallada.

Interrumpí mi lectura por evitar que el afán de conocimiento alentase mi avaricia, y porque los modos de la orden me anticipaban que una excesiva iniciativa personal no sería bien recibida por mis superiores. Pronto solicité audiencia con el abad y pedí su permiso para iniciarme en las manipulaciones del plomo. Obtuve licencia para mis propósitos y se ordenó a los monjes que me facilitasen los materiales necesarios y asistiesen mi aprendizaje. El horno para fundir y las artes para tratar el metal llegaron pronto, para que contara con tiempo suficiente para adiestrarme en las distintas tareas que precisaría en mi nuevo oficio. Aprendí los rudimentos necesarios para mi labor con el libro y la guía de mis hermanos. Lentamente me familiaricé también con las industrias de vidrio, proporcionado en atención a mis peticiones. Acordé con los hermanos que las piezas se subirían ya cortadas, para que bastase con ajustarlas a sus nervaduras metálicas.

El abad me aconsejó cegar los ventanales, porque las luces de las vidrieras habían de liberarse de modo que confluyeran sobre el centro de la bóbeda en un orden preciso. También me entregó los moldes de arcilla para las nervaduras. Me advirtió de su extraordinaria valía y de la pulcritud de los artesanos que habían tallado sus bajorrelieves. La tablillas eran copia a escala de las del libro, que también se había copiado y se guardaba en las dependencias del Papa. El hecho insólito de que la copia se guardase entre los tesoros papales y que por el contrario el original obrara en poder del monasterio, se justificaba en opinión de los teólogos por la inferior calidad espiritual de la copia respecto al original, y por la devoción de la criatura hacia los rasgos manifiestos de la pureza. Aprecié que los nervios se ajustaban con exactitud a lo dibujado en el libro y que los colores se especificaban claramente diferenciados, inscritos entre las formas de las piezas. Rojos, azules y amarillos se combinaban en figuras difíciles de concretar.

Cada noche, mientras escuchaba el rumor de las últimas horas, redactaba mis peticiones a los monjes, ya de vidrio o de lignito para los crisoles del plomo, y me retiraba a un apartado donde un tosco jergón acogía mi descanso diario. Los primeros días escuchaba los oficios santos y el rumor del trabajo, donde los copistas y los estudiosos pugnaban por mejorar su saber. A veces se oía el aboroto de los campesinos, que llegaban para ofrecer lo poco que rendía la tierra. Me sorprendió la gozosa visita de peregrinos que eran hermanos de otras órdenes, y de buhoneros que a veces solicitaban albergue. Lentamente sentí la lejanía del mundo y me abandoné al trabajo en las vidrieras.

Al enfrentarme al dibujo de las nervaduras a tamaño natural, me sorprendió la geometría adoptada por las formas del plomo, tan suaves e inquietantes que me hundieron en la angustia del arrepentimiento. Me sorprendía que nadie hubiera reparado en la inusual disposición del entramado que fijaba los diferentes vidrios, como si el futuro estuviera predefinido o la vida vivida fuera un espejismo. Procuré alejarme de la tentación y me concentré en lo que se requería de mí. Apenas disipados mis temores, se me reveló el nombre de la criatura y supe que los unicornios son animales que adoptan formas variadas, que viven entre el silencio y se desvanecen en la oscuridad. Almas nobles que temen al dolor, del que se cuidan y protegen. En su faceta carnal se muestran solitarios y muy esquivos, siendo su captura particularmente difícil. También comprendí que el unicornio que escapa de un sueño se oculta pronto, quizás en otro sueño.

La primera de las tablillas se completaba en el libro con un texto que describía la existencia del unicornio en los mares del norte, al amparo del hielo y las auroras boreales. En esas latitudes adoptan una forma similar a las ballenas de la zona, por un milagro de metamorfosis. Sus aletas pectorales son cortas y sirven de timón para la navegación entre los témpanos coagulados, la aleta caudal es fuerte y plana, definida para arrancar el movimiento de las aguas rígidas o surcar el océano abierto. Los delata el largo cuerno frontal que sobresale en su apariencia corpórea. También se afirmaba que en sus encuentros fingían no verse, por timidez y por ser la única costumbre que recordaban. Los habitantes de estos mares helados los conocen bien, porque son difíciles de avistar y regresan cada temporada. Por la observación y el saber de los pescadores viejos, se sabía que vagan entre los témpanos helados y se sumergen durante caprichosos períodos de tiempo. Hasta que por alguna razon se alejan para siempre. Se suponía que pronto se encarnaban en una vida distinta. Provisto de cuanto requería para acometer la tarea, me encomendé a mis nuevas destrezas e inicié la colocación de los vidrios, siempre guiado por los minuciosos planos de las nervaduras que fijarían el lugar de cada color. Me sorprendió el resultado, de tonalidades azules, que representaba a una ballena boreal con un larguísimo cuerno en su cabeza.

El texto de la segunda tablilla advertía que los unicornios suelen encarnarse en el ciervo de colores tatuados, porque gustan de los parajes bajo las cumbres, donde confluyen los elementos primordiales. Parece allí que el aire y la tierra arremetieran en una catástrofe de colores terrosos, níveos y celestes. Los unicornios buscan el centro de ese caos e invocan con su presencia un equilibrio. Son entonces inmortales y mágicos, porque ven todo y comprenden lo imposible. Viven en un universo trabado con destinos y palabras, donde los vientos puros inspiran la comprensión del azar. Me apliqué a la labor con las nervaduras que debía situar sobre la ventana, y engasté los vidrios en los espacios señalados. Cuando concluí la composición de la vidriera descubrí que representaba un ciervo de bellísimos colores. El color del conjunto era de un lascivo violeta

En la siguiente tablilla, el misionero afirmaba que por lealtad a su espíritu inmaculado, los unicornios se ubican a veces en el cuerpo de los insectos, prestándoles una apariencia acorazada y temible. Piensan que viviendo de este modo tan próximo a la tierra cumplen penitencia por su creación. Se mueven pesadamente, se confunden entre las hojas y sufren el acoso de las lombrices y los parásitos de la madera, pero jamás se doblegan al desaliento y siempre protegen a sus anfitriones. Suelen acompañar al insecto hasta su fin, que presienten por anticipado, aunque obedezca a una lucha por la supervivencia. Poco antes del instante decisivo, los unicornios se despiden con un susurro de gratitud y abandonan a quienes le ofrecieron hospitalidad, para no turbar la llama de su último aliento. Me agradó su color verdoso, que variaba entre el turquesa y los olivos.

En la cuarta tablilla imperaban las tonalidades anaranjadas. Se descubría en el libro que los unicornios también se ocultan en la espesura de las selvas meridionales. En pasajes singularmente sombríos, incluso se previenen con un cuerno adicional que les presta una fiereza de otro modo imposible. Viven en manada y gustan de exhibiciones de fuerza contra enemigos que intuyen tras cualquier arbusto. Su miopía perfecta les impide discernir la realidad, así que arremeten hacia cualquier olor alzado en amenaza. Lagartos y monos escapan despavoridos ante su furia, no por ciega menos peligrosa. Tampoco los grandes gatos desafían su enojo, que imaginan como un trueno invencible. Afortunadamente, los unicornios se extravían en su ceguera y arremeten contra el vacío. Se detienen en seco, barruntan una amenaza y se retiran con un galope roto por la continua vista atrás. No suelen permanecer mucho en este estado y adoptan modales menos toscos. Prefieren la vida tranquila y las palabras dulces.

Una tarde el abad reclamó mi presencia para advertirme que el humo de mis crisoles y los vapores del plomo entorpecían la labor de los monjes. Incluso se habían recibido quejas de ilustres visitantes que accedían a la biblioteca en busca de un saber esquivo y malograban su búsqueda por repentinas sofocaciones que recomendaban el beneficio de un lugar apartado. Me recomendó el trabajo nocturno y que liberase las ventanas de sus protecciones, para que los aires arrastraran los miasmas del metal y los monjes pudieran encomendarse a sus obligaciones sin lágrimas que enturbiasen sus lecturas. El hermano bibliotecario que me había asistido hasta entonces quedaría relevado de subir a la cúpula, en atención a su avanzada edad, y se nombraría a otro nuevo hermano para reemplazarlo. Más joven, como demandaba la naturaleza de sus obligaciones. Me atreví a solicitar el permiso del abad para leer algunos libros de las plantas inferiores de la biblioteca, que pudieran servirme de inspiración para las largas horas del invierno. Regresé a mi lugar en las alturas y me sumergí en la orfebrería de los plomos y los vidrios.

Los comentarios del misionero eran más extensos para la quinta tablilla. Narraban su periplo, guiado por presentimientos y certezas sólo atribuibles a la inspiración divina. Algunas escrituras antiguas coincidían en que raramente los unicornios se convierten en el caballo de las cumbres. Bajo esa apariencia respiran el aliento de su infancia y son un eco perdido, acaso una ausencia lejana. Desafian al viento y contemplan la niebla, galopan por los valles y endurecen el hielo de los lagos. No sienten el frío ni la ventisca, porque definen un nuevo camino sobre el mar de los azares. Pueden gozar del anonimato, que los convierte en invisibles y les permite viajar de incógnito. En los bosques, entre las cosechas, por las calles de las aldeas, caminan sobre el barro dormido y resuenan sus pisadas. Siempre parecen un animal que escapó de alguna parte, que tendrá algún dueño, que obtendrá paso franco porque es un espíritu libre. De ser descubiertos en las proximidades del pueblo, el revuelo de su presencia atrae a cazadores profesionales. Se les persigue por su cuerno, que brinda protección contra los venenos y las enfermedades, y se consume en forma de polvo, preferiblemente en una copa hecha del mismo material. Por obtener este remedio se pagan cifras astronómicas. Simbolizan la virginidad, por lo que su caza se simplifica mucho cuando se usa una joven virgen para atraer y amansar a la criatura. A veces brilla su cuerno, y es entonces cuando adoptan el color blanco que se les atribuye y resplandecen entre la bruma, una cualidad que también los acompaña sin que se conozca muy bien de dónde procede. Apilé la tablilla junto a las otras y me pareció que sus amarillos destacarían con las luces de la aurora. Representaba a un unicornio que se aparecía a una princesa a la entrada de una cueva.

La sexta tablilla, rojiza, me mostró que los unicornios también se ocultan en formas más sutiles, a menudo en modos incorpóreos que les sirven para recuperar su naturaleza alegre. En estas formas inmóviles se confunden con la rutina de las horas y pueden permanecer sobre una mesa apartada, en un estante, incluso entre dos libros, tanto como dispongan la eternidad y el destino. Se conocen algunos casos de unicornios sorprendidos por un cataclismo doméstico, una inundación o un fuego irreductible, que mudaron de identidad con una premura insensata y se realmaron donde ya existieron antes, con el perjuicio que esto supone para la vida de los unicornios, obligados a repetir su historia desde ese instante. Esta tablilla no mostraba un perfil definido, aunque abundaban las sugerencias inducidas por la viveza de sus colores.

Por fin, los añiles de la última de las tablillas me mostraron que los unicornios sufren una debilidad por el dibujo y la sutileza del color. En sus períodos inmateriales, buscan entre los tratados de las viejas bibliotecas, tras la soledad de los desvanes y sus cofres de reliquias olvidadas, hasta que encuentran un esbozo perdido, un trazo diestro, una sombra bien formada, donde al instante se instalan para mimetizarse y fundirse con el alma de un artista. No permanecen entre estos cuerpos perfilados más que lo imprescindible para atesorar nuevos bríos que sustenten su búsqueda, porque la belleza extrema pronto satura su delicadeza y altera su quietud. Peor suerte les aguarda de adentrarse en la pintura, ya sea entre las obras concluidas o tras los caballetes donde se ultiman los trabajos. Los colores abigarrados turban su juicio y sucumben a un delirio del que sólo escapan después de abandonarse a la pereza. Renacen envueltos en las esencias de la luz y su galopar se torna libre y fácil. Pronto reuní esta tablilla con sus hermanas y solicité una entrevista con el abad, para comunicarle que había finalizado mi labor.

Concluida la obra, que no fue breve ni sencilla, el obispo ordenó llenar de libros los anaqueles. Varias semanas tardaron los monjes en subir los cientos de volúmenes, que llegaban en caravanas desde lugares distantes. Se acomodaron en los estantes y rellenaron el vacío con la presencia de los autores lejanos. También se reservó espacio para manuscritos, papiros y toscas letras talladas sobre la pura piedra. Todo impolutamente conservado, todo certificado en su originalidad. Pronto vagué entre los estantes que yo mismo había construido y me deleité con lecturas que despertaron mi fervor. A veces empleaba el día en la mera revisión de los títulos que destacaban en el lomo de los libros. Paulatinamente me aparté de las penurias del mundo para estudiar las escrituras. Gocé con los relatos sagrados y sentí el dolor de los mártires, escuché la voz de los anacoretas y me adentré en los secretos de la oración. Entretanto, en mis sueños la criatura aparecía en su forma más pura, un animal blanco con cuerpo de caballo, barba de chivo, patas de ciervo y cola de tigre, que portaba un cuerno espiral sobre su frente, recto hacia delante.

El día de la consagración vinieron señores de tierras distantes, henchidos por el boato de la corte y la arrogancia de la nobleza, con sus sirvientes y sus guardias acorazados, que esperaron a la puerta de la biblioteca porque en el interior los huéspedes nada habían de temer. Subieron envueltos en el rumor de la piedad y llegaron hasta el tambor de la cúpula, donde yo esperaba como era mi obligación. El obispo, acompañado del abad, explicó que se había alterado la disposición de los ventanales según las indicaciones facilitadas, y que la mejora había concluido con unas vidrieras cuyos planos se debían a un padre evangelizador, ya difunto y próximo a la beatitud. Incluso los teólogos reconocían que las limosnas de los fieles se habían invertido juiciosamente.

Los señores alabaron el buen discurrir de su ilustrisima y dieron por bien empleadas sus caridades. Por sugerencia del abad se me encomendó el mantenimiento de aquel espacio sagrado, por mi condición de converso y por el buen hacer que había mostrado en cuantas labores se me encomendaron con anterioridad. Accedió el obispo y quedé orgulloso de mi cargo. Después, concluidas las formalidades, el abad esparció las aguas benditas y me ordenó que retirase los maderos que cegaban las vidrieras. Me apliqué mientras la comitiva descendía hacia la planta baja.

La primera vidriera proyectó sus colores en el aire de la bóbeda y con el verde llegó la envidia, que liberó su demonio entre la luz. En las plantas inferiores de la biblioteca parpadeó un destello de hierbas silvestres, de mentas y ovas estancadas. La segunda luz, violeta, inundó el aire con las insinuaciones de la carne y mostró un diablo lascivo que adoptó la forma de una serpiente. Siguieron las siluetas amarillas de la gula, con su sabor de especias que impregnaban todo con su aroma apetecible, y los rojos de la ira, con sus amenazas y sus crímenes. Cuatro diablos bailaban entre las luces. Liberé la quinta y la sexta de las imágenes, con sus arcángeles malditos que se añadían a la danza de los fulgores. Por fin el séptimo demonio se sumó al baile de los diablos en el cielo de la biblioteca. Sentí que descendía al abismo de mis infiernos. Más abajo, la nobleza se arrepintió de su miseria pecadora, los soldados que aguardaban a sus señores se sintieron morir a hierro y los campesinos revivieron la miseria de su fortuna. Con cada color, con cada pecado, una luz se extinguía en sus almas. Sintieron la amargura de perderse a sí mismos y la tristeza de confundirse con la nada.

Todo coincidió en una amalgama de iris, como gotas de agua en la tormenta, donde los matices se desvanecían y conformaban nuevos brillos. Se esparció una fragancia acre y dulce, placentera a los sentidos del gusto. Entonces lo ví. Allí, en el vacío, desplegando un fulgor que cegaba los sentidos. Supe que era un unicornio con toda la certeza de mi alma. La invocación había desplegado su magia y la criatura se mostraba en su verdadera esencia. Me sentí limpio y me sentí bendecido por aquella luz que derrotaba a los demonios, vislumbré el misterio de la santidad y encontré la semilla del pecado en el espíritu del hombre. Bajo mis pies, en los pisos inferiores, un fulgor impoluto se adueñaba de los libros y de sus custodios los monjes. El obispo, mi abad y los señores se confortaron con una misma purificación y una misma insignificancia ante lo diáfano. Siete luces se fundieron en una luz purísima.

Lentamente se retiraron las autoridades y los monjes que nos visitaban para la ceremonia, en su mayoría prelados venidos de muy lejos. Permanecí aquí, encomendado al mantenimiento de lo que había restacado del olvido. Con la anuencia del abad leí cientos de libros y me extasié con la belleza de las palabras antiguas, donde padres de reconocida autoridad comentaban las escrituras o discutían la naturaleza de lo divino. Libros de oratoria, de filosofía, de doctrina y recomendaciones piadosas, con la sobrecogedora belleza de sus ilustraciones y las mejores caligrafías de la época. Vidas de santos y agonías de mártires poblaban buena parte de los anaqueles. Herboristería, jardinería, oficios y cómo descuartizar un cerdo y obtener sus beneficios también encontraban su lugar. En un apartado concedido a obras de dudosa moralidad, me entretuve en algún volumen estigmatizado por indicios de herejía, y otros que versaban sobre ingenios mecánicos y manipulaciones de algebrista. Hasta que oí voces que llegaban desde las fronteras orientales.

Llegó el mal a las puertas de la biblioteca y el mal se detuvo y retrocedió ante la inocencia y el resplandor de la criatura. Continuaron los monjes con sus maitines y sus vísperas, arropados por esa luz que encadenaba los demonios, mientras se sucedían las estaciones y los velos del tiempo desplegaban sus fantasmas del olvido. Algunos hermanos alcanzaron longevidades inimaginables y otros rindieron su espíritu antes, quizás porque una duda enturbiara su fe o porque un ángel reclamase sus bondades, pero todos mantuvieron la alegría hasta sus últimas horas. Cualquier existencia tiene conclusión y el cementerio se pobló lentamente con las cruces de los monjes muertos. Otros novicios germinaron y otros abades administraron las rutinas del monasterio, hasta que las guerras y nuevas políticas del obispado acercaron los monjes a la corte y convirtieron la biblioteca en un lugar de peregrinación. Seguí mi vida en la última planta, descendiendo a los pisos inferiores cuando requería alguna lectura que mitigase mis tristezas, y ocupándome en la conservación de las vidrieras y los libros.

Ya nada queda de la aldea próxima, de las lápidas donde reposan mis compañeros de juventud o de los resplandores que me mostraron la criatura. Ahora sobrevivo con las limosnas de los peregrinos que cruzan el paso entre las montañas y recalan en este monasterio abandonado. Nunca me falta el sustento, que es único y parco, como siempre correspondió a mis votos. Apenas recuerdo el rostro de mis hermanos, ni del abad o el obispo, pero a veces las estrellas confluyen de cierto modo y la luz se filtra en un ángulo bendito y preciso. Entre las tinieblas de la noche, una luminosidad polícroma invade el espacio entre los libros y el unicornio resplandece en mitad de la bóbeda. Alumbrando la oscuridad circundante, desafiando la quietud de las esencias preciosas, se perfila en una silueta de ballenas boreales, de ciervos tatuados y bestias que vagan por las llanuras, de indómitos corceles que desafían al viento y alumbran las tinieblas del mundo.

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Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 18 de octubre de 2013

Engañar leones

A los hombres de las llanuras


Desde el alba habíamos corrido por la llanura, animándonos con la canción de los cazadores, que nos ayudaba a mantener el ritmo e infundía valor y perseverancia. Las cebras avanzaban rápido y era preciso apresurar el paso. También encontramos huellas de varios tipos de antílopes y de una manada de leones de al menos ocho miembros. Tres eran muy jóvenes y aún no sabrían cazar, una hembra preñada que avanzaba fatigosamente y retenía a la manada, dos machos, uno joven, y tres leonas que sin duda protagonizaban las emboscadas a sus presas. El señor de la manada era reciente, porque no encontramos rastro de cachorros y las leonas caminaban en vanguardia, como bien señaló mi hermano Kim. Le pregunté como sabía que el rey era reciente y me reprendió por mi ignorancia, porque los leones matan a todos los cachorros cuando se adueñan de las hembras. Después sonrió, como siempre que acierta en sus palabras, y continuó guiando nuestra carrera a través de la llanura. Lo hizo bien, porque impuso un trote uniforme y sin paradas, largo pero suave. Llegamos a las charcas de agua tarde pero con fuerzas, y después de aliviarnos con un baño, comimos carne seca y bayas maduras. Dormimos por turnos, porque preferimos tomar precauciones, pese a que los leones se encontraban en contra del viento. Mong hizo la primera guardia, recuperado de una picadura de la araña que lo había mantenido confuso toda la mañana. Le seguiría Kim, que confesó sentirse bien pese a la concentración necesaria para la dirección de la carrera. Finalmente madrugaría yo, aún molesto por una torcedura en el tobillo y con tantas grietas y magulladuras en los pies que me los embadurnaba con grasa en cada parada, para soportar el dolor y que mis pasos fueran más ligeros.

Amaneció despacio y los leones regresaron pronto de sus correrías nocturas. Mong despertó el último, aún lo turbaba el veneno de la araña porque se había quejado durante la noche. Bebimos agua fresca, otra vez comimos bayas y carne salada, y de nuevo buscamos los rebaños, que se habían movido poco durante la noche. Kim aseguró saber cómo anticiparse al movimiento de las cebras. Escuchamos sus palabras y coincidí con mi hermano Mong en que eran sabias, porque las cebras se retirarían hacia los árboles para protegerse del sol del mediodía. Abandonamos nuestro refugio junto a las charcas y reemprendimos la carrera con un ritmo distinto. Pronto dejamos los rebaños a un lado y nos adentramos entre los árboles. Avanzamos más despacio, lo que agradecí porque me sentía fatigado y no era bueno en mantener una respiración constante. Susurramos la canción del acecho, que nos ayuda a descubrir a los animales, y nos demoramos en interpretar los rastros que encontrábamos entre la maleza. Mis hermanos me ayudaron con las ramas rotas y las hierbas aplastadas, porque mi experiencia se limitaba a las historias de mis mayores y a conocer las distintas canciones. Para encontrar la caza, para correr por tierras extrañas, para sobrevivir a los pantanos. Canciones para todo, que a veces se acompañaban del baile para mejor recordar sus enseñanzas o para aprender las habilidades de un oficio concreto, ya fuera manejar las artes de pesca o construir una choza impermeable a la lluvia. Cortar ramas, encender fuegos y atrapar lagartos también se animaban con danzas que repetían cuanto era necesario aprender para acometer con éxito sus enseñanzas. Mong señaló hacia un calvero lejano, donde se había reunido la mayor parte del rebaño. Yo apunté que los leones también se dirigirían hacia el calvero. Mis hermanos sonrieron ante mi ignorancia y, sin responder a mis preguntas, me apresuraron a proseguir el camino, ahora aún más despacio, acechando a las cebras rezagadas por si nos sorprendía la fortuna y cobrábamos una pieza.

Intentamos cazar sin éxito durante toda la mañana. Comimos sobre la marcha, mientras seguíamos un rastro de antílopes que se habían mezclado con las cebras. Parecían distraídos y los tuvimos a tiro de nuestras lanzas. Mong lo intentó varias veces y siempre erraba sus lanzamientos por poco. Kim casi lo consiguió con un viejo macho que ramoneaba entre las ramas bajas. Yo no me atreví, porque nunca me encontré suficientemente cerca. Preparaba todo, con el viento a mi favor, deslizándome con un susurro, arrastrándome entre los matorrales, hasta que en el último instante, crujía una rama, aullaba un mono y los antílopes parecían percibir el peligro. Se alejaban unos pasos, apenas nada para ellos, pero para mí significaba reiniciar el acecho. Kim y Mong se reían de mi torpeza y porque aprendía despacio. Pero también me enseñaban los trucos reservados a la experiencia. Como andar sin ruido, disponer trampas o deslizarse en silencio. A veces simulabamos el piar de los pájaros para comunicarnos cuando los animales se encontraban cerca. Mis hermanos se reían de mis equivocaciones y me explicaban como debía poner la lengua para reproducir cada sonido y acertar cada nota. Mong gesticulaba para exagerar la forma de los labios y conseguir una mayor resonancia del interior de la boca, ahuecando las mejillas y separando ligeramente los dientes. Era muy cómico y nos divertimos con sus ocurrencias. Ahora lamentaba no haber atendido más, porque los antílopes descubrían mi acecho por confundir las enseñanzas de mis hermanos. Me distrajo un alboroto de cebras corriendo entre los árboles. Los leones intentaban cazar, pero habían perdido su oportunidad.

Mis hermanos me llamaron con un piar de pájaros y supe que nos reuniríamos en una depresión del terreno próxima. Me informaron entre risas que engañaríamos leones. Desfallecí y mis hermanos sonrieron más. Nos mantuvimos en silencio mientras Kim garabateaba un esquema de nuestra estrategia sobre las arenas del suelo. Sentí que el miedo atenazaba mi corazón y que brazos y piernas rehuían su obediencia. Intenté advertir a mis hermanos de que no estaba preparado para engañar leones, que ignoraba la canción, que mi ánimo flaquearía en el último instante. Me instaron a que me agachase de regreso a mi posición protegida y mantuviera el silencio. Repetí mis protestas por señas, y me esforcé por que entendieran mis gestos. Me respondieron con más sonrisas y expresiones de ánimo que solo aumentaron mi amargura. Enmudecí, más por desesperación que por convenimiento, y me concentré en la canción que bailaríamos en cuanto Mong diera la señal. Mis hermanos silbaban como los pájaros, para recordarme la melodía de la canción y para entretener mi impaciencia. Sus silbidos resonaban entre el rumor de las cebras, sobre el estruendo de otros sonidos de la sabana. Todo quedó en silencio y escuché el acecho de las leonas. Una de las cazadoras fue la primera en saltar sobre una cebra herida y en alcanzar su garganta. Las otras dos se acercaron a la presa derribada, pero se mantuvieron apartadas para evitar que las alcanzase una coz en el último instante. Los movimientos de la cebra se hicieron más lentos. Después agónicos, cuando una de las leonas empezó a destripar a la cebra, mientras la otra se ocupaba de su espalda. La leona de la garganta había profundizado en las heridas del cuello. Nos habíamos incorporado para contemplar la escena, porque la canción aseguraba que los leones quedaban ciegos en el ardor de la cacería. Una vez cobrada la captura sólo tenían pensamientos para su presa.

Salimos de nuestro escondite cuando los machos comían y todos los demás miembros de la manada disputaban sus despojos. Mis hermanos y yo caminamos apretados como un solo ser, cantando la canción de engañar leones y gritando los gritos de valor de nuestros antepasados. Los leones repararon en nosotros al instante, mientras nos dirigíamos directamente a su encuentro. Cantábamos con el sonido desgarrado que amedrenta al miedo cuando los ojos de los leones se fijaron en nosotros. Pensé que me volvería loco, que me derrumbaría fulminado por el terror. Pero sucedió lo que habían predicho mis hermanos, que las fieras retrocedieron y se ocultaron entre unos arbustos. Llegamos hasta la cebra muerta y enmudecimos para que se obrase el gran silencio. Kim, apretado entre Mong y yo, se agachó mientras nosotros permanecíamos en pie, sosteniendo el despiadado mirar de los leones. Recuerdo sus cabezas enormes, contemplándome desde muy cerca. Ensangrentados, feroces, ansiosos, manchados con despojos de carne y muerte. Viento, olor de vísceras, calor sofocante. Kim regresó a su posición, con la pata de la cebra, que había cortado diestramente. Giramos sobre nuestros pies y reemprendimos el camino pisando sobre las mismas huellas que habíamos hollado antes. Los dos machos saltaron sobre nuestros pasos y esbozaron una breve carrera, que se truncó apenas superaron a la cebra desmembrada. Como rezaba la canción que volvíamos a cantar, los leones no abandonan una presa recién abatida, así que interrumpieron su carrera apenas sobrepasaron a la cebra, que permanecía allí, ofreciendo un reclamo irresistible. Los leones regresaron junto a su captura y nosotros cesamos en nuestros cánticos apenas sentimos que perdían su interés. Caminamos juntos hasta encontrarnos a salvo.

Cenamos al atardecer, mientras los leones se abandonaban a la saciedad. Mong pretendía que nos alejásemos más, pero Kim señaló que era suficiente y que acamparíamos a la orilla de un riachuelo que recordaba a la izquierda. Prendimos un fuego discreto, con la paja gris que evita el humo, y comimos un poco de la pata de la cebra, que Mong condimentó con hierbas silvestres. La troceamos para repartir el peso y entrerramos las partes inservibles para evitar la molestia de los carroñeros. Después cantamos una vez más, en voz baja, sólo para confortarnos y revivir nuestra gesta mientras recordábamos fragmentos de nuestra aventura. Nos reimos mucho, especialmente cuando bromeamos sobre mi miedo, que al parecer fue desmesurado. Luego Kim y Mong reconstruyeron algunos detalles que me habían pasado inadvertidos porque el temor enturbiaba mis sentidos y mi juicio. Entre ambos lo habían visto todo, comprendiendo cada gesto de los leones, manteniendo la visión de conjunto, demostrando que habían pasado por esa experiencia muchas veces, como todos sabían en el poblado. Después pregunté por qué solo nosotros sabíamos engañar leones, y Mong me confesó que la canción era muy antigua y desconcertaba a las bestias, distraídas por la magia de la música. El repentino silencio las mantenía indecisas durante unos instantes, mientras el centro del trío se agachaba para cortar una pata de la cebra. El resto también era obra de la canción y la simpleza de los leones, sorprendidos en la sencillez de su mundo por un animal desconocido. Mong bromeó sobre la incapacidad de los leones para separar en su visión a tres hombres caminando juntos, que se mostraban a los ojos de las bestias como un único enemigo. La sorpresa desaparecía pronto, por lo que era conveniente escapar cuando el ritmo de la canción ordenaba deshacer el camino, porque los leones no debían percibir el engaño del intruso, que escapaba con parte de su presa. El resto era fácil, seguir la canción y confiar en que acontecería la magia prometida. Después pregunté si los hombres blancos sabían engañar leones. Mis hermanos rieron con fuerza. Kim aseguró que no, y Mong confesó que era imposible, porque no sabían enfrentarse al miedo.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 11 de octubre de 2013

Mavil y la prima

A mi prima


Le dije a la policía que apenas sabía nada de ella, que mis últimas noticias eran de hacía casi un mes y que se limitaban a una fotografía mandada desde algún punto de su ruta, sin edificios o paisajes que permitieran la identificación del lugar. Ni siquiera el fondo era nítido, con distorsiones propias de una exposición equivocada, a gran velocidad y a través de la ventanilla del coche. Se distinguía un poste eléctrico difuminado por el efecto del movimiento y lo que parecían las lindes de unas tierras y quizás una vaca detrás. Demasiado borroso y con mucho ruido, admitió el inspector después de los análisis de imagen, que no apuntaban a ningún escenario. La apretada caligrafía del revés de la foto tampoco colaboraba en la detección de los fugitivos. Se buscaron huellas digitales y se identificó la composición química de la tinta empleada, pero era tan común que solo serviría para demorar el esclarecimiento de los hechos. Caligráficamente se demostró que la letra pertenecía a mi prima, pero el texto era tan simple que tampoco arrojó ninguna luz sobre el paradero de los fugitivos. Me interrogaron seis veces, pero nada obtuvieron de mí porque mi declaración se basó en suposiciones y generalidades. También reconozco que fui esquivo en mis respuestas, lo que despertó las suspicacias del inspector jefe, por fortuna sin más consecuencias que obligarme a efectuar alguna visita más a la comisaría. Sufrí los inconvenientes con una comprensiva resignación, porque me constaba que mi prima era inocente y sin duda todo obedecía a un malentendido.

Omití al señor inspector algunas confidencias de mi prima, que por su carácter privado me parecieron dignas de ocultación. Tampoco mentí, lo que hubiera podido incriminarme en el futuro desenlace de las pesquisas policiales, y me limité a responder que no conocía a su acompañante. Puede considerarse cierto, porque jamás habíamos coincidido en persona y solo sabía de él por algunas confianzas que mi prima me otorgó como un favor inmerecido, supongo que por la necesidad de poner en palabras la desazón de sus amores. Afligida por la vorágine de unos sentimientos que ya creía dormidos para siempre, me confesó que la primera vez que lo vió caminaba desnudo por la orilla del acantilado, maldiciendo a las piedras que herían sus pies ensangrentados y avanzando con paso alerta para anticiparse a los obstáculos y encontrar así un discreto alivio de sus heridas. Parecía sin rumbo, así que mi prima detuvo el coche, descendió sin demasiada prisa y se dirigió al encuentro del caminante. Lo saludó con un simple hola y pronto supo su nombre, Mavil, y otras características de escasa relevancia, además de una descripción de los hechos que habían propiciado tan insólito encuentro. Puede considerarse extraña tanta locuacidad en un desconocido que, pese a la evidencia de su desnudez, parecía culto y bien provisto para la vida y la palabra. Convenció a mi prima de que para corroborar su sinceridad lo acompañase a donde se había iniciado su desgracia, una cueva a cielo casi abierto, que permitía descender fatigosamente hasta una discreta playa interior, casi invisible desde arriba.

El hombre, que se definía como excursionista y algo aventurero, había acampado durante cinco días en aquella playa oculta, que se conectaba con el mar por una angosta gruta submarina. Se alimentaba de comida prefabricada y latas de conserva, consumía su tiempo durmiendo, bañándose y pensando. También exploraba algunas de las cavernas laterales, conocidas en el mundo de la espeleología por su interés cristalográfico. Hasta que lo asaltó la feliz idea de explorar la gruta de salida al mar. La había contemplado muchas veces, como un agujero donde se perdía la luz. Después, espoleado por la curiosidad, buscó hasta descubrir que más allá de las sombras se vislumbraba el feliz azul de los mares luminosos, que lo atraía con una fuerza embriagadora. Mi prima aseguró que él inclinó la cabeza y admitió que sentía un sabor amargo en la boca, y que esa confesión la convenció de que se encontraba ante un ser noble y de corazón extraordinario. Por supuesto, no comprendí la relación entre estas virtudes y el reconocimiento de una falta, por mucha mirada contrita y lamentaciones que sirvieran para mortificarse por el resultado de un impulso mal medido en sus consecuencias. En palabras de mi prima, Mavil siempre había sido amable y considerado en su trato, disculpándola por demorar demasiado su mirada en la parte masculina de su anatomía, que era como solo había visto en algunas revistas especializadas. Aprovecho para confesar que hace mucho tiempo que desistí de comprender a mi prima, de quien aprecio otras muchas cualidades.

Después de muchas tentativas que sólo pretendían asegurar la viabilidad del camino hacia el mar, Mavil buceó con éxito a través del túnel submarino que le otorgaba esta salida alternativa de la cueva. Un largo pasadizo descendía algunos metros y después se encauzaba hacia la superficie a través de una angosta chimenea, casi cegada por las algas. Afortunadamente era buen nadador, pero apenas alcanzó la luz del cielo abierto, se enfrentó a un oleaje que confundió todas las referencias que había imaginado sobre su posición. Tras pretender el regreso a la playa, en lo que se empleó sin éxito hasta sentirse desfallecer, comprobó que el orificio de entrada al pasaje sencillamente había desaparecido. Solo restaba escalar el acantilado. Pese a su práctica en ascender paredes rocosas, sin calzado adecuado o polvos magnésicos que secasen sus manos, vencer el acantilado había requerido toda su experiencia. Resbaló varias veces y caía desde una considerable altura, lo que obligaba a reiniciar el esfuerzo desde el principio. La noche lo sorprendió en mitad de la ascensión, por lo que hubo de procurarse refugio y esperar a la mañana siguiente, porque avanzar a tientas y sin cuerdas se le antojaba demasiado peligroso. Aquí mi prima se explayó en algunas consideraciones sobre el carácter indomable de su amigo, con tanta vehemencia y admiración que presentí algo más que el mero interés por las vicisitudes de un extraño. Tras unas entristecidas alusiones al frío de la madrugada y a la vigilia impuesta por el peligro de dormirse y resbalar, mi prima emitió un suspiro, que no acerté a interpretar correctamente, y permaneció con la mirada perdida en algún punto lejano. Supuse que el silencio revelaba sus temores por una tragedia que nunca aconteció. Después se entretuvo en explicarme que el sol se había entretenido durante la ascensión en abrasar el cuerpo desnudo de Mavil, y que el pedregal donde lo encontró había desollado sus pies y casi su esperanza. Suspiró al concluir el relato y admitió que aquel encuentro le había causado una impresión indeleble. Después se le humedecieron los ojos mientras repetía la palabra indeleble, que para mí se asocia con tinta y poco más, así que la consolé con una palmada en el hombro mientras fingía comprender sus emociones. Preferí no apresurarme en mi juicio, aunque reconozco que me extrañó tanto interés por un desconocido.

La segunda vez también fue un encuentro sorprendente. Mi prima se encontraba de vacaciones, perdida en una remota aldea, famosa por su montaña hueca y su relativa proximidad al litoral. En su mente las vacaciones serían tan sencillas como escoger entre paseos por la montaña y excursiones a la playa, según recomendaran los avances metereológicos del día. Las aguas eran frescas en toda aquella costa, pero con buen sol y algo de determinación, el baño resultaba apetecible y grato. Hasta que una mañana de monte, mientras mi prima conversaba con un pastor sobre cabras, ovejas y perros, apareció él, esta vez vestido, aunque de buzo. El pastor quedó con la boca abierta, colgando la colilla del último cigarrillo, pegada a sus labios por la magia del aire y la saliva, mientras mi prima reconocía a su amigo del pedregal, se plantaba en mitad de su camino y esperaba en silencio. Mavil llegó despacio, fatigado por sus múltiples penalidades, y se detuvo con el traje de neopreno reluciendo bajo el sol abrasador, con el cabello encrespado por efecto del salitre y el viento, con las gafas de bucear sobre la cabeza, como unos ojos gigantes situados sobre la frente. Las aletas colgaban distraídas a su espalda y sonrió al reconocer a mi prima. Entre miradas cómplices y detalles de enamorados, se congratularon de que esta vez se encontrase vestido, al menos parcialmente. Superadas las buenanuevas del reconocimiento y la cortesía, mi prima presentó su amigo al pastor, que aún permanecía extasiado ante la escena, en compañía ahora de uno de sus perros, que gruñía para proteger a su amo y porque la situación era sospechosa. El pastor pareció recobrar el movimiento para esbozar un saludo ininteligible, y el perro continuó gruñendo porque Mavil aún no había ganado su confianza. Por artes que mi prima conoce y practica con verdadera maestría, la jornada concluyó a la luz de la lumbre, ante la chimenea de una cabaña alquilada al pie de la montaña. Al amor del fuego, Mavil confesó que su extraña indumentaria obedecía a su pasión espeleológica, que practicaba siempre que le era posible. En unos mapas sobre cavernas de la corteza terrestre, había descubierto una gruta de grandes dimensiones. Estimulada su curiosidad, y con el aliciente de encontrarse geográficamente muy cerca, había decidido concederse una visita exploratoria. Según los especialistas, se trataba de una cueva húmeda, a la que se accedía con los útiles recomendados para el buceo, porque un río submarino serpenteaba por el interior, demorándose en pozas y riachuelos que constituirían una delicia para los sentidos. Disfrutaba de las maravillas subterráneas cuando una violenta tormenta anegó los campos de alrededor. Las cumbres de las montañas, aún cubiertas de nieve, contribuyeron con su deshielo a provocar una avalancha de aguas ocultas, tan súbita y violenta que pronto se escuchó el fragor de torrentes bravos. Escapó tras numerosas penalidades y alcanzó la libertad gracias a una intrincada red de capilares subterráneos, que aparecían bien detallados en los mapas. Resulta fácil comprender que mi prima se interesase al instante por aquellos mapas tridimensionales, tan bien expuestos en su singularidad espacial como arduos de interpretar para los profanos. La conversación continuó entre pausas para intercambiar caricias, y más tarde, como epílogo a las urgencias del deseo. A la mañana siguiente, Mavil partió tras una efusiva despedida. Mi prima lo contempló alejarse y esperó a que se perdiera en la distancia.

Según supe más adelante, a través de intermediarios que me previnieron sobre lo que mi prima califica de malentendido policial, la última vez que se encontró con Mavil no fue por casualidad. Amistades comunes la alertaron de que exploraba una cueva no muy lejana. Confirmada la noticia, buscó el material adecuado para sumergirse en las entrañas de la tierra. Provista de una luz de carburo, avanzó con decisión, sobreponiéndose al entorno hostil y adentrándose en el tenebroso universo de las maravillas subterráneas. Tras numerosas vicisitudes que no merecen más recuerdo, desembocó en un túnel de vientos encontrados, abierto a un vacío negro que aullaba y gemía como el aliento de un animal que acechara entre las sombras. Ante la dificultad, mi prima sólo acertó a cerrar los ojos y encomendarse al destino. Envuelta en el aullido de las profundidades, la llama de la linterna se extinguió. Intentó encender el mechero tres veces, pero se quemó por la imprecisión de sus dedos en la oscuridad. Aguardaba a que se enfriase el mecanismo de encendido y se entretenía en idear cómo encender un hierro ardiente entre tinieblas, cuando la luz se hizo y Mavil descendió del cielo, a los ojos de mi prima envuelto en luces y estridencias de colores, para servirle de compañía y salvarla de los abismos.

Mi prima mantiene que Mavil la descubrió mucho antes de que la venciesen las dificultades. Según le había asegurado en amorosa confidencia, el olor de su cabello flotaba tras la negritud de las cavernas y le servía de inspiración entre el silencio. La siguió discretamente, para entretenerse con sus graciosas evoluciones de inexperta, hasta que la supuso incómoda, no en peligro. Se había lanzado pozo abajo, deseoso de auxiliarla en la dificultad y provisto de los útiles precisos para liberarla de su encierro. Imagino a mi prima pasmada y a él enamorado y decidido a consumar su triunfo. Con una sonrisa y una mirada de amor, Mavil muestra varios cartuchos explosivos. Servirán para agrandar un pasaje demasiado angosto para quien carece de experiencia en el arte de superar las gateras de piedra. Mi prima reconoce que no cabe la preocupación, las curvas y estrecheces cederán al furor de las explosiones. Mientras, Mavil desaparece y regresa asegurando que todo está dispuesto y acontecerá en unos segundos. Pulsará el detonador a distancia, que por supuesto muestra con un gesto de complicidad. Tras otras muestras de afecto de dudosa relevancia, los enamorados se protegen y accionan el detonador. Luz, ruido, piedras desprendidas y un camino.

Para demostrar que casualidad y fortuna a menudo se empeñan en lo imposible, la pareja regresó a la luz ilesa, sin un rasguño que delatase la naturaleza dramática de su aventura. Sólo algunas manchas de barro sugerían una vaga idea de su procedencia. Cogidos de la mano, mi prima confesó que se excitaba en las tinieblas y su enamorado le aseguró que él aún fantaseaba con su olor de hembra de las profundidades. Unas sonrisas, unas miradas tiernas, y Mavil se congratula de su sentido de la orientación, que es excelente y le había servido para encontrarla y protagonizar su rescate. Los explosivos los llevaba siempre consigo y se los había proporcionado un amigo que trabajaba para otro amigo encargado en una empresa subsidiaria de otra empresa de obras públicas. Un hermano en quien confiaba plenamente.

El regreso a la ciudad, en el coche de él, transcurre entre la conversación vana y los suspiros tiernos. El destino parece trazado sobre la senda de las venturas felices, hasta que mi prima señala un control de policía que surge de la nada y ordena la detención del vehículo. Mavil frena bruscamente, recuerda el maletero con la caja de explosivos y comprende que se enfrentarán a demasiadas preguntas. En un instante coincide con mi prima en que para ahorrarse burocracias inútiles, lo mejor sería abandonar la carretera y buscar una pista forestal que les permita escapar entre las penumbras del bosque. Mi prima accede ante el desafío de una aventura imprevista y la complicidad brilla en sus ojos. Serán fugitivos durante algún tiempo, hasta que la autoridad olvide aquel insignificante desafío a una patrulla de tráfico. El coche gira bruscamente e intenta descender campo a través, ladera abajo. Las maniobras de Mavil al volante no pasan desapercibidas a la policía y mi prima se siente arrastrada por la vorágine del amor. Por primera vez en mucho tiempo es verdaderamente feliz.



Por supuesto, todo es mentira, excepto algunas cosas.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 4 de octubre de 2013

Herencia Prisionera

A Pepa, que atrapó mi alma en un instante del verano


Mi padre aseguró que yo sería el señor de la mansión y las tierras, beneficiario de una rica herencia, tanto en efectivo como en valores extranjeros, que me permitiría vivir con dignidad hasta el fin de mis días. Añadió que Arnold era su criado, como su padre lo había sido de mi abuelo y su hijo lo sería mío. Insistió con determinación en este extremo y me remitió a unas cláusulas de su testamento, que establecían la pérdida de mi usufructo en caso de romperse los vínculos con el sirviente, verdadero depositario y custodio de mis bienes. Me intrigó esta insistencia en la relación con la servidumbre, y comprobé que en algunas disposiciones se me prevenía sobre una enigmática enfermedad y se detallaban unas normas de convivencia, de obligado cumplimiento, algunas de las cuales despertaron mi extrañeza. También se pretendía una disculpa plena para las faltas de ambos protagonistas del contrato. Me sorprendió esta reflexión más propia de la moral que del derecho, donde cada parte se obligaba a tolerancia con las debilidades de la otra. Sonreí ante lo que parecía la indisolubilidad del matrimonio y comprendí que yo sería el amo y por tanto la parte beneficiada. Incapaz de medir el alcance de mis actos, firmé el documento porque me pareció que sellaba un contrato ventajoso.

Mi vida se ha consumido entre la biblioteca, el dormitorio, la sala de música y otras estancias asignadas a mi persona. La jornada se inicia cuando Arnold me sirve el desayuno en la alcoba, siempre acompañado por algunos noticiarios que me informan de cuanto sucede en el mundo. Durante los primeros años los estudiaba con interés, buscando novedades que aportasen algo de entretenimiento a mi existencia. Ahora apenas les concedo unos minutos, más por costumbre que porque me reclame algún acontecimiento. Los jeroglíficos, las lecciones de ajedrez y la siempre trivial resolución de los crucigramas ocupan más de lo que sería mi deseo, pero lo disculpo porque no me reclama ninguna actividad urgente. Más tarde despacho la correspondencia de mis abogados, que me informan sobre la ventura de mis empresas y la gozosa solvencia de mi patrimonio. Nunca he conocido a ninguno de estos ilustres letrados, y supongo que nuestra relación ha de limitarse al género epistolar. Unas gacetas científicas me entretienen buena parte de la mañana. Después, asistido por el pertinente diccionario, estudio lenguas extranjeras. Tomo anotaciones y memorizo pasajes que me parecen significativos o simplemente bellos, por mantener ágil la mente y por cumplir con las disciplinas que fijan mi pensamiento a la realidad. Me vence la somnolencia y despierto con la diligente visita de Arnold, que me pregunta dónde deseo las viandas propias del mediodía. Debo confiar plenamente en mi sirviente, porque en las estancias no existen ventanas o tragaluces que me permitan distinguir entre el día o la noche. Sólo el rumor de la lluvia sobre los techos inalcanzables o el aullido del viento tras los muros amplísimos.

Mañana mismo impartiré instrucciones a Arnold para que retire las nuevas velas de parafina y las sustituya por la iluminación tradicional de velas de esperma, cuyas existencias administro celosamente porque sospecho que las ballenas son un bien escaso. Pasear por los corredores y las estancias con esa pestilente iluminación que oscila ante mis pasos me hace imaginarme como una odiosa sombra que perturba las tinieblas. También le reiteraré, y confío que sea la última vez, que sería de mi agrado que se procurase diligencia en retirar las hortensias que tanto parecen complacer su sentido estético, y las sustituya por mis orquídeas y rosas, que tan poco sustento consumen y tanto me alegran la mirada. Me consta que soy un hombre de gustos exquisitos, pero insisto en que se respeten mis deseos. Insistiré en que la esencia de un sirviente es obedecer a su amo.

También alegaré que el tiempo embalsamado perturba mis hábitos y le sugeriré que detenga algunos de los relojes antiguos, los únicos permitidos en mis aposentos. Me remitirá a otra de las cláusulas de nuestro contrato, que establece la imposibilitad de corregir la hora de estos ingenios mecánicos. Argumentaré que en su origen la cláusula obedecería a la pretendida exactitud de los círculos dentados, a lo preciso de todos los engranajes y la escasa fricción del movimiento preciso, como una garantía del fabricante que enorgulleciera a mi padre. Arnold se negará rotundamente e intentaré convencerlo sobre la necesidad de ajustar los relojes, desviados de la exactitud muchos años atrás y por tanto errantes cada uno en un tiempo sin referencias. Me resulta muy difícil mantener mis hábitos sin patrones temporales, y aunque procuro emplear en cada ocupación lo dictado por un latido interior que se fraguó por la costumbre y la necesidad, es fácil advertir la demora en mis diversas actividades. Tomo como referencia los quehaceres de Arnold para asistirme en mis cálculos, pero ya porque se entretenga inadvertidamente en alguna tarea o porque me distraiga con alguno de los libros de la biblioteca, mi atención languidece y pierdo el pulso que rige mis actos, con el consiguiente perjuicio para el hábito de la rutina.

Por fortuna me redime la diligencia de mi sirviente. Con sus hombros caídos, su levita desgastada y ese aroma de colonia rancia que parece comprada en la trastienda de una herboristería, me advierte de la hora excedida, del retraso que exige la compensación de una premura puntual. A veces, en el afán de conjurar una demora ya consumada, suspendo una comida o una cena, e indico que me contentaré con un simple refrigerio, servido de cualquier modo. Pese a su insistencia en que el comedor ya está dispuesto, con la cubertería y el cristal adecuado a las diferentes viandas, me mantengo firme en mi determinación hasta que accede y consiente en suprimir las formalidades. Nunca transige en una segunda comida apresurada. Antes de que pueda impedirlo apaga algunas las velas, de modo que pronto entorpece mi lectura y he de rendirme a sus pretensiones. Insiste en los tres platos de rigor, como si de este modo compensara mi frugalidad previa. Una vez satisfechos sus propósitos, retira la vajilla, me devuelve la iluminación y regresa a sus ocupaciones.

Tras desobedecer mis órdenes, Arnold se disculpa más por la costumbre de su oficio que por devoción a mi persona, y por supuesto atribuye su intolerancia a alguna de las cláusulas de la herencia. También aprovecha para recordarme los años que pronto se cumplirán desde la firma de nuestro compromiso, y que por supuesto se mantiene la prohibición de abandonar mis estancias. Nunca he comprendido el placer que encuentra en mortificarme con el amargo paso del tiempo y la continua evocación del documento que subscribimos en la juventud, pero lo admito como una compensación por el vasallaje que le corresponde en la vida. Suelo despedirlo con un gesto y brevemente sucumbo a la nostalgia, sin que ningún sosiego alivie los pesares que atormentan mi espíritu. Permanezco abstraído en mis pensamientos, murmurando las cláusulas del contrato que memoricé por mis sucesivas relecturas, como si ignorase la imposibilidad de escapar a mis responsabilidades. Claramente se establece que Arnold, verdadero propietario de la herencia, es el guardián de mis pasos y debo someterme a su estricta vigilancia. El patrón de un tiempo embalsamado regirá mis actividades diarias y solo al sirviente se le autoriza a gozar de mi compañía, sin menoscabo de algunas visitas puntuales para aliviar la soledad. En cuanto al mal que aflige a mi familia, se me impone la exigencia de discreción y se encomienda a Arnold la custodia absoluta del secreto. El confinamiento en el hogar, entendido como aval de mi silencio, está garantizado por la presencia de mi sirviente. Alcanzada esta certeza irresoluble, me redimo interpretando al piano algunas piezas clásicas, que alivian mi alma y me devuelven la paz.

Parece innecesario insistir que Arnold es aproximadamente de mi edad y que heredó el servicio de su padre, que lo había heredado de su abuelo, y así sucesivamente, sin que los libros familiares expliquen esta costumbre más que con una referencia a los inconvenientes de una herencia que en realidad era más un depósito. En las crónicas de nuestra familia se insiste en que los Arnold se remontan a una estirpe tan lejana como la nuestra y que siempre nos han brindado su servicio, prorrogando el mismo acuerdo primigenio que se transmite a través de las generaciones. Naturalmente el contrato suscrito entre Arnold y yo es copia fidedigna de este original, al que sólo restaba fechar y rubricar, habida cuenta de que las cláusulas eran iguales y ya se habían alterado los nombres de las partes contratantes. También me sorprendió que mientras mis antepasados cambiaban de nombre, aunque mantenían el apellido, Arnold era siempre Arnold, sin complementos o matices diferenciadores. Solo Arnold, como si eso bastara para justificar su existencia. No presté la debida importancia a estos detalles esclarecedores de mi destino, y continué disfrutando de mis estudios y de la compañía de mi padre, que me ilustraba en los secretos del conocimiento y la vida.

Los placeres exquisitos que me prometía golosamente antes de tomar posesión de mi legado, y el hecho de que por aquel entonces Arnold sólo era para mí un nombre sin realidad física, me persuadieron durante algún tiempo de que la plenitud me aguardaba al cumplir la mayoría de edad. Me consagré a los estudios que forjarían mi competencia al timón de las empresas familiares y restringí mi solaz a las veladas que compartía con mi padre en las estancias nobles. Los aposentos de la servidumbre, los establos, las cocinas y otras dependencias menores se reservaban para nuestro criado Arnold y su primogénito, también Arnold, que habría de servirme en el futuro. Sólo vislumbraba su existencia por el esporádico interés que mi padre mostraba al preguntar al sirviente por su hijo, que al parecer vagaba entre los huertos, el aserradero y los bosques cercanos.

El día en que cumplí la mayoría de edad disfruté de una sencilla cena en compañía de mi padre. Después nos dirigimos al salón de los caballeros, donde Arnold nos sirvió sendas copas de un licor fermentado en tierras muy lejanas, y tras solicitar el permiso de mi padre, invitó a pasar a su hijo, que me alarmó por su colosal envergadura y la apariencia desgarbada y torpe de sus movimientos. Parecía mucho mayor que yo, tan anciano como su propio padre, aunque reconozco que mi inexperiencia del mundo me concede pocas facilidades para atribuir una edad a un rostro. Tras las formalidades usuales, nuestros padres delimitaron los espacios exclusivos y los comunes dentro de la mansión, lo que pareció natural porque coincidían con el uso y la costumbre. Se reservó una sala para juegos, porque se consideraba que debíamos curtirnos en el arte de la lucha, y se nos animó a que nos preparásemos para competir. Recuerdo que me sorprendió la relación de fuerzas que se imponía a nuestros ejercicios. A mí se me exoneraba de todas las brusquedades y desconsideraciones del juego, mientras que Arnold aceptaba límites respecto al vigor que le era lícito emplear. Debía ser comedido y prudente, así como ceder sin oponer demasiada resistencia, aunque tolerando cierta rudeza. La primera vez que se cruzaron nuestros juegos comprendí que esta regla me protegía de mi oponente. Arnold escapaba a mi acoso con la facilidad de quien escapa de un niño, como si mis tentativas por atraparlo apenas le supusieran la defensa ante un bracear torpe y sin intención.

Muchas veces luché con Arnold sin que tuviera éxito en mis esfuerzos. Me empleé por igual de manera noble y sucia, sin mas cosecha que un mismo fracaso, y sólo en dos ocasiones tuve un verdadero contacto físico con Arnold. La primera vez fue en una rápida inmovilización, que por supuesto sufrí yo, y la segunda fue una especie de baile que ejecuté sujeto por las manos y casi alzado en el aire, al ritmo impuesto por la frenética danza de mi sirviente. En ambas ocasiones percibí un cuerpo fibroso y frío, como desarticulado y ajeno a las complexiones naturales. Recordé a los insectos, quizás a las arañas. Nada puedo añadir, porque no todo es constante en mi recuerdo y a veces olvido en favor de otras memorias mas gratas. Sirva a mi disculpa que las presencias del alma ocupan un lugar de privilegio en el corazón de quien fue educado en una condición excelsa, y que mis primeros años con Arnold forman parte de ese mundo antiguo que se desvanece en mi memoria, enferma del mal que desde siempre ha enturbiado mi juicio. Arnold insiste en su carácter incurable, pero exagera sus preocupaciones sobre mi salud.

Las crónicas familiares que estudié para conocer los orígenes del contrato que me unía a Arnold, no sólo me informaron de que la pureza de nuestra estirpe se enraíza en los mismísimos orígenes del tiempo, sino que también me previnieron sobre una displasia de la sangre que me aquejaría en el futuro. Promovidas por algunos de mis antepasados, diversas investigaciones rindieron la certeza de que la génesis de nuestro mal obedecía a una irreversible infección de los tejidos, causada por un parásito que sobrevivía en las vísceras de ciertos monos tropicales, y sorprendente también en el dispar mundo de los batrácios. La piel de algunas ranas y tritones venenosos servían de asiento y despensa a las microscópicas larvas del parásito. Un accidente de la evolución les procuró mejor acomodo en el tracto digestivo de monos que habían encontrado en las arcillas silvestres el antídoto adecuado al veneno de los anfibios. Inmunizados de este modo, los monos sobrevivían a la invasión de los parásitos, que supieron encontrar los mecanismos biológicos para colaborar con su huésped y encontrar el beneficio mutuo.

El primero de mis antepasados, quien inicia el relato de las crónicas familiares, describe unas ruinas que encontraron inesperadamente al adentrarse en la selva, durante una expedición financiada por intereses que tenían como propósito la búsqueda de tesoros y el estudio de la flora local. Destacan los pasajes relativos a un templo abandonado, con dependencias donde el lujo aún sobrevivía entre el fulgor de los objetos inmemoriales y mazmorras donde se hacinaron los esclavos y las bestias. En el centro de aquel paraje abandonado destacaba un pozo que parecía fijar el conjunto arquitectónico. Lejos de aliviar los períodos de sequía, anticipaba el descenso hacia las interioridades de la tierra. Una larguísima escalinata se retorcía en espiral, como un taladro que se adentrase en el subsuelo, y desembocaba en el corredor de acceso a una cripta en cuyo interior hervían tres pozas de aguas purulentas, abiertas sobre los vértices de un triángulo inscrito en los mármoles del suelo y enmarcadas en un óvalo de deslumbrante piedra azul. Formando un óvalo concéntrico a este primer óvalo, unos bancos regularmente espaciados se acoplaban a las paredes laterales y servían a la meditación y el descanso de quienes bajaban hasta la cripta. El deterioro parecía irreversible, se apreciaban frescos arruinados por el verdín de los mohos y piedra corrompida por los perniciosos efectos de la humedad. Aunque aquellas charcas infectas eran una espesa sopa de parásitos, sospecha que se confirmó al analizar las muestras obtenidas, ninguno de los expedicionarios padeció mal alguno, excepto mi antepasado, que por circunstancias imprevisibles sufrió la mordedura de un mono que había convertido en su espacio el brocal del pozo. Fiebres altísimas, dolores articulares y alucinaciones que debilitaban rápidamente su salud, aconsejaron encomendarlo al cuidado de los nativos en una aldea próxima. Dos años después, mi antepasado retornaba a la civilización, asistido por el primer Arnold, que lo había cuidado en su lucha contra la enfermedad y sería su sirviente para siempre.

Apenas me venció la primera de mis neuralgias, comprendí su relación con el mal que aquejaba a mi familia. Era un dolor aterrador, que inundaba la mente y me sumía en la desesperación. Me precipité hacia los libros de la biblioteca y descubrí que los síntomas de nuestra enfermedad sólo se encontraban parcialmente descritos. Algunos informes médicos, de los que sólo se conservaban fragmentos, describían temblores, palpitaciones y otros síntomas que se prolongaban durante largos períodos de tiempo. El sonambulismo era un efecto añadido y suscitaba el recelo de los especialistas, porque el enfermo mostraba un vigor desproporcionado y un frenesí de los sentidos propio de la enajenación profunda. La enfermedad cursaba de modo difuso, con períodos agudos donde el paciente era intratable y otros más benignos, aunque no exentos de riesgo. Se desconocía cura o alivio para los violentos efectos sobre la conciencia y la percepción de la realidad, por lo que se recomendaba el confinamiento preventivo para minimizar las consecuencias de una demencia irreductible. También se describían algunos consejos para distanciar las sucesivas recaídas y para minimizar su intensidad. Después de otras muchas recomendaciones que ahora parecen banales, se confiaba en la solvencia de nuestra fortuna, multiplicada tras la expedición con la venta de una escandalosa remesa de diamantes, y en la inquebrantable lealtad de Arnold, obligado por una suerte de conjuro tribal cuya vigencia se transmitía de padres a hijos.

Atendido en mis necesidades, los años se han deslizado de un modo apacible. Entre mis libros, con las partituras que tanto gozo me procuran, atareado en retener un conocimiento tan vasto que acaso se confunda con soberbia. Siempre a mi lado, Arnold ha procurado satisfacer todos mis caprichos con una diligencia modélica. Por mi parte no caben más reproches que los derivados de una convivencia tan estrecha. Agradezco que me proporcione los lujos y refinamientos de un mundo que me está vedado. Los mejores vinos, sin importar la lejanía de las bodegas de origen, y los manjares reservados a la nobleza, preparados por cocineros que nunca conoceré. Reconozco que en compañía de mi sirviente he vivido años de eufóricas lecturas, de sufrir con los poetas proscritos, de revivir a los clásicos y ahondar en los orígenes. Afortunadamente me recupero bien de los aterradores ataques de migraña, que son como un vacío sin recuerdos. Los cuidados de Arnold y una fortaleza vital que considero admirable, me devuelven pronto a una realidad renovada y limpia. Así transcurren mis horas, excepto cuando me esclaviza el deseo, un síntoma previo al terrible ruido que inunda mi mente. Arnold se apresura entonces y me proporciona compañía femenina para mitigar la soledad que aflige mi alma. Las mujeres más bellas, o las que considera dignas de complacerme, porque en esa materia siempre me consideraré inexperto. Perfumadas y vestidas con las mejores sedas de oriente, Arnold las conduce hasta la galería de las pinturas, donde se encuentran conmigo. Me acompañan frente a la severa presencia de mis antepasados y bromeamos sobre los atuendos antiguos y las modas del ayer. Luego, al compás de la migraña, me desvanezco en sus brazos y pierdo el sentido de la realidad. Supongo que estalla el ardor de los amantes y me brindan un placer inconcebible hasta el amanecer, aunque nunca recuerdo lo sucedido durante la noche. Dormimos un sueño reparador y despierto en brazos de mi sirviente, que me dispensa los últimos cuidados. Supongo que habrá despedido y quizás pagado mi compañía, que jamás volveré a ver. Trasladado a mis aposentos por un Arnold para el que mi peso no significa nada, duermo un profundísimo sueño.

Supongo que la debilidad propia de los años también se habrá aposentado sobre Arnold, que habrá perdido gran parte de su vitalidad por el desgaste del tiempo. Aunque le concedo esta flaqueza, todavía lo percibo mucho más fuerte que yo, tanto que en ocasiones, tras algún gesto, quizás uno de sus movimientos pausados, siento esa misma chispa feroz que descubrí durante su infancia y juventud, cuando se permitía a nuestra relación una proximidad prohibida al alcanzar la edad adulta. En un detalle de mi recuerdo, adopto plenamente el papel de amo y mis exigencias ganan en concreción y rotundidad. Arnold obedece siempre que me limite a las cláusulas consignadas en el testamento. Solo cuando mi orden vulnera alguna de las fronteras preestablecidas, responde con un gruñido desaprobatorio. En algunas ocasiones, como al eludir el alimento, adopta una rotundidad tan enérgica que me intimida. Con el tiempo he aprendido a leer en el tono de sus gruñidos. Su determinación es máxima cuando pretendo acompañarlo en alguna de sus salidas al exterior de la mansión. Entonces me reduce con la facilidad de nuestros juegos infantiles y me descubro arrastrado a mis aposentos. Arnold me derriba sobre la cama, en atención a mi avanzada edad, y se desprende rápidamente de mí, que permanezco aturdido. Escapa con un portazo que me devuelve a la prisión de mis espacios interiores.

Me complace recrearme en la galería de las pinturas, donde los rostros adustos y las vestimentas pretéritas me contemplan desde un ayer muy lejano. Entre los cuadros, la presencia de mi padre es tan nítida que comparece para repetirme las clausulas sagradas que firmé cuando era un niño. Sus palabras resuenan en mis oídos durante horas, advirtiéndome como me advirtió, previniéndome como me previno, sumándose a una sucesión de retratos idénticos que me desvelan las miserias familiares. Recuerdo otros nombres y las principales efemérides de sus vidas. Uno había sido un venturoso explorador en tierras de fortuna y engalanaba su recuerdo con una colección de fabulosas aventuras, otro fue un tahúr de renombre en los círculos criminales de la época, y aunque sus tropelías cuentan con mi benevolencia, son inaceptables para una conducta supuestamente intachable. Lo disculpo porque no me corresponde juzgar el proceder de mis mayores, y porque estas consideraciones palidecen cuando Arnold me descubre desvanecido en la galería de las pinturas y me reanima con un frasco de sales que suele ocultar en su vieja levita. Despierto lentamente, siento su presencia y su olor turba mi pensamiento. Me explica que esos gemidos que escucho cuando me desmayo obedecen al funcionamiento de los fogones de la cocina, situada en una estancia próxima. Omite que nos encontramos a varios muros de piedra y sus ojos brillan con el fulgor que siempre he asociado a las palabras ambiguas. Observo su rostro con detalle, en busca de una mueca delatora, pero mi empeño es vano, porque permanece tan imperturbable como siempre. Lo miro muy de cerca, forzando su intimidad, con el pretexto de que contemplo la corrección de su atuendo. Arnold se mantiene inmóvil y algo inquietante me asusta, un suspiro que me sobresalta y convierte mi recuerdo en una sombra viva.

Pese al contrato que aprisiona mi fortuna, tengo a Arnold por un servidor valioso. Me incomodan sus pretextos banales y detesto cuando apaga las velas o profiere una letanía de recriminaciones, pero la devoción al contrato que rige todas las facetas de su vida me proporciona seguridad sobre las minucias cotidianas. También lo disculpo porque su carácter le impide comprender el desamor del hombre que se alimenta de odios antiguos, y porque lo siento unido a mí por una complicidad relacionada con el mal de mi sangre. Quizás lo comprometí en aventuras demasiado osadas y sea culpable de algún crimen perpetrado en mi nombre. Ahora, que la costumbre y la complicidad nos convierten en indisolubles, comprendo que haya encontrado dificultades para satisfacer mis placeres, aunque reconozco igualmente que en estos años no he hallado una razón para la queja. Arnold carece de familia, lo cual siempre he considerado un alivio, y no cuenta con obligaciones mundanas que supongan un obstáculo a su eficacia. Nunca aventura un juicio y jamás estima más posibilidades que las evidentes, lo que constituye una virtud que aprecio en su medida. Me congratulo de esta herencia de mi padre.

A veces soy su prisionero durante varias horas, aunque no puedo responder de cuántas por la ineficacia de los relojes y la absoluta ausencia de iluminación exterior. Arnold regresa en compañía de una desconocida que estimula mis horas vacías y luego, mientras naufrago en la oscuridad de mi locura, desaparece para siempre de regreso al pueblo por el sendero de la ciénaga, que es peligroso pero bien conocido. Una vez al mes me abandona durante tres días, para viajar a la ciudad y adquirir cuanto satisface la delicadeza de mis caprichos. Productos de ultramar y de confines remotos que jamás se encontrarán en la aldea. Insiste en emplear los días de luna llena para mejor orientarse si la noche lo sorprende durante el viaje. A veces temo por él, porque algunos aldeanos han esparcido rumores de bestias que vagan por los campos. Las supuestas víctimas suelen ser buhoneros, meretrices y peregrinos del bosque. Tampoco escasean los monjes o los soldados, a veces incluso sorprendidos en grupo.

Jamás se han encontrado restos de las supuestas agresiones, por lo que me inclino a creer que esas leyendas solo responden a la superchería popular. Aún así, comprendo que los aldeanos se protejan con los grandes perros que custodian sus viviendas, donde normalmente Arnold jamás se acerca sin despertar el ladrido de los animales, que saludan su llegada a la aldea y lo despiden con igual entusiasmo ladrador. Cuando se encuentra con alguien, se disculpa por el alboroto que despierta su paso desgarbado y, con su diligencia habitual, regresa a su obligación de satisfacer mis necesidades. Pronto, muy pronto, me presentará a mi hijo, de apenas unos días de edad, que será fruto de mi amor con alguna de esas mujeres que trae para que distraigan mi tristeza. Luego, años después, también me presentará a su hijo, que será torpe, desgarbado y prematuramente viejo, como su padre y su abuelo. Mi hijo jugará con él como yo jugué con su padre. Percibirá su fuerza y comprenderá sus límites, hasta que acepte la herencia cautiva y admita la placidez y serenidad de su vida. Las comodidades de las distintas estancias, la vastedad de la biblioteca y el acceso a todos los placeres exquisitos le corresponderán para siempre. Arnold heredará los sótanos, las dependencias de la servidumbre y las noches de luna llena para viajar a la ciudad lejana y satisfacer los deseos de su amo.

Blas Meca, con licencia Creative Commons