Google+ Literalia.org: noviembre 2013

viernes, 29 de noviembre de 2013

El más valiente

A quien me contó esta historia


Para ella era un desconocido, pero recordaba su historia con tristeza. Era el más valiente del pueblo, el mozo mejor plantado, el más fuerte. En la doma de caballos que estremecía al pueblo a finales de junio, destacaba con su destreza con los potros y su arrojo para imponerse a lo salvaje. Después, en la feria, sobresalía en las pruebas de fuerza y habilidad, y por fin, con los compases de la verbena, bailaba mejor, bebía más y siempre encontraba una moza a la que vencía con la sonrisa, una palabra amable y la tierna caricia de sus manos.

El sábado llegó a la taberna con las últimas luces y saludó casi con un grito. Apartó unos vasos que le estorbaban, levantó la pierna, apoyó el pie y se alzó el pantalón hasta la rodilla.

-¿Qué te picó ahí? -preguntaron todos.

-Me saltó una bicha.

-¿Una bicha?

-Más fea que un trueno. La agarré y la rompí contra una piedra. En paz descanse. Me clavó dos dientes.

-¿Qué piensas hacer? -preguntaron todos.

-¡Brindar por ella y emborracharme con mis amigos!

Muchas veces enseñó su herida esa noche, con los dos puntitos violetas de donde irradiaban los capilares rotos y la tumefacción que latía con el escozor del veneno. Rechazó todos los remedios caseros que le brindaban sus amigos. Para qué punzar la herida y aspirar su sangre o encomendarse a las cataplasmas de hierbas para mitigar la desazón. Nada de pócimas, sales curativas, pomadas ni aguas azufradas. Pronto remitirían los síntomas, tanta consideración era innecesaria, solo era un incidente más del campo. En peores se había visto y de todas había salido con bien.

Bebió hasta cerrar la taberna. A media noche lo acompañaron a su casa, porque sus excesos con el licor y el fuego de la pierna apenas le permitían mantenerse en pie. Reconoció sentirse molesto por la picadura, pero no era hombre de lamentos ni de quejas, así que se arrojó sobre el lecho y se rindió al regusto ácido de la bebida. Soñó que corría por una llanura y que su carrera era torpe y desmañada porque le faltaba una pierna. La fiebre llegó pronto, para secar su boca y hundirlo en las alucinaciones del delirio. Pensó que el dolor remitiría en unas horas.

El más valiente durmió todo el día y la noche siguiente, hasta que despertó empapado en sudor y, según se supo después, enfermo. Su asistenta, a veces también amante, llamó a una vecina que llamó a otra y a muchas más, que despertaron a la telefonista para que buscase ayuda médica. También lo encomendaron a una curandera, porque la ambulancia tardaría en llegar.

-No me gusta esta herida. ¿Cuándo fue la mordida?

-Anteayer -respondieron todos.

-¿Cómo creció la herida? ¿Se hinchó primero o enrojeció?

-Se enrojeció e hinchó al mismo tiempo, después se quejó de un mal sabor en la boca, como a goma o metales rancios.

-Esto es malo, muy malo y acabará mal -sentenció la curandera.

-¿Entonces? -preguntaron todos.

-Entonces no os cobro porque estáis de luto.

La curandera se fue y llegó la ambulancia, con mi amiga y su bata blanca, adornada con todos los instrumentos y las luces modernas. Pronto se supo que aquello no era bueno, porque un primer diagnóstico anticipaba lo peor. Correr era lo primero, así que activaron las luces de advertencia para que se apartasen los obstáculos y volaron hasta el hospital, donde esperaban algunos vecinos que eran expertos en sortear curvas difíciles y se habían anticipado para recibir al enfermo. Tras la confusión del ingreso hospitalario y las curas preliminares, el doctor los recibió por riguroso turno y en pequeños grupos. A todos les advirtió que no tenía buenas noticias, que las próximas horas serían decisivas y que habían esperado demasiado tiempo antes de llamar a los servicios médicos. Todos lo lamentaron y esperaron mucho, hasta que llamaron a mi amiga, que también era suya porque la conocían de sus visitas al pueblo con la ambulancia.

Mi amiga escuchó los comentarios de la sala de espera, donde estuvo siempre que la llamaron para una aclaración.

-El doctor dice que está muy grave, que el veneno se ha extendido mucho, que los laboratorios trabajan sin descanso.

-No será suficiente, la bicha era muy mala y mordió hondo -dijo la curandera.

-Hacemos todo lo posible -dijo mi amiga.

La herida empeoró muy rápido, hinchándose hasta que el doctor pensó en amputar la pierna, pero llegó tarde y nada se pudo hacer. El más valiente languideció y entró en coma, mientras los médicos se esforzaban con sueros, con máquinas para limpiar la sangre, con procedimientos infalibles que fracasaban siempre. La curandera no se equivocó cuando les anticipó el luto, porque el más valiente aguantó cuanto pudo hasta que se orinó encima y se dejó llevar, y así lo vivió mi amiga, que lo lavó antes de amortajarlo para entregárselo a la familia, después de que el doctor asegurase que el final fue muy rápido y no sufrió nada. Cosas de la mala suerte, porque un poco antes y todo habría sido distinto, la medicina había avanzado mucho y casi todo tenía remedio. En fin, una desgracia muy grande.

Mi amiga regresaba al pueblo dos veces por semana, en la ambulancia. Un trabajo como cualquier otro, a veces triste pero también con momentos buenos. Del más valiente todavía se hablaba en la espera de la consulta, de su modo de domar potros y correr tras las mozas del pueblo, de cuando trabajaba infatigable con los aperos del campo y de su alegría en las fiestas, donde bailaba y bebía más que nadie. Mi amiga escuchaba con una sonrisa y asentía con amabilidad, pero se le empañaban los ojos cuando en las conversaciones surgía el más valiente, que aguantó cuanto pudo y murió como un hombre, sin un lamento, sin una queja.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 22 de noviembre de 2013

Mariposas

A la fragilidad de la belleza


Al nacer supe que viviría un larguísimo viaje. Me miré a mí misma y comprendí que era una oruga y mi obligación era prepararme para una peligrosa aventura. Devoré mi propio huevo, una cápsula casi transparente que no sabía a nada. Luego busqué una hoja muy verde y me dispuse a comer, pero no me gustó el sabor y cambié de planta. Me pareció más agradable al gusto y comí cuanto pude.

Pronto encontré otras plantas más jugosas. Después empecé a producir seda y no tuve otro remedio que envolverme en ella, porque era tan abundante que no supe donde ponerla. Al principio solo estaba atrapada y debía pensar en escapar de allí, pero la seda se me antojaba muy fuerte, así que me dormí y soñé que me disolvía. Al despertar comprobé que habían desaparecido algunas partes de mi piel, erosiones sin importancia. Lo atribuí a mis forcejeos por liberarme, que no habían producido ningún resultado. Con el crepúsculo, el capullo se oscureció hasta convertirse en grisáceo y por fin negro. Dormí y de nuevo soñé que me disolvía.

Una mañana me encontré mejor y observé que mi cuerpo había encogido y se estaba endureciendo, como si se hubiera detenido su disolución. Ahora soñaba con campos llenos de flores mecidas por la brisa y al despertar me sentía ansiosa por enfrentarme a la vida. Comprobé que podía vencer a la seda sin más que impregnarla con saliva. Me notaba aprisionada y me dolía la espalda, pero continué reblandeciendo mi prisión. Avanzaba poco y supuse que debería armarme de paciencia. Conforme humedecía la seda, sus hebras enfermaban y se convertían en transparentes y dóciles. Me abrumaba la fatiga y me sorprendía el sueño, en contra de mi voluntad. Siempre campos de flores, de amapolas y violetas silvestres, campos iluminados con la alegría de la primavera.

La presión en la espalda y las sofocaciones del espacio confinado fueron tan tenaces que desfallecí y pensé en rendirme. Me salvó un orificio que se abrió en la seda y me permitió acceder a un aire lleno de esperanza. Más oprimida aún, me esforcé por agrandar la abertura y escapé por etapas. Primero la cabeza, luego el tronco y finalmente el resto. Apenas distinguía el lugar donde había desembocado y una presión incontenible estremecía mi espalda, que palpitaba y crecía ajena a mi voluntad. Intenté respirar y el aire llegó sin esfuerzo. De repente parecí fracturarme y partirme por dentro, aunque admito que no me asaltó ningún dolor, más bien un sentimiento de libertad. Fue como desprenderme de mí misma, no sabría explicarlo bien, aspiré con determinación y me embargó una sensación de plenitud. Regresó la luz a mis ojos, que ahora se repartían las facetas de la realidad. A mi espalda, dos enormes alas flanqueaban mi presencia con una amalgama de purísimos colores. El paisaje era como había soñado, rebosante de flores que se mecían al atardecer, con una brisa suave.

Necesité bastante empeño para que las alas obedeciesen mi deseo. Intenté aprender de otras mariposas que descubrí a mi alrededor, hasta que mi vuelo se estabilizó y pude agradecerles su ayuda. Me conmunicaba a través de las antenas, por los olores y el movimiento, como otros animales. Una mañana, de repente, una mantis atacó a mi vecina. Un instante, un segundo y la aprisionó con sus brazos dentados. La devoró muy rápido y solo respetó las alas y las patas, que cayeron al suelo revoloteando. Sentimos mucha tristeza y guardamos un instante de inmovilidad. Nos alejamos de allí porque la mantis reempendía la caza.

Lentamente se esparció el rumor de que debíamos prepararnos para el gran viaje. Por primera vez desde que abandonase mi prisión de seda, sentí un hambre voraz. Observando a otras mariposas que revoloteaban a mi alrededor, comprendí que las hojas eran un alimento pobre y que solo las flores nos brindarían el vigor suficiente. El néctar era un alimento muy dulce y al principio me pareció siempre igual, pero aprendí a sentir el espíritu de cada flor y paulatinamente me acostumbré a su gusto, que me pareció más estimulante que el de las hojas. Engordé un poco, pero no tanto como mereció mi glotonería. Tras el crepúsculo, nos colgábamos de las ramas de los árboles y los salientes de las rocas, para esperar boca abajo la llegada del nuevo amanecer. Yo prefería los árboles, porque las rocas eran demasiado peligrosas. Escuché historias de ciempiés que vagaban confundidos con la oscuridad y siempre ansiosos por encontrar una víctima.

Refrescaron las madrugadas y nos agrupamos muy juntas, en racimos, para que el calor de nuestros cuerpos propiciase un aire confortable. Aproveché para frotar mis antenas con las compañeras y pronto conocí a toda la colonia, porque nos reuníamos para dormir juntas y que nadie sufriera la intemperie, lo que sería peligroso. Dormíamos repartidas en muchos turnos y todas soñábamos siempre lo mismo, que era flotar lejos de todo, con el mundo muy lejano y las preocupaciones desaparecidas, como si una discreta voz interior nos advirtiera que no había motivos de preocupación, que el viaje sería la primera etapa hacia un destino brillante y que más allá de las montañas y los mares nos esperaba un paraíso de abundancias desbordadas. Presentíamos un acontecimiento que sabríamos reconocer, pero que no acertábamos a definir o asimilar a un ejemplo. Sólo la certeza de que sería emocionante y que sabríamos identificarlo.

Una mañana, tras el primer rayo de sol, el rocío se convirtió de improviso en una escarcha pegajosa y terrible. Recuerdo que su contacto era doloroso y apenas pudimos comer hasta entrada la mañana. Cada vez la escarcha fraguaba antes y desparecía después, una noche pasamos tanto frío que tomamos la determinación de partir hacia el sur. Decidimos esperar algo más, porque el corazón de los días aún era cálido. Nos esforzamos por libar entre las flores mojadas, que solo nos recibían con agrado cuando el sol se encontraba en lo más alto. Hasta que un día nos mantuvimos agrupadas tras las primeras luces, despidiéndonos y planeando cómo sería el viaje. Nadie imaginaba lo que sucedería realmente, pero habíamos soñado tantas veces con aquella partida, que era como si ya conocieramos los pormenores del camino. Aprovechamos una brisa cálida que se arremolinaba sobre la tierra para deseamos suerte, y la colonia se convirtió en un aire de colores.

Ascendimos por una corriente cálida donde no tuvimos más que extender las alas para alcanzar una gran altura. Volábamos en círculo, entretenidas en nuestras conversaciones y felices de encontrarnos por fin en movimiento. El prado donde habíamos esperado se convirtió en un minúsculo rectángulo, visible junto a otras formas poligonales que desde la distancia parecían iguales. Muchas columnas de mariposas llegaban desde los campos próximos y el enjambre se convirtió en una multitud que abarcaba todo el círculo del horizonte. Nos dirigimos hacia la luna, que era llena y señalaba nuestro destino. Me sentí protegida y simplemente volé.

Cada mañana, al despejarse las tinieblas, la tierra se nos mostraba blanca y helada, envuelta en un manto cristalino que desaparecería lentamente, conforme el sol impusiera su presencia. Detrás, en la distancia, el hielo conservaba sus dominios y el paisaje resplandecía con reflejos gélidos toda la jornada. En algunos lugares, aún más lejos, destacaban los azules del frío extremo, que en el horizonte parecían confundirse con el cielo. Aprovechamos las largas horas de navegación para conocernos y formar agrupaciones que compartían algo en común. Unas gustaban de disfrutar la añoranza de los recuerdos, otras preferían compartir ilusiones sobre el futuro, la mayoría simplemente conversaba sobre alguna temática de su agrado o su repulsa. Me confundí con varios de estos grupos, pero ninguno me retuvo con sus argumentos o la erudición de su discurso. Nunca dejamos de revolotear, las corrientes eran débiles y la lucha contra el frío constante.

Durante varias jornadas navegamos tras el sol y la luna menguante. Volamos sin pausa, abandonándonos a las corrientes de aire y sintiendo el magnetismo terrestre, que para nosotras era algo especial. Por algún motivo escuchábamos el pulso de la tierra, que nos conducía de un modo seguro hacia nuestro destino. Pronto comprendimos que el peligro acecharía con la luna nueva. Anticipándonos, empleamos una jornada completa en descender hacia un prado rebosante de vainas amargas, que supuraban una leche venenosa a la que éramos inmunes. Conozco fragancias mejores, pero se podía libar aquella leche. Sentimos un efecto perturbador, que no supuso obstáculo para que alzásemos el vuelo con las últimas brisas de la tarde.

El beneficio hipnótico de la leche de las vainas se complementó con una cierta insensibilidad a las nieblas gélidas que nos envolvían en la proximidad de las nubes. Pronto volaríamos con la luna nueva. Las señales de la tierra que guiaban nuestro vuelo mantuvieron su intensidad, por lo que el rigor de la navegación no mermó en absoluto. Durante las veladas previas a la luna nueva, nos deleitamos con el fulgor de las estrellas. Recuerdo una madrugada de vientos del sur que nos permitía un ascenso leve pero continuo. La leche de las vainas ayudaba a sobrellevar el frío, además de convertirnos en venenosas e inaceptables para la mayoría de nuestros posibles enemigos. En nuestra ingenuidad, las prevenciones sobre los peligros del viaje parecían infundadas. Las estrellas resplandecían en un cielo negrísimo y jugábamos a identificar las constelaciones y repetir las leyendas sobre el origen de su disposición celeste. Era un conocimiento que parecía impreso en nuestro interior y llegaba a nuestra razón sin esfuerzo, como si lo hubiésemos conocido siempre y fuese un recuerdo olvidado. Me sorprendió tanta facilidad para comprender lo que ignoraba, pero reconozco que no dediqué demasiado tiempo a estas reflexiones.

De repente, sin que acertásemos a prevenirnos, sentimos que una legión de criaturas aladas ascendía a través del enjambre, dejando a su paso un rastro de muerte y horror. Nos atacaban desde abajo, confundidas con las tinieblas que ocultaban la tierra, en un número inconcebible. Escuché chasquidos de mandíbulas y presentí colmillos a mi lado, varias de mis vecinas desaparecieron arrebatadas por una fuerza invisible. Me estremeció un vendaval, muchas señales próximas cesaron de repente y se confundieron en la oscuridad. Pronto no quedó nada, solo silencio y aires removidos. Tras un breve desconcierto, encontré de nuevo a mis compañeras y supe que no estaba sola en el viaje. Me advirtieron que sufriríamos otro ataque muy pronto y me mantuve en silencio, atenta a cualquier sonido o vibración, cualquier ventaja que me alertara a tiempo de salvar la vida. El frío era intenso, las estrellas brillaban, la noche parecía en calma.

Sufrimos los ataques de los murciélagos muchas noches. Surgían siempre desde abajo y realizaban varias pasadas sobre el enjambre, sembrando la desolación y la locura a su paso. Emitían sonidos extraños y veían en la oscuridad como nosotras veíamos en la luz. Seguimos adelante guiadas por el miedo, el fulgor de las corrientes marinas y el vago resplandor de las nieves en una cadena montañosa que transcurría paralela a la costa. Nos movíamos entre estas dos tenues luminosidades en tierra y el titilar de las estrellas, donde veíamos recortarse las siluetas de nuestros enemigos. Muchas compañeras desaparecían en la oscuridad y sentíamos su último aliento como un perfume perdido. Durante el día nos agrupábamos para lamentar nuestras bajas, dormíamos al atardecer, mientras volábamos muy alto. Nos despertaban las luces violetas que preceden a la noche y veíamos a los murciélagos abandonar sus cuevas y enmarañarse en una denso manto que serpenteaba por la tierra, hasta que descendían las tinieblas y resonaban sus dientes a nuestro alrededor.

Se repitió el horror de las lunas nuevas a lo largo de aquel viaje desesperado. Durante los otros ciclos lunares también sufríamos ataques continuos, pero el enjambre se deshacía y agrupaba en mil sombras que confundían a nuestros atacantes y nos proporcionaban una oportunidad. Recuerdo a nuestros enemigos ascendiendo muy rápido, en un vuelo espiral, amplio y veloz. En su conjunto parecían moverse con una cierta lentitud, una impresión falsa, quizás inducida porque sólo se distinguía una mancha grisácea, poco definida. Maniobrábamos como un todo, instintivamente, advertidas por algo que se percibía muy dentro y dejaba una fragancia en el aire. Muchas veces los confundimos y erraron en su ascenso. Entonces cambiábamos bruscamente de altitud, plegando las alas y dejándonos caer en remolinos, mientras contemplábamos sus siluetas recortadas contra la luna. De errar en nuestros cálculos, aún quedaba la oportunidad de esquivarlos en el último instante. Con luna nueva, ninguna de estas estrategias de lucha era posible. Quedábamos a merced del destino y de los colmillos que relucían en la oscuridad.

Nuestra pesadilla se prolongó hasta que vientos cálidos llegaron del oeste y nos inundaron los olores del mar. Bajo nosotros el suelo parecía árido y desolado, el aire se llenó de un vapor pegajoso mientras sobre el enjambre se arremolinaban nubes turbias. Descendimos ante la inminencia de la tormenta y nos guarecimos bajo unos arbustos espinosos, agrupadas en racimos, como cuando emprendimos nuestro viaje semanas antes. Los relámpagos convirtieron nuestro reposo en un sobresalto continuo y dormimos poco, mientras llovía con un runrún monótono. Aunque quedábamos muy pocas del enjambre original, sentimos el peso de nuestra tristeza y la culpa de haber sobrevivido. Los horrores de la noche y las fatigas del vuelo habían cobrado su tributo. Recordamos nuestras bajas y continuó lloviendo con una insistencia que inundaba el alma de tristeza. Mañana, tarde y noche, una lluvia mansa y solo alborotada por algún tronar lejano. Hasta que renacieron los olores y el viento se convirtió en una brisa colmada de aromas. Nos sorprendió una mañana de brumas apacibles, de hongos y verdores escondidos. Al amanecer sentimos que los rayos de sol cobraban fuerza y las nubes se deshacían ante azules mas lejanos y profundos.

Soñamos con el paraíso y nuestro descanso fue hondo y calmo. Despertamos renacidas a una felicidad olvidada, mientras nos reponíamos de nuestras fatigas y sobrevolábamos las tierras húmedas, que lentamente se coloreaban con un verdín de líquenes. El enjambre se deshizo entre el rumor de las piedras y el fluir de los arroyos. Revoloteamos frescas y livianas, bajo las yemas que despuntaban en algunos arbustos marchitos y sobre el lento poblarse de los suelos con fosforescencias metálicas, quizás originadas por el musgo. Se respiraba mejor y todo invitaba a la camaradería y las nuevas emociones. Jugamos entre nosotras a enamorarnos y ser felices. Entonces, una mañana, al alba, después de una apacible noche en brazos del amor, se nos mostró un rutilante despertar de flores y supimos que nos hallábamos en el paraíso. Todas las fragancias, todos los destellos del color parecieron adueñarse de los aires y nos envolvió la efervescencia de la vida.

Muchas encontramos pareja y pronto eclosionaron larvas que tendrían su capullo y se convertirían en mariposas, como yo misma. Comprendí que les aguardaba un largo viaje y que, apenas concluyese el invierno, regresarían al norte y a su llegada los prados renacerían con mil flores de primavera. Un ciclo que las mariposas habíamos repetido siempre y constituía la razón de nuestra existencia. Las supervivientes del enjambre, pálida sombra de una multitud mayor, mostrábamos la fatiga en el alma y el cuerpo. En las alas, que en algunas de mis compañeras habían perdido parte de su color, se había iniciado un vertiginoso deterioro que me afectaba también a mí. Mis alas tan bellas, tan limpias, eran ahora un desmerecido de heridas ocres y a veces transparentes. Pronto desapareceríamos para siempre y una nueva generación de mariposas levantaría el vuelo hasta un lugar lejano en el norte. Mis nietos repetirán mi camino, como mis hijos recorrerán el camino de mis padres, en un viaje infinito y plagado de peligros, que para nuestra especie no concluirá jamás.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 15 de noviembre de 2013

El hombre que subió una montaña

A cuantos se sienten pequeños en la montaña


El hombre llegó al pueblo con las primeras luces del alba, cuando el frío de la noche aún era dueño del aire y el hielo era el único señor de las calles. Los tejados destacaban contra el azul de la mañana, blancos por la nevada que se había prolongado durante las últimas horas de la tarde anterior y la mayor parte de la madrugada. Las veletas parecían agarrotadas en sus atalayas de metal y hierro negro, la silueta de una ermita sobresalía sobre la loma distante.

Se detuvo junto a un almendro congelado, donde se apreciaban los carámbanos que el viento había esculpido con el furor de las tempestades nocturnas. La temperatura era bajo cero, pero la frialdad del aire se mitigaba con un olor de café recién hervido y los regustos de la mantequilla, la miel y el pan tostado que flotaban entre los humos de algunas chimeneas. El hombre se sumergió en un laberinto de callejas donde el cacareo de las gallinas parecía anticiparse al despertar de los gallos. Tras algunos portones de madera se presentía el removerse de las ovejas, en algunos recodos se apreciaban los aromas de la leche recién ordenada.

También se demoró para ajustarse la mochila y beber unos sorbos de agua. Reubicó unos crampones y un piolet mal acomodados y un tanto peligrosos por la fragilidad de sus ataduras, y prosiguió hacia un cortijo que se hubiera dicho abandonado de no ser por los aperos de labranza que se amontaban junto a una pared derruida, y por una pareja de perros custodios, sin raza ni mesura en el ladrar, que salieron a recibirlo con un estrépito de animales feroces. Pronto desistieron de su empeño, quizás porque no percibían miedo o porque la caricia de los rayos de sol invitaba más a recostarse al abrigo de las piedras calientes a que a pugnar con aquel desconocido en rumbo hacia ninguna parte.

El pueblo, ya muy lejano, quedó eclipsado en cuanto el hombre se adentró en el barranco que habría de conducirlo por el camino más rápido hacia la cumbre de la montaña. Caminaba sólo atento a las cadencias de su respiración y de sus pasos. Los murmullos del bosque, en principio tímidos, lo envolvieron conforme se adentraba en las sinuosidades del barranco. Rumores de ardillas, de carpinteros que golpeaban los troncos en algún lugar indeterminado. Bajo sus pies, la nieve se endurecía y espesaba al abrigo de los vientos. Al superar un promontorio de rocas, vislumbró unas placas de hielo que no imaginaba a tan baja cota, pero casi al instante comprendió que había ascendido mucho desde que abandonara los aledaños del pueblo. El sol, aunque oculto, se presentía ya muy alto cuando resonaron los disparos de los cazadores en la lejanía. El eco de la montaña multiplicó los estampidos de la pólvora, algunos pájaros emprendieron el vuelo.

Al paisaje de gravas originado por el capricho de las aguas, propio del camino en la parte baja del barranco, le sucedió un entorno de piedra roja, jalonada de manchas de nieve y un hielo tan duro que el hombre tuvo que utilizar el piolet para encontrar el agarre necesario y progresar con seguridad. Cuando el hielo resistía al furor del acero, se calzaba los crampones para asegurar la firmeza de sus pasos, lo que despertaba el grito del metal contra la piedra con tanta estridencia, que al cabo de algunos minutos desistía de los crampones y reanudaba el paso con la bota desnuda. Contenía entonces la pisada y jugaba con las percepciones del equilibrio, entreteniéndose en desplazar los pesos hacia donde conviniera para justificar la verticalidad. Tras unos meandros del barranco, se encontró ante una pared donde el hielo fraguaba en formas que tanto se rendían al capricho de las figuras imaginarias, como se laminaban entre los recovecos de la piedra y conferían a la roca los brillos que el barniz arranca a la pintura. Se demoró para admirar la belleza de la congelación de una cascada, y para adoptar las precauciones que recomiendan la sabiduría y el buen juicio. Asegurado por una cuerda que surgió de su mochila casi por ensalmo, conjuró el peligro de las superficies resbaladizas y superó el desnivel con menos esfuerzo del que había imaginado en una primera instancia.

No fue empeño sencillo vencer la pared de roca, donde se revelaba más valiosa la paciencia que la premura y el coraje, pero a la postre obtuvo la recompensa de coronar la cúspide de aquel obstáculo y enfrentarse a una pendiente que parecía carecer de fin. La nieve, ya lejos de la contención de las tierras bajas, se arremolinaba con las formas que habían trazado los ímpetus de la tormenta, y tanto fraguaba en una escultura de perfiles azulinos como se desvanecía en un éter que llevaba el fuego de la congelación al mismísimo corazón del espíritu. A veces el caminar era un mero desafío a la verticalidad, a veces el cuerpo entero nadaba en una especie de corcho pulverizado que carecía de las virtudes de la firmeza y la consistencia. Conforme ganaba la pendiente, su respirar se agitaba y se descomponía como es propio de los empeños desmedidos, no ya en obediencia al esfuerzo de la subida, sino por la dificultad de una nieve que se revelaba tan liviana y tan etérea, que a menudo se encontraba hundido hasta las rodillas, la cintura o hasta el pecho, sin que nada pudiera hacer para remediarlo, porque en un instante sentía el flaquear del suelo y al instante siguiente se descubría inmerso en aquel océano de polvo baboso y frágil. En algunos tramos las copas de los árboles destacaban sobre la blancura del terreno y advertían de la profundidad de la nieve, en otros se apreciaba la maraña de unos espinos que se hundían en el abismo de las profundidades.

Superado el último desnivel, y aún jadeando por el esfuerzo de su lucha contra las nieves inconsistentes, se enfrentó a una meseta eclipsada por la niebla. La temperatura de aquellas altitudes era tan baja que el aliento se convertía al instante en vaho solidificado. Fue preciso rebuscar en la mochila hasta encontrar los guantes y el gorro para cubrir la cabeza, que son los elementos imprescindibles para atajar el frío de las cumbres. También buscó el mapa y la brújula, para conjurar la desorientación de la niebla, pero pronto descubrió que la brújula era del todo inútil, porque su aguja giraba como poseída por el vértigo de los objetos sin norte. Anduvo hacia donde le aconsejaba el entendimiento y pronto atravesó una depresión que tras una leve subida lo conduciría a la máxima altitud de la montaña. A mitad del ascenso lo sorprendieron unas columnas de vapor que periódicamente escapaban de la tierra con un silbido ronco, y supuso que un torrente de aguas templadas se precipitaba por el interior de la montaña hacia las profundidades del subsuelo. Por efecto de las diferencias térmicas se producía un humo de condensación que escapaba hacia la superficie a través de mil grietas y fisuras.

Sus aspiraciones de alcanzar la cumbre se malograron en cuatro ocasiones, porque la niebla convertía el paisaje en una permanente repetición de sí mismo. Aunque encontraba elementos diferenciadores que sugerían una u otra dirección, apenas avanzaba unos pasos cuando todo se confundía de nuevo en la blancura que eclipsaba los colores y desleía los perfiles en una misma sombra. Por fortuna, la perseverancia encontró su recompensa y por fin alcanzó la cumbre, tal como mostraba el vértice geodésico que establecía las coordenadas y la altitud de su conquista. Sin pérdida de tiempo, comió algo para recomponer las energías perdidas. Poco, para evitar la pesadez de las digestiones copiosas, y rápido, porque no conviene malgastar el tiempo que transcurre en la montaña. Antes de abandonar la cumbre, y como si el destino premiara su atrevimiento, se abrió la blancura de la niebla y pudo divisar los campos de cultivo, las apretadas casas del pueblo, y aún otras montañas y otros valles que se confundían en la distancia.

Contemplar los paisajes que se divisan desde la cima es una tentación que conviene someter a los dictados de la prudencia, porque más de una aventura se ha tornado en tragedia por descuidar el celo en la holgura de los tiempos de bajada. Sin contar con los pertrechos adecuados, la noche en la montaña muda en breve de la feliz contemplación de las estrellas al peligro de los fríos desgarrados, y lo que sobre la falda de la montaña es un regocijarse con el espectáculo de los cielos nocturnos, en la cumbre se convierte en temeridad que pone en riesgo la supervivencia. Una tormenta inesperada, un descenso térmico o un viento cruel, y todo se trastoca en peligros y vicisitudes sin cuento.

Así advertido por la experiencia, el hombre se apresuró en la bajada a través de un barranco que discurría hacia la vertiente este, y casi inmediatamente se adentró en las espesura de un bosque de coníferas que, si al principio adoptaron la uniformidad del pino negro, pronto se adornaron con una variedad de abetos, enebros, y algún cedro que más parecía plantado a propósito que surgido por la bondad de la naturaleza. Halló cornamentas de ciervo, revolcaderos de jabalíes y excrementos de zorro, fácilmente distinguibles porque estos animales gustan de aliviarse en cualquier altura, ya sea una piedra, un tocón podrido o una roca que sobresale al paisaje, como si el alivio en llano supusiera una afrenta o una malquerencia de la especie. La luz del atardecer convertía la nieve en una amalgama de ocres y anaranjados.

Con las primeras sombras del valle, el hombre alcanzó una pista que habría de conducirlo hacia el pueblo. En los mapas figuraba como carretera secundaria, pero en algunos tramos el asfalto había desaparecido para dar lugar a un revuelto de gravillas alquitranadas. Caminó en silencio, disfrutando de unos rayos de sol que languidecían en el declive de la tarde. Esporádicamente descubría placas de hielo que se disimulaban entre la maleza de las cunetas y que a veces invadían el camino. En otras ocasiones, un frenesí de barros se adhería al calzado y multiplicaba hasta la exageración el peso de las botas. Puntualmente, el camino desaparecía bajo un mar de piedras, y observando las penumbras de la montaña se descubría un marasmo de árboles arrancados por la furia de los aludes. Todo parecía entonces un despropósito de tierras retorcidas, de pájaros muertos, de lombrices abrasadas por el sol.

El camino serpenteaba junto al pie de la montaña y las luces del pueblo brillaban en la lejanía, cuando el sol se ocultó tras unos promontorios y lo invadieron las penumbras del crepúsculo. En algunos tramos, las manchas de hielo de la cuneta invadían la calzada. De repente, el hombre resbaló y quedó tendido en el suelo, en una postura forzada y un tanto grotesca. Para su infortunio, este percance muy pronto se le rebeló como la avanzadilla de otros muchos incidentes propiciados por los peligros del camino. Siempre amparadas por las penumbras, las placas de hielo surgían de la nada de la oscuridad, y lo que en principio era el epílogo de un día amable, pronto se le reveló como la última dificultad que habría de salvar antes de concluir la jornada.

La llegada al pueblo se retrasó por el impedimento de los hielos del atardecer, de modo que cuando el hombre alcanzó las casas del pueblo las estrellas ya brillaban en el cielo. Tras un entramado de callejas donde se había sembrado sal para tornar las aguas a su estado líquido y facilitar así el paso de los vecinos y las bestias, se detuvo un instante para concluir su aventura con unos segundos de sosiego. A su espalda, la luna iluminaba la montaña.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 8 de noviembre de 2013

Cuento sin nombre

A una amiga erudita


Lo terminé muy rápido, casi en el tiempo mínimo de dejar correr la escritura y permitir que fluyeran las páginas. Me gustaba su ritmo y la trama, el modo como se ligaban las escenas y el vocabulario que había empleado en su redacción. Quizás no colmaba todas mis aspiraciones, pero después de leerlo por segunda vez despertó en mí una intriga que también supuse válida para el lector. Como siempre, me dije que en realidad apenas importaba el público. Un engaño demasiado ingenuo, porque nadie se entretiene en redactar una historia que ya conoce en su imaginación, a no ser que pretenda un beneficio o simplemente desee compartir ese pequeño destello de su mundo interior, lo que a la postre también constituye un beneficio. Acaso los hombres vulgares necesiten convencerse de que están llamados a algo más. Un afán de trascendencia, supongo.

El cuento me gustaba. Tenía un héroe bajo la lluvia y un carromato que era cárcel para una veintena de presos. Gentes grises y de apariencia triste que se dirigían hacia un destino terrible. Algunos llevaban cepos en los brazos o pesados lastres que impedían su movimiento, otros estaban atados a los barrotes del carromato, la mayoría se hacinaban en un espacio insuficiente para tanta miseria. El territorio era fronterizo y se limitaba a un lugar en el pasado, sonaban vientos de conquista y de armas cuyo fragor perduraba en el eco de los bosques. Los cuervos inundaban el cielo sobre los campos de batalla recientes, donde los heridos suplicaban por una piedad liberadora y los muertos impregnaban el aire con su dulzor. Había pretendido documentarme sobre distintos pasajes de la historia, porque en mi imaginación flotaba un personaje que no conseguía ubicar en ningún tiempo, un personaje cruel, como se espera de un villano perdido en las edades antiguas, cuando los modos y costumbres eran tan distintos. El personaje había surgido sin rostro, oculto por una máscara de oro que era emblema de su poder y signo de su crueldad. Supuse que ocultaba una mutilación que inspiraba espanto, quizás lepra o algo peor.

Por azares de la necesidad, el héroe trabó compañía con otro menesteroso que viajaba acompañado de su hermana, tan bella que era fácil imaginar las razones de su cautiverio. Pronto se despertaron las simpatías del héroe, que casi inmediatamente quedó embrujado por los ojos de la bella, de color azabache y con un destello de fuego en la mirada. Todos los presos que viajaban en el carromato cárcel, empapados y retozando en un revuelto de barros, olían como se presume de reos abandonados a la adversidad, excepto la bella, que aparecía envuelta en un aroma de lavandas imposible allí, entre la hojarasca fermentada que inundaba el piso del carromato. El héroe se enamoró en un instante y fue para siempre.

Aprovechando una suerte que le brindaría protección, el menesteroso hermano de la bella se ofreció como sirviente. El héroe lo miró despacio, buscando utilidad a tan generoso ofrecimiento, y consideró que sería como en tantas otras historias donde el sirviente complementa al protagonista con ingenio y prudencia, cualidades alejadas de la heroicidad pero igualmente útiles. También pensó que aquel hombre de físico frágil se envolvía de una apariencia letrada, y que quizás incluso supiese escribir, una cualidad siempre útil. Su insignificancia para la lucha se compensaría con otras virtudes que aportarían un contrapunto de astucia en las empresas más descabelladas. Donde él decidiera enfrentarse a lo imposible, el sirviente se demoraría en otras alternativas desapercibidas, cuando optase, en uno de sus arrebatos de valentía, por empuñar las armas y adentrarse en los infiernos, el sirviente impondría luz a la ofuscación y señalaría el camino hacia la victoria. Aceptó su ofrecimiento y compartieron las desventuras del carromato. Después, nuevas penurias y algunos episodios de peligro ante los guardias los convirtieron en inseparables. El sirviente parecía despierto y facilitaba la vida del héroe, así que éste se dejó servir sin más recelos.

Todos los días llegaban nuevas caravanas de apresados y todos los días se repetían los ajusticiamientos en el patio del castillo. Al principio, el héroe, su sirviente y los restantes reos, incluida la bella, pensaron que habría algún modo de escapar al suplicio. Quizás una confesión, una renuncia pública o una prueba de irrefutable inocencia. Entre las ratas y los excrementos, en los rincones orinados de la mazmorra, se susurraban aterradoras historias de indultados que salvaban la vida sólo para regresar y dar fe de los horrores vividos, con detalles que se repetían en la umbría de las celdas, para trastorno y locura de los condenados. En el caso de la bella, la murmuración y el rancho agusanado avivaron su miedo hasta el punto de que enfermó de terror y el olor a lavandas se enturbió con un efluvio áspero. Sólo entonces reaccionó el héroe, cuando sintió en peligro la felicidad de su amada, según confesó después a su sirviente. Concibió un plan de fuga y pensó en escapar en la impunidad de la noche, pero la guardia se doblaba en esas horas y los perros corrían libremente por los túneles. Eran perros enormes, entrenados entre los lobos de pelo negro y reconocidos por su ferocidad, que sólo respetaba la vida de su adiestradores. El héroe desistió porque le inquietaban los lobos y porque su sirviente lo convenció de que era una pésima idea.

Pronto surgieron las complicaciones en las mazmorras del castillo, cuando otros reos intentaron imponer sus leyes y molestar a la bella que olía a lavanda. El héroe pensó en enfrentarse a todos y arrancarles una disculpa a golpes, porque podía hacerlo y no tenía más luces para pensar en otra alternativa, pero su sirviente lo convenció de que era preferible esperar un poco, para enfrentarse a la venganza sereno y saborear la victoria con la cabeza despejada y así recordarlo mejor. El héroe apretaba los puños y transigía en esperar otra ocasión. Por sugerencia de su sirviente, propició algunas disputas que mostraron sus cualidades e impusieron respeto entre sus iguales de cautiverio. Saltaba, corría, amagaba sus golpes, y el adversario, siempre enorme y especialmente diestro en la lucha, caía fulminado por la incontestable superioridad del héroe, que perdonaba en el último instante, como muestra de generosidad. En una ocasión, ofuscado por las penurias, se mostró especialmente violento y asió la garganta de quién lo había desafiado mirando mal a su amada. Un individuo grosero que reparó en las formas de la bella al trasluz de una estrecha rendija iluminada, y sintió que hervía su sangre y allí mismo podría aliviarse sin más que dar rienda suelta a su deseo. No pasó desapercibido para el héroe, que inmediatamente saltó sobre él y se dispuso a vengar la ofensa. Un instante antes de que sonase el chasquido de los huesos al romperse, cuando ya los ojos de su adversario se apagaban entre las nieblas, la bella se estremeció y solicitó clemencia para su ofensor, por evitar otra muerte.

Escribí el desenlace y el final estimulado por una euforia que trascendía a los detalles de la escritura. La narración era limpia, los párrafos se mostraban mejor hilados y las descripciones parecían más luminosas, o al menos así se me antojó en una primera impresión. El héroe, su sirviente, la bella, el tirano y los guardias ocupaban su lugar en el escenario del castillo, la lluvia incesante, los relámpagos sobrenaturales y los truenos próximos conformaban un escenario ajustado al sentimiento que pretendía despertar en el lector. Me satisfizo el punto final y releí el cuento con indudable placer. Dos veces, hasta que tras corregir algunas palabras que destacaban por su imprecisión, lo estimé concluido y me abandoné a un bien merecido descanso. Soñé con tempestades marinas y con lavas que arrasaban una montaña sagrada. Desperté empapado en sudor y supe que algo desmerecía en la historia, detalles que escapaban a mi supervisión y convertían el texto en irrelevante y frágil. Comprendí que padecía la ceguera del autor y que esta afección me convertía en un crítico inválido para juzgar mi propia obra. Supe que debía buscar una opinión externa, alguien que tras cada frase no vislumbrara todas las frases que pudieron ser y no fueron, que mantuviese en su mente la disposición de la obra como siempre sería y que no divagara entre alternativas que solo pertenecen al sentir del artista.

Auxiliado por una amiga erudita, reescribí algunos fragmentos que contradecían la época donde se situaba el argumento o las corrientes dominantes de aquel tiempo. Personajes que pensaban como se pensaría siglos después y alguna otra discrepancia cronológica que no viene al caso. También me asesoré sobre elementos arquitectónicos y algunas anacronías que con las precisiones de mi amiga quedaron fuera de contexto y francamente desautorizadas. El utillaje doméstico y los hábitos de la época también demandaron alguna enmienda, nada que no tuviera acomodo en el cuento. Sustituir una frase por otra, una palabra en el caso más sencillo y en el peor la tachadura que redime todos los errores. Mi amiga también comentó que el cuento aún no tenía título y señaló la primera línea, el lugar donde destacaba habitualmente separado por un espacio en blanco. En este caso lo había dejado vacío, solo porque la lectura no me inspiraba nada que aglutinase el conjunto en una sentencia de mi agrado. Cuando pensaba en el título del cuento, se abría un vacío que eclipsaba todas las palabras. Mi amiga me ofreció varios nombres posibles, pero ninguno me pareció suficiente. Unos por relamidos y otros por insulsos, los deseché hasta que un gesto severo me advirtió que el cuento era responsabilidad mía. Nos despedimos cariñosamente y decidimos acordar una nueva cita, porque nos gustaba compartir la vida encontrándonos ante una taza humeante o saboreando una cena inolvidable. Después paseábamos por los alrededores del puerto o por un barrio recién descubierto.

Regresé a mi trabajo en el cuento y comprendí que cada cierto tiempo, siempre de modo imprevisto, los carceleros irrumpían en las celdas y arrastraban a una decena de condenados que no volvían jamás. Después, otros muchos condenados llegaban desde confines distantes, en carromatos que chirriaban bajo la lluvia y que avanzaban fatigosamente a través de caminos casi impracticables. La bella enfermó de tristeza por convivir entre la fealdad y el héroe enloqueció de amargura. Desesperado, recurrió a su sirviente en busca de una estratagema para huir, vencer al tirano y salvar a la bella. El sirviente no le prometió nada, pero indagó entre los carceleros hasta saber que jamás se romperían sus cadenas, forjadas con magia negra y los mejores hierros. También supo con una cierta certeza que el héroe ya estaba escogido para la siguiente ronda de condenados y que los restantes reos lo serían en cualquier momento, aunque se ignoraba cuándo. El sirviente se acurrucó en un rincón, con las piernas recogidas y la espalda apoyada en una columna, y pensó en cómo anticiparse al tormento del héroe y burlar al destino. Un prisionero de rostro tatuado y sólo cubierto con un rastro de tela abandonó las sombras del calabozo y le ofreció una muerte fingida que podía ayudar a su causa. Un preparado de hongos y tierras arcillosas, guardado en una pequeña bolsa oculta entre unas irregularidades del muro, que servía para inducir un denso sopor. Los guardianes evitaban rematar a los moribundos, así que quizás fuese una estratagema válida. Sólo restaba que el héroe ingiriese tierra de hongos antes de enfrentarse al suplicio.

El héroe mostraba un carácter extraordinario y sabía ocultar el dolor bajo un silencio implacable. En la primera versión, sus gritos llegaban hasta los calabozos y los condenados asistían al sufrimiento de quien consideraban irreductible, pero mi amiga señaló que en las mazmorras no se habían escuchado los gritos de los otros condenados y que la valentía del héroe no sería tanta si gritaba con más ímpetu que sus compañeros de tormento. No quedé convencido, pero mi amiga siempre destaca por la sensatez de su juicio. Asumí que el patio del castillo, donde se ajusticiaba a los reos, quedaría lejos de las mazmorras, quizás ubicadas en los sótanos, y que mediaban demasiados muros de piedra como para que el sufrimiento de los moribundos sobresaliese a otros murmullos más próximos. Consentí en condenar al héroe a uno de esos terribles castigos corporales que prolongan la agonía e ingenié varios tormentos que se le aplicarían en los establos o las cocinas, antes de entregarlo a sus últimos verdugos. Ninguno sirvió a mi causa porque, más allá del sufrimiento, el personaje debía sobrevivir hasta alcanzar el instante decisivo, en el patio del castillo, cuando el tirano aparece bajo el umbral de una ventana, iluminado por el fuego de las hogueras que consumen a algunos de los condenados. Tras su máscara de oro, el tirano esboza una señal al verdugo, que se dirige hacia el héroe, inmóvil entre dos postes que separan sus brazos y sus piernas y lo mantienen aspado, para que no pueda eludir el castigo ni sustraerse al dolor. El verdugo toma un látigo de colas, pero a una indicación desde la ventana lo sustituye por otro de nervio de toro, mucho más cruel, que alcanzará fácilmente el hueso. Sólo será el principio, después se emplearán herramientas aún más dañinas.

El destino parece trazado cuando el héroe alza la vista al cielo. Los primeros golpes del látigo de nervio de toro fueron enloquecedores, la piel saltaba desprendida con un restallido de fuego y una sangre escarlata corría por la espalda del reo. Lentamente el héroe siente que el sabor de los hongos y la tierra aplaca su tormento con un regusto de lavandas que simboliza su amor por la bella. Se conforta con su presencia invisible mientras los verdugos se mofan de su dolor, siente la vida escapar y se abandona a una niebla vacía. Pronto solo escucha el restallar del látigo y huele la carne quemada de las antorchas humanas que iluminan el patio del castillo. Cuerpos abrasados, retorcidos en posturas grotescas, carbón y ceniza que lentamente se amontona a los pies del fuego. También incluí prisioneros crucificados, que esparcían el terror con los gritos de su paciente y dolorosa espera, vírgenes descoyuntadas en el potro y jóvenes sometidos a una lenta sierra que prolongaba su tormento más allá de la agonía. Confiaba que una imagen de suplicio colectivo fuese más inquietante que la de un tormento individual, pero no me gustaba demasiado este pasaje porque para mí olía a incienso y a cirios santos. Nunca he sido partidario de permitir que las vivencias del autor transciendan a su obra, aunque supongo que es un destino inevitable. Recuerdo que modifiqué varias veces ese fragmento, para limpiarlo del regusto sagrado, pero sospecho que lo conseguí sólo en parte, porque me vi obligado a mantener varias palabras en el texto, y se sabe que las palabras encauzan el pensamiento y limitan las ideas.

Me agradaba salvar al héroe sometiéndolo a un desvanecimiento tan profundo que se confundiera con la muerte. Tuve cuidado de que no expirase, procurándole heridas definidas y limpias, no demasiado profundas, para que las aguas azufradas y el oportuno cauterio alejasen la podredumbre. Me recreé en los brillos de la sangre para que su inconsciencia convenciese a sus verdugos, y permití que soportase los últimos golpes ya totalmente inánime. El tirano ordenó suspender el castigo, porque sin gritos ni súplicas se convertía en un espectáculo sin brillo, y permitió que unos soldados retirasen el cuerpo vencido del héroe y lo arrojasen a un carro donde pronto se amontonaron otros difuntos. Despertaría horas después, en una fosa común donde se hacinaban los cadáveres, junto a una ciénaga próxima al castillo, que servía para que las alimañas del bosque devorasen los restos de los condenados. Insistí en restos, porque pocos cadáveres llegaban a la ciénaga de una sola pieza. Lo usual era un amasijo de carnes maceradas y huesos descoyuntados, en lo que preferí no extenderme demasiado, por ser desagradable y por lo fácil del recurso. Liberé al héroe, aparentemente muerto, y me reservé el resultado de la confrontación con el tirano hasta el último párrafo, donde todo se cerraría para otorgar comprensión a la historia. Luego supuse que antes debería alejar a mi héroe y permitirle un descanso para sanar sus heridas. Con estos propósitos, consentí en que unos soldados guiasen el carromato hasta la ciénaga, donde vaciaron los despojos sin ningún miramiento, solo con el asco que inspiran las carnes desfiguradas. En ningún instante me entretuvo el título pendiente, no porque desestimase los consejos de mi amiga, sino porque parecía irrelevante.

Pensé un sortilegio para el desenlace, una puerta oscura que se abriese o algo así, porque ese final tiene su audiencia y no me desagradaba más que otras opciones. Desde el primer instante consideré que rompía el curso lógico de los acontecimientos y que no era la conclusión adecuada a mi historia. La trama se había mantenido de un modo coherente mientras presentaba al héroe, a su sirviente ilustrado y a la bella, mientras me entretenía en describir las penurias del calabozo y planeaba cómo burlar al verdugo, así que un final mágico se me antojaba apresurado. Confieso que me tentó prolongar la narración hasta que se me abriesen otras posibilidades, pero la experiencia que otorga una práctica muy larga me aconsejaban evitar las dilaciones y simplemente reescribir el final. Lo rehice dos veces, hasta que lo estimé en consonancia con el resto del relato. La máscara del tirano, dorada, con tracerías que anticipaban formas turbias, se afirmaba en mi imaginación cuando recorría los compases finales de la escritura. También deseché un par de títulos que surgieron mientras reescribía la última página, porque me perecieron demasiado tibios. Necesitaba algo rotundo, definitivo, mínimo pero suficiente para atrapar al lector con su sola mención, algo que suscitase una cierta avidez.

Me olvidé del título algunos días y puse el cuento en barbecho en el fondo de un cajón, porque este es el modo más efectivo de revitalizar una idea. Disfruté de las noches de verano con los amigos, envuelto en el olor de los jazmines y abandonado a los frescos vahos de la madrugada. Sentía el pulverizado del mar en el aire, con su olor de viajes lejanos y el regusto de la infancia. Veladas casi perfectas, que se arropaban con el entretenimiento de algún juego de azar o frente a un tablero de ajedrez, donde me precio de derrotar a mis adversarios tras unos pocos movimientos. Reconozco que ninguno de mis contrincantes conoce las aperturas esenciales o el arte de las celadas, saberes adquiridos tras el estudio de los grandes maestros, de quienes me valgo para sobresalir e imponer a mis iguales una fulgurante derrota. También me entretuvo la caza con perros y la pesca de litoral, aficiones que me vienen de antiguo y que practico en cuanto se me presenta la oportunidad. Soy torpe en estas lides, lo que en parte compensa mi fortuna en otros lances que acaso requieran menor destreza y mayor ingenio. Pasear por las riberas del río e inspeccionar los sedimentos entre las cañas, actividad que a veces me proporciona huevos de pájaro o hierbas que servirán para especiar los ambientes, ocupó buena parte de mi tiempo, en especial las mañanas. Pronto se extinguió el verano y regresé al cuento, esta vez buscando un título desde la primera línea.

Concluí la lectura del manuscrito y comprendí que no mantendría el final de la puerta tenebrosa. Decidí que lo cambiaría más adelante y me concentré en sentir la lectura, que me pareció difusa y turbia, como si no acertase a distinguir los detalles. Regresé a los primeros fragmentos, cuando los hombres grises, encarcelados bajo la lluvia del carromato convertido en prisión, viajaban hacia el castillo entre lamentos y súplicas de indulgencia. Las culpas eran tan variadas como ficticias, sólo atribuibles a la sed de venganza con que los vencedores concluyen sus campañas guerreras. Eludir un diezmo sobre el trabajo, sustraer miel de las colmenas del señor, oponerse al capricho de los guardas o simplemente ser grotesco y despertar la burla, garantizaba plaza en alguna de las muchas caravanas que recorrían los bosques y las aldeas. El héroe viajaba en el fondo del carromato, sujeto por un cepo al cuello que lo convertía en obediente y sin ambiciones de huida. Aún ignoraba su carácter de héroe, pero tenía buen corazón y era valeroso. Los soldados lo consideraban un campesino más, de los muchos que atrapaban en sus incursiones. Esposas, hermanos, hijos de combatientes tal vez, a los soldados no les importaba demasiado, porque a la postre solo servían a su señor y al espíritu de la guerra. El barro era omnipresente y un olor a musgo impregnaba el bosque de aromas húmedos.

En el siguiente encuentro, mi amiga me preguntó de nuevo por el nombre del cuento. Confesé que no lo había decidido aún y me recordó que el título era de suma importancia. La puse al tanto de mis novedades y pareció decepcionada. En mis descripciones y en las aventuras de los personajes no encontraba nada que unificase la trama y me orientase en la elección del título. Aseguró que había alcanzado mayor definición y le pareció acertado que me demorase en la llegada de los reos al patio del castillo, con sus escaleras de piedra y sus guardas en las almenas, que ejecutaron a un prisionero por ofrecer resistencia a sus órdenes. El infeliz murió ensartado por una de esas extrañas lanzas que usaban los guerreros del tirano, armadas con filos que abren heridas terribles, de las que jamás se regresa. La herrumbre de los barrotes, tanto del carromato como de las mazmorras posteriores, y el minucioso recrearme en las vestiduras de los presos y los correajes labrados de sus custodios, fueron del agrado de mi amiga, que se despidió con la recomendación explícita de que encontrase un título para el cuento, porque no era admisible que aún no tuviera nombre.

Volví sobre el cuento tantas veces como mi amiga insistió en que encontrase un nombre. Lentamente se concretaron las estancias del castillo y las aventuras del héroe y su sirviente. Las antorchas de los corredores y el olor de la piedra de los muros se adornaron con una infinidad de detalles que aumentaban su credibilidad y los hacían más presentes, más visibles, como si mis esfuerzos otorgasen rigor a los distintos motivos de la narración. Pensé en linajes que prosperaban entre el halago de sus súbditos, en circunstancias neblinosas que incrementaran el suspense, quizás en brujería e invocaciones prohibidas. Con el flamear de las antorchas, con las cortinas que pretendían disimular un frío que apresaba el aliento y entumecía el valor. Atento a los planes de su sirviente, el héroe escapaba a las peripecias de las mazmorras y lentamente se dirigía a su destino. No encontré el nombre en estos fragmentos. También busqué un motivo en los pasajes referidos a la bella. Las cejas esculpidas en la porcelana de su rostro, los labios heridos por un sedimento de tristeza, y los pies descalzos sobre el infame piso del calabozo solo me proporcionaron vagas asociaciones de palabras sin brillo, insuficientes para la excelencia pretendida. Elaboré una larga lista de frases afortunadas, de metáforas escogidas, de figuras poéticas que podrían servir. Lentamente las fui tachando, conforme las descubría ostentosas o malsonantes, hasta que la lista quedó vacía y yo perplejo ante una hoja emborronada. El cuento se resistía a mostrarme su nombre.

Un viaje con mi amiga me devolvió a las delicias del mundo y me hizo vivir entre palmeras y placeres exóticos. Un crucero inolvidable, en un barco de vela latina que contratamos para saborear los matices del atardecer. Escuchábamos los murmullos del río durante la noche, con sus chapoteos misteriosos y las ranas que croaban entre las aguas someras. Me recuerdo sentado sobre la amura de estribor, bebiendo una de esas bebidas indefinibles, orgullo de los nativos y arrepentimiento de quienes alardean en las tabernas. Mi amiga insistía en comentar algunas peculiaridades del personaje del héroe, siempre asistido por su fiel sirviente, que ganaba las confianzas oportunas y los conocimientos necesarios para acometer la más osada de las empresas. Me sugirió también que aprovechase el carisma del tirano, que por su crueldad, por las artes oscuras que se le atribuían y por la relevancia de su máscara dorada, se convertiría fácilmente en el alma escabrosa de la historia. Ante los esclavos próximos a la ejecución, sus ojos podrían adquirir un fulgor que sobrepasara a la máscara y envolviese todo con el halo de la malignidad. Lo deseché por artificioso y manido.

Se sucedieron las citas con mi amiga y en todas me recordó la urgencia de encontrar un nombre para el cuento. Yo me entretenía en comentarle mis sucesivas mejoras y en agradecerle su colaboración, tanto para la trama como en el estilo. En mis últimas revisiones me demoraba en las junturas de la piedra y en el verdín de los muros, en el olor a humo que persistía más allá de los hachones de luz trémula y desgastada por la rutina de los usos. Todos nuestros encuentros, todas las novedades y noticias del mundo concluían de igual modo para mi amiga, con la necesidad de un título que atesorase las esencias del relato. Poco importaba que languideciese el genio del sirviente y se malograran los sucesivos planes de fuga. Desestimó igualmente el soborno sin fruto que enriquecía a un carcelero vil, los pescadores con sus barcas podridas e imposibles de gobernar, las monturas que malograrían la fuga porque eran más pencos que corceles. Ni siquiera le importó que los guardias del tirano azotasen a la bella como escarmiento y castigo a su pureza. Reconozco que me incomodó tanta intransigencia, porque me había esforzado para que la bella mostrase un fulgor puro y diáfano. Sobreponiéndose al propio ocaso, me recreaba en imaginar que el héroe renacería con una arma para continuar su lucha.

Durante un tiempo creí que el cuento tendría título. Me esforcé porque cada paso del héroe se ajustase a las directrices del sirviente y las humillaciones de la bella resonaran entre los pasadizos del castillo, pero mi pensamiento se resistía a proporcionarme un nombre común que lo acrisolara todo. Soñé con los pasajes finales muchas veces, cuando el héroe, ya rescatado de la ciénaga y repuesto de sus heridas, accede a los aposentos del tirano a través de una cámara secreta y se acerca al lecho donde duerme. De repente me encarno en el héroe y me aproximo a mi víctima, que ahora me parece un hombre sencillo, como tocado por la vulgaridad, un gesto que mi amiga agradece y alaba porque estima que este rasgo añade brío al desenlace. El título continúa ignorado, aún cuando el puñal se alza y el aire se estremece con el revuelo de la lucha y el olor de la sangre. Conforme se extinguen los días, el cuento gana en carácter y mis personajes escapan a su contención. Tras cada encuentro con mi amiga vislumbro al héroe escapando entre los cadáveres de la ciénaga, oculto por tinieblas que lo salvan de miradas rapaces. Le pregunto su nombre e intenta responder, pero está enmudecido por el silencio de la supervivencia. Aunque mi amiga me alivia con prédicas bien intencionadas, el título permanece esquivo y su insistencia alimenta mi desasosiego.

Muchas noches discutimos por el final del cuento y su título. Recuerdo que mi amiga sonreía ante mi insistencia en los detalles macabros del suplicio, que rechazaba la salvación milagrosa del héroe y que se oponía a permitir la libertad de la bella. También censuraba la omnipresencia del sirviente tras las decisiones importantes, erigido en gran artífice de las esperanzas renacidas y los destinos burlados. Era como si el héroe no acertase a comprender su destino, como si la historia se deshiciera en el instante decisivo y una bruma desdibujase todas las formas. Hasta que el héroe se contempla a sí mismo, con las rodillas clavadas sobre el pecho del tirano muerto, con la hoja del cuchillo hundida en su cuello y la cabeza colgando inerte a un lado, casi desprendida del tronco por el furor homicida de la puñalada. Entonces me atrevo a imaginar que el héroe se incorpora y alarga la mano. Tocan sus dedos el rostro de oro que oculta la deformidad y siente un frío que precede a las últimas respuestas. Acaricia la nariz, los labios, las mejillas, piel dorada que oculta el mayor de los misterios y se adentra en la leyenda. Entonces, muy lentamente, el héroe retira la careta de oro y contemplo el semblante del tirano muerto. Mi rostro es su rostro, mis labios son sus labios, mis ojos son sus ojos, ahora los ojos desesperados del viajero que se enfrenta al final de su viaje. Siento un dolor en el pecho, profundo, inevitable, y sospecho que la dignidad de una obra reside en el título que la define, en la frase afortunada que otras voces repetirán ante la lumbre, durante los largos inviernos. Aspiro un aroma de lavandas, me siento arrastrado hacia una puerta oscura tras la que nada existe y comprendo que el nombre del cuento solo es una chispa en el vacío, el relámpago que me salva del abismo donde moran las palabras sin nombre.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 1 de noviembre de 2013

La presencia en el hogar

A todos los ausentes


Encendí las mariposas al oscurecer, recreándome en los nombres que había escrito en los discos de corcho, un rito que había seguido siempre, porque lo demandaba la tradición y por el sentimiento de cosa bien hecha que me confortaba todos los años. Dispuse las pequeñas velas cuidadosamente sobre el aceite, cuidando que permanecieran separadas entre sí y me abstraje en el baile de las llamas. Me distrajo una comparsa infantil que venía a entretener mi soledad y de paso obtener algún beneficio. Reconozco que solo los entendí al principio, porque se atropellaron entre gritos. Me convertí en la maestra que había sido toda la vida y les pregunte si deseaban una donación para comprar nuevas serpentinas o confetis para su fiesta. Me respondieron que sí, tan desordenadamente como antes, y me preguntaron si podían emplear el dinero en esas chucherías plásticas que huelen a pintura. No encontré inconveniente y contribuí a su causa con generosidad. Pronto desaparecieron en busca de otro vecino. Cerré la puerta extenuada, demasiado alboroto para mí.

En cuanto se fueron los niños con sus disfraces, regresé a la cocina y me preparé una infusión de hierbas. Utilicé azúcar morena porque me recordaba mi juventud en el trópico. Después avancé torpemente y me acomodé en un cuarto adyacente que utilizo para casi todas mis ocupaciones. En la mecedora y junto a la estufa me duermo pronto, así que me vislumbré en el cementerio esa misma mañana, caminando entre los nichos que esperaban su día grande. Muchas mujeres se apresuraban con bayetas y aguas claras, con flores limpias que barrían las hojarascas del otoño, con pulimentos para bruñir metales. Me gusta el cementerio antes del bullicio de los dolientes, mientras aún son posibles el respeto y la tristeza. Tiene un aire casi poético, que me incita a recordar los tiempos perdidos con un amargo dulzor que me conmueve brevemente.

Miré el reloj y supuse que mis visitantes llegarían pronto. Me entretuve con una revista de temas variados, ninguno interesante, hasta que por fin llegó Adolfina, con su abrigo marrón de siempre y un gorro que la hacía más joven. Le pregunté por los demás y puso cara de asombro, antes de asegurarme que estaban advertidos, aunque no imaginaba cómo llegaría Isidro, porque había encontrado una distracción relacionada con la caza y quizás mi llamada lo sorprendiera muy lejos. De los gemelos poco sabía, que andaban por ahí y también estaban avisados. El abuelo, como siempre, insistía en sus palomas y sus discusiones con el vecino. También me preguntó por mis padres, y le confesé que no podrían asistir. Me excusé con Adolfina por mi desconsideración y le ofrecí una taza de mis infusiones. Se disculpó amablemente y me confesó que ya no bebía nada. Se alegraba de que me hubiera acordado de ella en un día tan especial.

Julia e Isidro llegaron a continuación. Ella, con unas gafas de pasta negra, decidida y con ese humor inalterable; él, sumiso y obediente, como acostumbraba en presencia de su esposa. Tenían muy buen aspecto y los recordaba igual que una tarde que paseábamos por la alameda. Angelina y Jose Antonio llegaron mientras conversábamos en el recibidor, y nos reunimos todos en la alegría del reencuentro. Angelina era menuda y discreta, Jose Antonio grande, distinguido con un mostacho colosal que contrastaba con su calvicie y le prestaba una apariencia salvaje. Me confesaron que la taberna iba mejor y que vivían con una cierta holgura. Nos alegramos, porque después de tanto trabajar sin fruto ya era hora de un poco de fortuna. Apenas nos acomodábamos en la sala de estar llegaron los gemelos, alborotados por su adolescencia reciente, trastocándolo todo con sus bromas. Al enfrentarse al saludo del tío Jose Antonio regresaron a su edad de mozos aptos para la defensa. Nos acomodamos en la sala de estar, próximos a la estufa según la necesidad, y conversamos animadamente sobre lo que había sido nuestra existencia.

La abuela llegó tarde, con el cabello recogido en una cola gris y el ánimo apaciguado por la lluvia reciente. Colgó un impermeable azul en el perchero de la entrada y me saludó con un sonoro beso, como era costumbre en su pueblo natal. Miró a todos, se congratuló por encontrarnos allí reunidos y pidió disculpas por su aspecto. Se encontraba cogiendo caracoles cuando advirtió mi llamada, y había preferido ponerse en camino inmediatamente. También me reprendió por la escasa calidad de las mariposas, que ahora chisporroteaban con una luz insegura y triste. Cerró una ventana entreabierta y me recomendó que la próxima vez las alejara de las corrientes de aire. Le respondí que no habría próxima vez y permaneció pensativa, como si comprendiese que el tiempo también había transcurrido para mí. Se estabilizó la luz y la abuela se avino a sentarse con nosotros, entre los mellizos. La tía Angelina le preguntó como pensaba cocinar los caracoles y ambas se sumergieron en una divertida conversación sobre especias y sabores.

El abuelo llegó el último, envuelto en sus maldiciones habituales, esta vez destinadas a las mariposas, que apenas le habían servido para orientarse en el camino. Se encontraba en su taller cuando descubrió la luz y supo que se pondría en movimiento. Nunca le habían gustado las reuniones familiares, y menos ésta, que le parecía inútil, porque el destino ya estaba escrito y nada podía hacerse para cambiarlo. La abuela lo amonestó por su carácter huraño y le recomendó abandonar el taller al menos una vez a la semana, porque no era de recibo emplear la eternidad en deshacer un yunque a martillazos. El abuelo protestó sin demasiada convicción, porque el yunque estaba en su taller para eso y porque para un herrero el sonido del metal contra el metal constituye la más dulce de las melodías. La abuela lo amonestó de nuevo y el abuelo prefirió guardar silencio. Demasiados años de convivencia le advertían que era preferible mantenerse en un discreto segundo plano.

Alzando la voz requerí atención para agradecerles su amable visita. Adolfina murmuró, casi en un suspiro, que llegar era difícil por la oscuridad y el viento, pero ignoré su comentario. El motivo de mi convocatoria era cumplir una promesa, así que había invocado su presencia para satisfacer nuestro compromiso y por saber que fue de ellos, porque nunca más coincidimos en vida. Me parecieron desconcertados, acaso porque hubieran olvidado su promesa, y les recorde una cena lejana, cuando los mellizos tenían orden de incorporarse a su destino militar y partirían en breve. Cenamos todos juntos, en casa de los abuelos, para desearnos suerte ante los previsibles avatares de la guerra, y brindamos por reunirnos cuando remitiese la locura que parecía haberse adueñado del mundo. Nunca volvimos a encontrarnos. La abuela permaneció pensativa y el abuelo asintió con solemnidad. Jose Antonio intervino para señalar la conveniencia de cumplir lo prometido. Más locuaz, Julia anticipó que no revelaría sus secretos sin antes escuchar los míos. Esbozó un gesto que pretendía ser una indicación a que yo retomase la palabra, y su esposo Isidro admitió que la existencia es breve y se atiene a sus prioridades. Sin comprender muy bien a Isidro, que siempre me pareció ambiguo en sus intervenciones, y a quien nunca descubrí un pensamiento propio, admití que mi fortuna era modesta, apenas mantenida con un retiro estatal que, sin permitirme excesos, me proporcionaba una lánguida tranquilidad. De joven trabajé en varios países del extranjero y finalmente me había instalado en la ciudad, donde serví en una universidad importante. Ahora me entretenía con lo poco que viajaba y lo mucho que leía, siendo esta, la lectura, y las labores propias del hogar, lo que consumía la mayor parte de mi jornada. No me casé porque ni la oportunidad ni el amor salieron a mi encuentro, y porque nunca necesité tanto a un hombre como para soportar sus inconvenientes. El abuelo asintió y la abuela sonrió nuevamente. Los demás no opinaron, aunque concidieron en que sólo se vive una vez.

Como no podía ser de otro modo, Julia se ajustó las gafas de pasta y tomó la palabra para recordar aquella cena. Los mellizos habían recibido un telegrama para incorporarse a filas y los aires de guerra eran tan intensos que se presentía lo peor. No obstante, el abuelo y el tío Isidro, por entonces con cierta influencia en los mandos militares, habían conseguido que los adscribieran a un destino aparentemente seguro. Una de esas retaguardias donde la intendencia almacena los suministros que después partirán hacia el frente. La reunión de la familia era inevitable, para desear suerte a los reclutas y para confortarse ante un futuro sombrío, aunque en el pueblo no se adivinaban demasiados peligros. Me recordó que yo era muy pequeña y que me encontraba allí en ausencia de mis padres, que atendían asuntos urgentes en la ciudad. Los mellizos asintieron y la tía Angelina aprovechó para disculparse por todos y preguntar otra vez por mis padres. Confesé que al final gozaron de una salud frágil aunque estable, y que los visitaba a menudo y manteníamos una relación cordial. No habían tenido más hijos, por lo que mi compañía era insuficiente y se encontraban un poco solos, aunque se resarcían discutiendo por cualquier cosa, supuse que para conjurar el aburrimiento y porque en realidad se lo tenían todo dicho.

Recordamos el sabor de la sopa de la abuela y confesé que nunca había probado otra que me dejase mejor recuerdo. Uno de los mellizos contó la misma broma que contara entonces y el otro lo amonestó porque no era de recibo repetir la broma otra vez, aunque la original pareciese tan lejana. Jose Antonio reclamó moderación ante la intranquilidad de Angelina, que no veía con buenos ojos discutir en público. Impuesta la paz, los mellizos recordaron que habían empleado la tarde en reparar los gallineros y las conejeras del patio, para no sobrecargar a los abuelos con un trabajo excesivo durante su ausencia. El abuelo señaló lo baldío de tanto esfuerzo, y todos reímos porque pocos días después una bomba reventó las conejeras, el gallinero y la vivienda entera, que alcanzada en su centro estalló convertida en un revuelo de escombros. La abuela derramó una lágrima al recordar su hogar precioso, consumido por unas llamas tan voraces que fundieron la piedra. El abuelo negó con la cabeza, como lamentándose de una mala suerte muy antigua, y todos guardamos unos segundos de silencio en señal de respeto por las cosas que pasan.

Los mellizos recibieron la noticia de la muerte de los abuelos en el cuartel y tampoco tuvieron mucho tiempo para lamentarse, porque una avalancha enemiga los descubrió dormidos durante la guardia y los pasó a cuchillo sin que acertaran a defenderse. Aunque fuertes y con el brío de la juventud, poco importaban ante quien sabía impartir la muerte con destreza. Uno de ellos reconoció haber sentido el ataque, un golpe en la cabeza y un dolor en el pecho. El otro admitió no recordar nada, solo que escuchaba un búho lejano cuando se hizo el silencio. Rompió la abuela el duelo y nos devolvió a la realidad, al evocar el segundo plato de la cena, una fuente de embutidos de matanza reciente, suministrados por un amigo que criaba cerdos.

Julia e Isidro contaron con buena fortuna y durante algún tiempo medraron con el estraperlo. Recogían sus mercancías de noche, al abrigo de cualquier luna nueva que oscureciese los escondites de un bosque discreto, en camionetas llenas de géneros que cambiaban de vehículo con rapidez. Solo faros apagados y susurros para organizar las tareas. Julia vendía en la tienda e Isidro comerciaba con el excedente gracias a una amplia red de contactos. El principal proveedor era la intendencia del ejército, que siempre encontraba a quien sabía reconocer un buen negocio. Un chivatazo y la locura de la guerra los llevaron a la ejecución sumaria. Una desgracia solo atribuible al mal sino de los tiempos difíciles. Su historia era corta y triste, pero no se arrepentían porque fueron felices mientras vivieron aquella bonanza clandestina. Lo que sucedió al final tampoco importaba demasiado, aunque Julia se lamentó por su partida temprana, porque le hubiese gustado sentir la maternidad y gozar con el juego de un niño. Apenas su esposa concluyó sus explicaciones, el tío Isidro aseguró que no podía haber sido de otro modo.

El tío Jose Antonio mesó sus bigotes y se acarició suavemente la cabeza, calva y reluciente. Me pareció que tenía más ojeras y algo más de vidrio en los ojos. Admitió que había tenido suerte; las penurias empapan bien el vino y las cosechas fueron buenas. Para una taberna era lo fundamental. Medraron despacio pero con pulso y sobrevivieron a los peores años. Después los envolvió la rutina de una lenta mejoría que de repente se enturbió una mañana, cuando regresaba con unas botellas de la bodega. Lo venció un ahogo y el mareo. Se sentó en unos escalones para descansar, todo se oscureció y ya no recordaba más. Angelina retomó las palabras de su esposo, para titubear ante tan triste pasado y admitir que sobrevivió unos años más, que dedicó a vivir del arriendo de la bodega y a conversar con las amigas. Después tomó la mano de Jose Antonio, que añadió un poco de fuerza a la caricia de su amada.

Adolfina confesó que huyendo de la guerra se ocultó en tierras extranjeras, donde después de arrastrarse entre miserias encontró cobijo en un señor que la alivió durante algún tiempo. Le siguieron otros señores que también la aliviaron, hasta que se hartó de tanto alivio y buscó la clausura de unas monjas que habían roto con el mundo. Durante años escuchó voces de atrocidades lejanas y esperanzas sin razón, hasta que la desidia y el olvido le procuraron un mal que germinó en sus entrañas y la arrastró a la sepultura común, junto a otras hermanas más piadosas. Ni se arrepentía ni se dejaba de arrepentir; eso le había tocado y se conformaba con su suerte. La abuela sonrió, tampoco había sido tan malo.

El postre consistió en frutas confitadas y dulces de hojaldre, vino dulce y frutos secos entretuvieron la sobremesa. Brindamos como entonces y dimos por cumplida nuestra promesa de encontrarnos en el futuro. No renovamos nuestro voto porque sabíamos que sería imposible un tercer encuentro. Los hombres saborearon un cigarrillo y Julia y Adolfina también, acostumbradas por el contrabando y sus licencias durante el recogimiento de las monjas, respectivamente. Lo consumieron despacio, recreándose en cada bocanada, jugando con cada voluta y forma del humo. Nos entretuvimos con algunos recuerdos más, como la vieja letrina en el patio y el taller contiguo, o el pequeño huerto donde una vez se plantaron aguas de ensalada y de repente brotó un mar de vegetales. Hasta que el abuelo sintió que lo reclamaban su yunque y su martillo, y anunció su disposición a retirarse, porque era tarde y pronto nos sorprendería el alba. Además, añadió señalando a las mariposas de la cocina, su luz se apagaría pronto.

Me envolvió un revuelo de gentes apresuradas. Abrazos, congratulaciones por el reencuentro, buenos deseos y pronto me encontré de nuevo con Adolfina al otro lado de la mesa. Hablamos un rato más sobre los viejos tiempos, hasta que la mariposa de Adolfina tembló y me enfrenté a la última despedida. Adolfina agradeció la invitación una vez más, correcta y cordial, con sus frases de siempre, aunque sin excesos. Volvió a preguntarme por mis padres y le repetí que no habían podido asistir, precisamente porque aquella noche no cenaron con nosotros, y por tanto no estaban obligados por nuestro brindis. Se marchó con un beso, justamente antes de extinguirse la última mariposa. Quedé en pie, cansada y presintiendo la aurora. Flotaba un suave regusto al óleo de las mariposas.

Me retiré pronto a mi alcoba, antes de la salida del sol. No tuve inconveniente en dormirme rápido, aunque los pájaros ya rompían el alba con sus trinos. Me pareció percibir una presencia en el hogar, rumores en el pasillo, tal vez el comedor. Adolfina habría regresado por algo olvidado. Pensé en levantarme y ofrecerle mi ayuda, pero me abandoné a mí misma y me perdí en el sueño.


Blas Meca, con licencia Creative Commons