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viernes, 6 de diciembre de 2013

Beso tu boca

A mi amor, que brilla cada día


Los barcos sobresalían en el muelle, con sus mástiles de madera altísimos, alzándose como fantasmas en mitad del crepúsculo. Las gaviotas revoloteaban entre las últimas luces, me recreé en la escena un instante más y pensé en aprovecharla en mi pintura. Algunos marineros se divertían en una taberna cercana, en el paseo se apresuraban los últimos caminantes, los estibadores regresaban de cobrar el jornal y para festejarlo entraron donde habían entrado los marineros. Me había propuesto compartir el estudio y llevaba carteles anunciando el alquiler, así que decidí sumarme a la multitud por si encontraba a alguien que le interesase mi oferta. Sería una noche animada y quizás te presentí por un instante.

Apareciste entre la niebla, confundida con siluetas que se perfilaban más allá de la lejanía. Vi tu imagen tras el cristal y mi pulso se aceleró porque te encontrabas muy cerca. Después se abrió la puerta y entrastes envuelta en el frío de la noche, que se perdió entre las voces de la gente. Me giré y te encontré apartándote el cabello, se cruzaron nuestras miradas y presentí ese discreto tatuaje que te marca como diferente. También confieso que me atrajo ese regusto a hembra que bebe en mil puertos y frecuenta todas las tabernas. Supuse que a tu lado las dificultades eran seguras, los peligros muchos y las riñas inevitables, pero no me importó, sólo supuso un estímulo. Eras como un desafío, la luz que surge y nos descubre predestinados. Para mi tengo una disculpa razonable, porque buscaba una estrella ganadora, algo aplicable a tí, que entendí como una clara fortuna a mi favor. Pero la suerte no se encontraba de nuestro lado aquella noche. Te atrapó el bullicio y huiste entre amigos mientras te perdías entre las nieblas del puerto.

De repente mi existencia fue triste porque no estabas. Te busqué en vano durante los siguientes días. En el rompeolas del faro, durante el amarre de los barcos, junto a los puestos de fruta, más allá de las calles que se pierden en el pueblo, arriba en la colina. Salí a tu encuentro en los rostros desconocidos y te presentí difusa, flotando en la armonía del conjunto, como el aura de una presencia deseada. También te sentí en el claroscuro de la mañana, en el eco de una voz anónima, en el ruido de la calle y el silencio de un parque lejano. La luz se desvaneció más allá de los edificios distantes y seguí buscando tu ausencia. Resonaron otras voces e imaginé tu imagen perdida en la insoportable lejanía.

Una y otra vez volví a los mismos lugares, para interrogar a la gente, para buscarte tras cada vidriera empañada, para saber donde te ocultabas. Me dije que era una obsesión y me negué a esa locura por una desconocida. Creo que me desvanecí en el banco de un parque y desperté al amanecer, aterido de frío y murmurándote en mis sueños. Te soñé con un perro grande y fiero que paseaba a tu lado. El sol se ponía a tu espalda y eras como uno de esos contraluces de mis cuadros, caminando hacia un lugar fuera de mi alcance, hasta que el perro se distrajo con los rastros de la tierra. Esperaste hasta que concluyó tu paciencia y lo reprendiste con un gesto. El perro bajó las orejas, ocultó la cola y humilló la cabeza, en señal de sumisión a tu enojo. Sentí envidia del perro, porque estaba contigo.

Te presentí entre la bruma del mar y entré a uno de esos garitos donde flota el humo del tabaco. Te encontré tras una puerta entreabierta, preparándote contra el mundo, disfrazada de guerrera, con el maquillaje emborronado y el vago desaliento de la madrugada perdida. Te mirabas y veías los estragos del cansancio sobre tu rostro de luchadora. Creí morir en un instante, estabas ante mí, cansada y derrotada por la noche, pero dispuesta a empezar de nuevo. Rogué porque la puerta se mantuviera entreabierta y me permitiera contemplarte un segundo más. Quise que me vieras, sonreí y me devolviste la sonrisa. Por un instante te contemplé sobre aquellos tacones, finos como agujas, encaramada sobre tus pies y tan guapa. Aprovecha nena y cómete el mundo, pensé mientras te devoraba con la mirada. Después llegate hasta mí y nos presentó una amiga común. Me recreé en tus labios y en el fuego de tus ojos supe que perdería cualquier batalla. Conversamos toda la noche y te dije que era pintor y buscaba modelo. Después te fuiste y paseé por los cafés del puerto, buscándonte en los demás, embriagado por tu perfume que tanto me gusta y que el amor convertía en un elixir irresistible. Observaba las reacciones de los viajeros e intenté comprender el efecto que tu olor ejercía en mi espíritu. Mientras convivo con él no experimento nada pero cuando desaparece es como una falta en el aire. Me parece tan excitante que difícilmente podría resistirme a su embrujo, pero admito mi debilidad por tus olores.

De nuevo me sonrió la fortuna y te encontré en un callejón olvidado, después de todas las horas. Apenas podías caminar y te arrastré como pude, hasta que llegamos a mi estudio alquilado calle arriba, un lugar recogido, como corresponde a un taller de pintura. También yo había bebido demasiado, apenas pude lavarte y arropar tu cuerpo con unas sábanas. Al extenderlas sobre ti aspiré la fragancia de los membrillos que utilizo para aromatizar los armarios, y me felicité por aquella ocurrencia que había descubierto ojeando un libro de costumbres. Me sorprendió su eficacia, porque en las proximidades de mi sala de trabajo, el antiguo comedor de la vivienda, el aroma del barnir era tan contundente que enmarascaba los demás olores. Creo que tuviste fiebre, porque tu sueño fue intranquilo hasta que se fundió en la nada. Te velé observándote en silencio, abstraído en la ropa sobre su espalda, avivando el fuego de la estufa para que no te encontrase el frío. Recuerdo que te abandoné muy tarde, cuando parecías tranquila y el alba iluminaba las pizarras de los tejados. Te fuiste muy pronto, mientras yo aún dormía en la habitación contigua.

Volviste sin avisar, sólo llamaste al estudio y te ofreciste como modelo. También te interesaba el alquiler y habías pensado compensar una parte posando para mí. Apenas recordabas la dirección, pero la habías encontrado buscando por el barrio. Te dijeron que pagaba bien y era amable, que malvivía con lo obtenido en una taberna del puerto y que pintaba con más devoción que suerte. Necesitabas el dinero y alojamiento, hasta solventar unos asuntos privados que nada importaban, y deseabas posar cuanto antes. Me negué a tu insistencia con el pretexto de que tenía por costumbre conversar primero y dejar el primer posado para un tiempo después, a fin de que una tenue confianza aliviase los pudores iniciales. Insististe en que no te azoraba ningún pudor y me mantuve en mi negativa. Renocozco que me arrepentí inmediatamente de mi determinación, más loable que práctica. No quieras saber lo que pensé mientras te escuchaba distraído. Quise cómerte, béberte, fundirme conmigo en un sueño de amapolas y de higueras silvestres, que me despertaras al alba y avivases mi aliento con tus besos. Nada dije, sólo adopte una actitud profesional y atendí tu curiosidad lo mejor que supe, procurando que te sintieras cómoda, que saboreases el té y las galletas, que no escaparas para siempre y te perdieses en el olvido. No regateé el precio ni el horario o las condiciones menores del trabajo, sólo me esforcé porque te convenciera mi seriedad y desechases tus temores. Algunos lienzos parecieron gustarte, lo que complació mi estima y estimuló mi esperanza. Comentaste sobre el color, las penumbras, la cualidad de la pincelada y otro sinfin de aspectos más propios de los tratados de arte que de la chispa que precede a la obra, normalmente ajena a las consideraciones críticas. Éstas llegarán después y mostrarán un universo de facetas desapercibidas para el creador, que se limita a canalizar una fuerza que surge del alma y se materializa sobre el caballete.

Llegaste al día siguiente, a la hora convenida, y te detuviste ante el edificio. Supongo que te impresionó su aspecto, además del olor a pescado que inunda todo el barrio. La construcción era antigua, revestida de esa pátina rancia que según tú le otorga distinción y para mí sólo es un indicio de decrepitud. Empezando por ese portal infame donde orinan los borrachos y las prostitutas alivian a sus clientes, y continuando por la escalera de tablas polvorientas que crujen a cada paso y son el dominio de tres gatos que comparten territorio. El estudio era diferente, más ordenado, más pulcro. Una asistenta, pagada por el propietario, un pariente lejano, se ocupaba de que mi desorden no invadiera todo el espacio. Te gustó que hubiese libros, muchos libros, repartidos por todas las habitaciones. Los marcos de las puertas eran verdes, las librerías de madera pálida, pero la sensación era de policromía, porque los bordes de los estantes se ocultaban entre los lomos de los libros, pulcramente ordenados según fichas y esquemas que figurarían en algún archivador oculto. La iluminación era tibia y suficiente, permitida por las puertas, que sólo eran de madera en su mitad inferior, reservando su otra mitad al cristal traslúcido. El resultado era que la puerta destacaba con un alegre verde que esparcía luz suficiente hasta el atardecer.

Convinimos que esperaría en la habitación contigua hasta tu señal, mientras preparaba unos tonos de color que ensayaría después. Te desnudaste muy rápido, pronto estabas preparada y entré para iniciar el boceto. Te presumía incómoda por ser la primera vez que posabas para mí, y me había esforzado en que todo fuese profesional, aséptico, limpio. El diván donde yacerías durante horas, el espejo que te reflejaba en la penumbra, las sedas que enturbiarían tu cuerpo. Empecé a copiarte de espaldas, había algo en ti que avivaba mi pasión por la pintura. Tus curvas, no sé, eran distintas y me llevaban un paso más allá. De repente aparté el pincel del lienzo, retrocedí y miré las primeras líneas. Me acarició tu mirada y sentí que el deseo atrapaba mi alma. Te dije no te muevas, no hagas nada, déjame que te vea y sienta que estás conmigo. Siguieron algunas correcciones sobre la postura para mejorar la incidencia de la luz, la conversación se adentró por donde nada nos importaba y coincidimos en que las demás estancias del piso sufrían de recargadas, como corresponde a las modas antiguas. Te explicaba los pricipios de la acuarela y cómo graduar la transparencia, cuando abandonaste tu pose estática y te acercaste a un lienzo húmedo contra el que frotaste tu pecho. Sonreíste y me invitaste a retocar la pintura. No me importó nada más, habías llegado a mi vida para quedarte.

Aceptaste las condiciones de nuestra convivencia, y aunque sabía que era innecesario, por cumplir con la cortesía te mostré el estudió y me entretuve en las diversas estancias mientras asentías y te mostrabas despreocupada. Nos gustaban las teselas del suelo y la bañera de mármol blanco, exenta en mitad del aseo, las porcelanas impolutas, los grifos dorados, las pinturas del techo, con ninfas y criaturas de los bosques. También el estar, con su estufa y un continuo de libros que parecían revestirlo todo, las puertas de madera y cristal traslucido, las paredes decoradas con pinturas de pájaros y de árboles o flores. Te detuviste en la cocina mínima, con su fogón de brío insuficiente y su despensa aún menor, y aseguraste que te gustaba porque el alquiler era barato y una buhardilla soleada estaba al alcance de muy pocos. Compartiríamos muchos amaneceres de tejados y escarcha.

Me dijiste que eras filóloga, recién licenciada, y que encontrabas en aquellos libros una fuente de conocimiento muy valiosa. Algunos ejemplares eran muy antiguos, casi incunables, y te servirían de gran ayuda para proyectos que te aleteaban en la imaginación. Me preguntaste si tendría inconveniente el propietario en que leyeses algunos libros, allí mismo, porque los respetabas tanto que ni siquiera te atrevías a alejarlos de lo que imaginabas como su santuario. Mucho menos a doblar un página para marcar el aquí, o a comer mientras leías, una costumbre odiosa que te había horrorizado en algunas bibliotecas públicas. Todos lo libros merecen respeto porque supusieron un gran esfuerzo. No tuve nada que añadir, así que respondí que a mi pariente lejano no le importaría tu estancia, que habíamos coincidido en el extranjero durante un viaje al concluir mis estudios de arte, y que él mismo me había ofrecido su estudio, que prefería mantener ocupado para asegurarse su conservación. Lo demás era más o menos conocido, concluí satisfecho. Me miraste muy seria, tanto que pensé que te habían ofendido mis palabras. Te levantaste descalza y solo cubierta con unos velos. Me besaste despacio, deslizaste suavemente tu lengua por mis labios y, cuando me incliné hacia ti rendido, me apartaste suavemente y me sugeriste que me dejase crecer barba y bigote, discretos, porque sospechabas que te gustaría y deseabas comprobarlo personalmente. No supe que decir y me limité a responderte con otro beso, esta vez más cálido.

Te mudaste al estudio inmediatamente, y no sé porque digo mudarte, porque llegaste con lo puesto y tuviste que comprar todo nuevo. Parecía que abandonases un pasado irrelevante y te centraras en exprimir cada segundo del futuro. Nos envolvió la magia de lo nuevo, de la fortuna incipiente y la ventura inesperada. De repente pareció que desaparecían los despojos de los pescadores y los marineros borrachos que resonaban en la madrugada profunda. Sólo quedamos nosotros, envueltos en una existencia nueva que parecía como un aire fresco traído por tí. Tomaste posesión de todo y de los libros, que consideraste tuyos conforme te perdías entre sus páginas, y me envolviste en novedades que conmovieron mi existencia. Inundaste la casa de flores y macetas, y durante algunas semanas pensé que se desencadenaría un cataclismo doméstico, después me sosegué y acepté el vendaval que había estremecido mi vida. Reconozco que tus plantas aportaron felicidad y nos otorgaron un estar más cálido. Te recuerdo tumbada entre cojines y mantas que habías dispuesto para tu comodidad, entretenida con interminables lecturas que te absorbían hasta la madrugada. Después nos encontrábamos y hacíamos el amor mientras te hablaba de mis pinturas y me respondías de tus libros, en conversaciones cruzadas que se deshacían en risas y besos cuando nos dábamos cuenta.

De repente mis pinturas se vendían bien. Primero fue una pequeña pieza realizada por capricho. Por supuesto tú eras el motivo, rescostada sobre el diván azul y envuelta en rosas negras. En un instante te llevaste una rosa a los labios y te heriste con las espinas. Me enfadé porque te había advertido de la necesidad de prevenirte, y bebí una gota de sangre de tus labios, que me convirtió en ti por un instante. Te pintaba desnuda y mis cuadros se vendían, te pintaba vestida y mis cuadros se vendían igualmente, pintaba tu presencia en el viento, tu olor en la escarcha, y también se apreciaba mi pintura. Aparecías en mis sueños y me inspirabas paisajes amables donde la luz descendía desde cielos emborronados, como si transfigurases mi mirada y todo se filtrase a través de ti. Pronto sólo fuiste un pretexto para que volase mi imaginación. Tomaste la costumbre de acompañarte con un libro y de cubrirte con algunas ropas. No me importó, porque conocía cada detalle de tu anatomía, cada sabor de tu piel, y no necesitaba más que sentirte a mi alrededor. Me parece revivirte leyendo distraída, moviendo levemente los pies al compás del texto, mostrándome el tatuaje de ese albatros en el tobillo que presentí la primera vez que se cruzaron nuestros ojos. Imagino un mundo de aventuras, de héroes y piratas que libran feroces batallas a la luz de la luna y que tienen traducción exacta en ese leve oscilar de tus piernas, al ritmo de la emoción y del peligro, al compás de tu deseo. Tuve celos de los compradores de cuadros, con quienes te compartía por un mísero dinero.

Nuestra existencia cambió muy rápido, al eco de una bonanza que nos permitió cierto desahogo en las penurias cotidianas. Pasamos de la constante preocupación al abandono inconsciente, porque lo fundamental se hallaba cubierto y habíamos superado la urgencia de la necesidad. Lo que había sido importante paso a un segundo término, y las molestias que siempre habían turbado mi hambre creadora se disiparon en la nimiedad de las cosas menores, como si tu presencia en mi vida esparciese luz y elevase mi genio hacia terrenos desconocidos. Cada día posabas para mí, entregada a tus libros, que devorabas ajena a mi presencia ocupada. Aunque todavía eras la inspiración de mis pinturas, tu protagonismo se hizo más sutil, menos explícito, como un destello que impregnaba cualquier composición o perspectiva. Tu rostro, tu piel y cualquier alusión a tu existencia quedaron tamizados por motivos que se superponían a la concepción original, a menudo con origen en un gesto o una frase que pronunciabas inconscientemente. Recuerdo el nectar que escapó de tu boca al partir un gajo de mandarina y ofrecerme la otra mitad, que aún temblaba entre tus dientes. Lo tomé con la máxima delicadeza y aspiré para sentir el regusto ácido que también inundaba tu boca.

Empezamos a viajar, yo requerido por mis pinturas y tú por tu saber de libros, que continuabas devorando al tiempo que escribías reseñas, comentabas poesías, subrayabas pasajes que empleabas como citas para tus publicaciones extranjeras. A veces recitabas en voz alta y yo te besaba para enmudecerte un instante y mejor apreciar el eco de las palabras en tu boca, cuando escogías un fragmento especialmente bello. Nos iluminaba una suerte profesional común, aunque requerida desde distintos ámbitos. Al principio me alarmó que nuestra deliciosa convivencia se alterase por las rutinas del mundo, pero lo admití como parte de la propia evolución. Viajábamos más, nos veíamos menos, pero siempre nos encontrábamos y de nuevo posabas mientras te sumergías en tus lecturas. Te recuerdo siempre recostada sobre una alfombra y rodeada de cojines, con un refresco o una infusión cerca, pero alejada para que ningún imprevisto amenazase los libros. Jugábamos a adivinar quién se marcharía primero la próxima vez, y apostábamos cenas de amor o luego harás lo que yo desee. Las partidas siempre son incómodas, las llegadas gratas, y lentamente comprendimos que se nos brindaba una eterna adolescencia. Supimos que lo iniciado en un instante de fortuna merecía el beneficio de la perseverancia, así que acordamos vivir como deseabamos vivir y aceptar que el amor nos uniera o nos separare. Me besaste y dijiste buena idea, luego condujiste mis manos hacia tu deseo.

Nos arrastró una época donde apenas teníamos tiempo para nosotros. Confieso que al principio me divirtieron las nuevas ciudades y las gentes desconocidas. Un estímulo beneficioso para mi arte, pero faltaba algo, ya sabes quién. Me dejé atrapar por la historia y visité las ruinas y los templos, después me cautivó el arte mismo y en mis visitas se incluyó lo representativo de cada lugar. A ti no te fue mejor, porque habitábamos los mismos museos y la mismas avenidas iluminadas. Regresábamos exhaustos de vagar por ahí y nos escondíamos en la feliz esperanza del estudio, donde retornábamos a las pinturas, a los libros, a nosotros. Unos días de felicidad que pronto se truncaban con el aviso de otra partida inesperada. Llegó un instante en que las maletas nunca se deshacían totalmente. La ropa y lo primordial encontraban su aseo o su reemplazo, pero lo secundario permanecía empaquetado siempre, para ahorrar tiempo, por si acaso. Nuestro amor pronto se rindió a la melancolía de la separación continua y a la certeza de que se limitaba a la intranscendencia del presente. No éramos felices.

Mi pintura se adentró en lo extremo, en lo imposible, un abtracto rabioso que despertó las mejores críticas. A veces te interrumpías para contemplar mis progresos y preguntabas sobre el rumbo de mi arte. Nos sorprendía la madrugada bajo un revuelto de mantas, compartiendo lo que nos gustaba y lo que no, hablando de tus libros y de mis cuadros. Una noche, no sé bien porqué, discutimos. Quizás me molestó algo que dijiste o te ofendió algo que dije. Nos fuimos a dormir de espaldas y no tardé en quedarme dormido. Te soñé junto a la ventana, despierta mientras caía la lluvia tras el cristal. Busqué tu hueco caliente en el lecho y lo encontré frío. Llevabas levantada mucho tiempo, sumida en esa tristeza que es un misterio. Te ví de espaldas, apoyada sobre un brazo, envuelta en esa luz que te difumina. Acaricié tu silueta y sólo eras un dibujo sobre el papel. Desperté y también te deseaba. Te miré mientras dormías y te ví caminando despacio, con el cabello recogido en una coleta imposible y perdida en tus pensamientos. La luz te acariciaba por la espalda, brillando en tu cabello y esparciendo fulgores que parecían flotar a tu alrededor. La brisa era suave y supe que solo veía tu recuerdo.

Cuando nos separabamos y viajaba a la ciudad lejana, sobrevivía al tedio porque tu memoria ocultaba las miserias del mundo hasta que alguien sugería la oportunidad de un descanso y recomendaba un lugar donde reponernos, quizás donde siempre, que era rápido y cómodo. Nos atendía una chica bonita que me recordaba a ti y parecía desplazada en el tiempo. Cualquier periódico ojeado con desgana, entre dos bocados, al margen de la concentración y el interés por algo, me ayudaba a esperar hasta encontrate de nuevo. Escuchaba tu voz susurrando a mi oído y tu ausencia me hería mientras regresaba al hogar suplicando por tu amor. Siempre permanecías en mi alma, en lo más profundo, más allá de las redondas y las farolas encendidas. El invierno era frío y te alejabas de mí. Te presentía tras la escarcha de mi aliento y más allá de las lágrimas heladas que enturbiaban la vista. Los campos eran blancos, las nubes grises. Todavía te siento ahí, tras el frío que nos aleja.

Una observación tuya, quizás mía, y convinimos en planificar nuestros compromisos sociales con más holgura. Tus conferencias, mis exposiciones, perderían su protagonismo para ajustarse a nuestro criterio. Seleccionaríamos certámenes, congresos, invitaciones y comprobaríamos horarios y fechas. Nos aplicamos y compartimos tus cojines para ordenar y planificar nuestros encuentros, el amanecer nos sorprendía haciendo planes para encontrarnos en el futuro. Con frecuencia nos interrumpíamos para amarnos, pero al final conseguíamos sellar nuestro acuerdo con un último beso. Después bostezábamos y nos dormíamos en la esperanza de encontrarnos en cualquier lugar. Pronto caminamos por alamedas de árboles frondosos, cuando las hojas se amontonaban y se presentían las nieves primeras. También paseamos descalzos por playas doradas, dejando que el mar acariciara nuestros pies mientras corríamos por la arena. Nos besamos sobre el desgarrado fulgor de la nieve y entre la espuma de las mareas, cuando dormíamos en cabañas de pastores y mientras atravesábamos un bosque. También en el atardecer de las marismas y entre los campos de amapolas, envueltos en el volar de las mariposas y el zumbido de las libélulas dragón, cuando retenías el aliento y señalabas su vuelo, maravillada por lo rápido y fantástico. Te besaba mientras reías y me contagiabas tu risa, que era como un suspiro efervescente.

Muchas veces regresamos al estudio y muchas veces te pinté desnuda. Siempre hacíamos el amor y nos deleitábamos hasta el amanecer, que nos sorprendía abrazados en el lecho. Te recuerdo tumbada en la alfombra, junto a la estufa, leyendo a la luz de las llamas, mientras te arrebujabas en tu manta y leías otro libro de la biblioteca. El título dorado, su lomo verde y mate, la letra cursiva de algunos fragmentos que leímos juntos, antes de que me arrebatara tu imagen y tomase el lápiz para trazar algunas líneas. Una vez más te fuiste durante mi sueño y desperté solo, acurrucado junto a tu contorno sobre la sábana.

Lentamente llegaron los años y el trabajo rutinario. Más pinturas, tú siempre como modelo y muchas obras por consumar, el éxito de una vida apacible y la lenta melancolía que al fin se convierte en tristeza recordada. Días lejanos, noches heroicas, y tu recuerdo siempre con la flor en el cabello, esa rosa negra que mordiste entre los labios y que te arrancó una gota de sangre que bebí mi amor con tu beso. Siempre me gustas cuando podas el rosal y desprendes las espinas de un tallo y lo muerdes distraída. Imagino el olor de la rosa en tu boca y me arrebata el deseo de aspirar ese aroma. Pienso entonces que algunos pájaros se convierten en transparentes cuando se enamoran porque, para ellos, perder sus colores es desnudarse y mostrarse puros al amor. Entonces sueño con mundos imposible, donde dos lunas se superponen en el cielo de una noche iluminada. Hay nubes y montañas y castillos de agujas afiladas. También pienso que algunas palabras valen más cuando las pronuncian tus labios, silabeándolas a mi oído, murmurándolas en la oscuridad. A veces me siento tan dichoso amándote que no puedo creer que me pertenezca esa felicidad.

Cada día es diferente porque sé que te encontraré después, tras la lucha y las derrotas, donde siempre. Contigo ni siquiera tengo que cerrar los ojos, no necesito imaginar nada si me sonríes, porque te veo allí, con la camisa atada y el cabello en esa cresta insolente. Ahora, después de los viajes y la vida, beso tus labios despacio, muy despacio, saboreando el aroma de las frutas que desayunaste por la mañana. Siento el regusto del café en tu lengua y me aturde el mismo despertar que inicia tu jornada. Percibo el insistente recuerdo del sueño, que me mantendrá alejado de la realidad unos minutos más. Tu piel caliente cuando me abrazas y el aroma de tu amor en la noche. Pronto regresaremos al estudio, te acariciaré el cabello, dispondré las flores y las gasas transparentes, me separaré unos pasos y permitiré que tu cuerpo desnudo se funda con mi alma.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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