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viernes, 24 de enero de 2014

El Sustento del Alba

A los que lucharon contra la tormenta y perdieron


La vi salir del mar y pensé que ya era tarde. El barco había partido y no volvería hasta que el Sustento del Alba funcionase de nuevo. La avería era inusual, una sombra repentina en la lupa de la linterna, que cegaba la luz del faro y convertía el islote en un peligro para la navegación. El capitán, buen amigo mío, tenía instrucciones de no aproximarse durante la noche. Con el Sustento del Alba apagado y el agua enfurecida, entrar en el laberinto de los arrecifes era peligroso. Corroboraba cada una de las palabras del capitán. Mi saber de las corrientes anunciaba un laberinto de olas revueltas, turbulencias y remolinos capaces de zarandear cualquier navío. No importaba lo grande que fuese, ninguna quilla resistía aquellas aristas salvajes. Hasta donde alcanzaban mis ojos, el mar se convertía en un erizado de cuchillas en cuanto soplaba una brisa. Era un espectáculo fantástico, las aguas saltaban y el océano parecía hervir de espinas. Disfrutaba en los días de brisa suave, cuando ascendía a la torre y me enfrentaba a un atardecer de arrecifes acariciados por la espuma de las olas. Roca y sol y coral, un espectáculo para los sentidos.

Inspeccionaba en el embarcadero, comprobando que todo estuviera dispuesto para recibir la tormenta, cuando la divisé en un saliente apartado, al otro lado de la playa. Salió del mar como las sirenas, o así lo pensé yo, cuando la distinguí entre los reflejos del atardecer. Me sentí contrariado, el capitán me había advertido de que se esperaban vientos fuertes y marea vivas, porque coincidían los astros y así lo disponía el capricho del tiempo. La observé de lejos y pensé que su cuerpo era esbelto y flexible, por la forma de moverse para cubrir su desnudez, y de vestirse luego con ropas que me parecieron anticuadas. Me sorprendí de que hubiera tomado un baño, porque el agua en invierno era muy fría, aunque en la ensenada se remansara y pareciese más cálida. Pronto llegó hasta mí para decirme que había perdido el barco, por distraída, porque la embelesaron las olas y no pensó más. Era rubia, con el cabello mojado y recogido, con la piel muy blanca, violada por el frío del mar. Los ojos azules o grises, según el atardecer y mi antojo caprichoso, pero en cualquier caso preocupados y amables. Más me sorprendieron sus ropas, un vestido de apariencia inmaculada, arrancado de una fiesta y por supuesto impropio de un faro perdido en mitad del océano. Se acompañaba con un discreto bolso de encaje, a juego con sus ropas, y una sombrilla también de encaje, perfectamente inútiles en la situación causada por su imprudencia. En verano era frecuente que los visitantes se bañasen entre los peñascos marinos, pero en invierno se limitaban a deambular por la ensenada de arenas volcánicas e inspeccionar los alrededores del faro, como si desconfiasen de una naturaleza que presentían inhóspita o el erizado de arrecifes les inspirase un temor mayor. Le pregunté por qué se había bañado en un agua tan fría, y me respondió que era un hábito que arrastraba desde que viviera en una aldea de la montaña. Las únicas aguas disponibles eran las que resbalaban desde un glaciar más arriba de la choza de pastores que había sido su hogar durante la infancia. A veces sentía los cristales de hielo arañando sus piernas mientras se adentraba en un torrente apartado, para arrancarse el olor de los establos. Me sorprendió su respuesta, pero la di por cierta porque no necesitaba una excusa.

Nunca recordé su nombre, que me pareció como cualquier otro, porque para mí solo era una visitante perdida, que tendría que amparar hasta que reparase los aparejos de la luz y la lámpara orientase los barcos entre la codicia de los arrecifes. La miré muy despacio, recreándome en ella, y le dije que no podría abandonar la isla en unos días. Me pareció asustada y me limité a reprenderla con dulzura y ordenarle que me acompañase hasta donde pasaría la noche. La acomodé en un pequeño cuarto dispuesto para emergencias, junto a la sala donde atiendo las obligaciones propias del faro. Después, mientras mi inesperada huésped se acomodaba en su alcoba, subí a la linterna los útiles que el capitán había traído para pulir el espejo. Sacos de arena fina y líquidos para abrillantar. Un trabajo fatigoso, porque había acarrear agua para disolver las arenas y aligerar el pulimento. Bajé con el sudor fresco y busqué a mi visita, que parecía recluida en su alcoba. Le pedí que me acompañara a la cena, dispuesta en unos minutos, y añadí que se sintiera libre para inspeccionar a su antojo, pero que fuese prudente en algunas estancias donde se amontonaban avíos de marinero. Me disculpé porque tenía que asegurar las ventanas de los pisos inferiores, que podrían romperse por la fuerza del viento, y añadí que el faro era seguro, construido con basalto de considerable grosor, como se apreciaba en cada uno de los pequeños ventanos, con un alféizar tan amplio que a veces me sentaba allí para contemplar los pájaros que revoloteaban alrededor de la torre.

Encendí las luces de aceite, que extendieron su ámbar mortecino e hicieron soportable la oscuridad. El faro carecía de iluminación moderna, porque nada podía progresarse en mitad del océano. Me excusé por la parquedad de la cena, pescado y legumbres hervidas, que cocinaba a diario y bastaban para mi sustento. Mi acompañante declinó con un gesto y dijo que no me excusara, que lo estimaba suficiente y agradecía mi generosidad. La estimé sincera y comimos en silencio. Un poco de carne embutida y algo de fruta concluyeron en una apacible velada, donde me confesó que había ojeado entre mis libros hasta reconocer algunos títulos. Admití que la lectura era mi principal ocupación cuando me lo permitían las labores de mantenimiento, y luego me contó del mundo y sus noticias, de las que me encontraba apartado por la soledad de mi oficio. Le confesé que mi vida era monótona, entre el viento y las olas, pensando, leyendo, trabajando, siempre igual, pero que me gustaba, porque descubría una paz interior que no había encontrado en la ciudad. Escuché mis palabras y me apresuré a decir que también conocía la ciudad, donde pasaba largas temporadas. Después creo que me extendí sobre la normativa aplicable al faro, hasta que una sonrisa suya me devolvió a la realidad. Se excusó en su cansancio, permití que se despidiera y le deseé buen descanso.

Desperté al alba, como cada día, cuando la luz era firme y quebraba mi sueño. Me sorprendió encontrarla en la cocina, apoyada en un muro junto a la estufa que había mantenido encendida toda la noche. Se excusó porque había buscado entre los libros, para entretener el insomnio del viento, y admitió haber encontrado un título de su interés. Poemas sobre una mujer de labios cálidos y sonrisa de ángel, que protegía a los perdidos y sanaba la tristeza. Confesé que no era mío y que pertenecía al antiguo farero, que murió muy viejo, aquí mismo, donde había vivido siempre, después de perder a su mujer muy joven. Su pérdida le dolió tanto que ya nunca quiso volver a tierra y prefirió morir entre esta tristeza que consumió su vida. Me preguntó si yo haría lo mismo, y le contesté que tal vez, porque me gustaba la vida del faro, pero reconocí que la soledad era demasiado pesada y abundaban los días sin salir al exterior, más en invierno, cuando los visitantes no llegaban por el mal tiempo, que podía durar meses. Dijo que no le importaría entretenerse entre mis libros, y señaló algunos títulos que habían despertado su curiosidad. Sonrió al reconocer su culpa y me preguntó si podría explorar el islote. Le dije que sí, por supuesto, con cuidado y sin bañarse en el mar, añadí apelando a su sensatez. Luego subí a la torre.

El viento era demasiado impetuoso en el balcón de la linterna, un pasillo metálico que se guardaba del vacío con una protección de hierro. El mar se había erizado de espuma y los farallones de piedra ocre brillaban al inicio de la mañana. Miré abajo y contemplé la base del faro y el acantilado casi vertical. Las agujas se distinguían mejor con la marea baja, entre naranjas y rosadas bajo la superficie revuelta. Algunas emergían por momentos y se ocultaban hasta la siguiente ola. Me dejé llevar por el vaivén de la marea hasta que me despertó un soplo helado y comprendí que debía revisar la vidriera. Merecieron mi interés los anclajes, las protecciones y los cerrojos, que ofrecían una protección al viento, tosca pero eficiente, para que la linterna permaneciese segura. Después entré y me entretuve en limpiar el espejo durante toda la mañana, hasta que desistí de mi esfuerzo porque la plata del cristal se había empañado y era imposible recobrar su limpieza. Gasté toda la arena y el pulimento fino, pero por más que lucharon mis manos no conseguí recuperar el brillo. Decidí posponer el trabajo hasta la mañana siguiente, porque se me había venido la tarde encima y el cielo había cambiado, llenándose de nubes que se espesaban deprisa, animadas por un furioso levante que alzaba las olas allá a lo lejos, en las primeras rompientes. Vi a través del cristal que mi invitada aún paseaba por la playa, bajo la tibia luz de un mediodía gris, oscuro en el horizonte. Supuse que la tormenta avanzaba y bajé de la torre, para asegurar los últimos enseres en el muelle y avisar a mi acompañante, que debía regresar al faro.

Después de comer nos entretuvimos mientras empeoraba el tiempo. Avivé la estufa, porque la tarde había roto en lluvia, y disfrutamos de una larga conversación durante la sobremesa. Jugamos dos partidas de ajedrez, que yo practicaba en solitario, ensayando aperturas y finales, y me sorprendió su conocimiento del juego y su recelo instintivo ante mis emboscadas, en lo que definiría como una defensa desordenada pero efectiva. Gané una y perdí otra, y nos regalamos una taza de té, para desentristecer la tarde. Merendamos cuando se presentía el ocaso. Le pedí que me esperase mientras recogía unos cabos en el exterior y prometí que le enseñaría la torre, para que disfrutase de la belleza del arrecife, que ardería en espumas. El faro era seguro, y como prueba señalé que apenas se escuchaba el viento. Dijo que aguardaría allí mismo y fui a recoger los cabos, que me esperaban mojados pero en el mismo lugar. Los amontoné en un almacén anexo, entre lámparas, cristales de recambio, barriles de combustible y tubos de cobre. Aseguré la puerta con un madero, porque esperaba una noche difícil.

Subimos por la escalera de caracol muy despacio, yo primero alumbrándole el camino, y ella asegurando que tanta vuelta despertaba su vértigo. Prefería no marearse y por respeto a mí ascendería con calma. Reí de su ocurrencia y aminoré mi paso para que no sufriera fatiga. En la linterna agradeció mis desvelos, tomándome del brazo, supongo que para aliviar su cansancio, y me acompañó de este modo mientras le mostraba el óxido de la plata y me lamentaba de la negritud del espejo, que silenciaba la luz del Sustento del Alba y la convertía en un resplandor insuficiente, peor aún, porque su destello se perdía entre faros más lejanos y confundía a los barcos, en su mayor parte veleros que pasaban muy lejos y jamás se acercaban demasiado, labor encomendada a otras embarcaciones mejores para el arrecife. Me preguntó por la válvula solar, que había desarmado y se ordenaba en sus piezas por el suelo. Expliqué que la linterna funcionaba con acetileno disuelto en acetona, y que la válvula interrumpía el paso de gas al alba, cuando la aurora hacía innecesario el auxilio a la navegación. Añadí que aprovecharía para su limpieza mientras el faro se mantuviera apagado, y comenté el funcionamiento del mecanismo giratorio, así como la utilidad de las lentes escalonadas, que mejoraban la eficacia de la luz. También me lamenté por la inutilidad de mi esfuerzo en la limpieza del espejo, que sería preciso pulir con abrasivos más fuertes y quizás devolverle la lozanía con una nueva capa de plata. Entre avisar, recibir los materiales y concluir el trabajo, no menos de una semana. Tranquilicé a mi acompañante y le prometí que no habría de esperar tanto, en cuanto pasase la tormenta llegaría mi amigo el capitán a recogerla, porque con buena mar el arrecife no era obstáculo para la pericia de los marineros locales, que alcanzaban el faro en tres horas. Asintió porque había llegado en ese mismo barco, y me pidió que le permitiera asomarse al balcón.

Intenté abrir la puerta, para que advirtiera la violencia del aire, pero me resultó imposible. Me disculpé por lo desordenado del lugar, donde todo temblaba por efecto del viento, y la invité a que bajásemos. Suplicó un instante más, se volvió al horizonte de la tormenta y contempló la sombra que empañaba la distancia. Me situé a su lado y miré también. Sentí que me asomaba a un pozo oscuro. A lo lejos se distinguía una blancura azulina, más allá convertida en brillante por un fenómeno que mi mente no alcanzaba a comprender. Los arrecifes eran luminiscentes, la playa próxima y el mismo faro, como si el mar se alumbrase con luz propia. Los relámpagos eran un continuo de luz insoportable, olas gigantes se anunciaban a lo lejos, mientras mi compañera continuaba absorta en la tempestad que se aproximaba hacia nosotros. Me sentí inquieto y le pedí que descendiéramos a un lugar mejor protegido. Bajó conmigo, detrás por su seguridad. El viento aullaba alrededor del faro, confié que el Sustento del Alba soportase la tormenta.

Nos acomodábamos en la sala de estar cuando una ola rugió muy cerca. Mi acompañante, con el vestido blanco y su aspecto desvalido, parecía la esencia de la fragilidad. Pronuncié la palabra inconscientemente y me respondió que fragilidad era nombre de mujer. La felicité por su conocimiento de los clásicos y le pregunté si deseaba cenar, restando importancia al espectáculo que habíamos contemplado desde la linterna. Aseguró que no tenía apetito, quizás por la ansiedad que le habían despertado las vistas, y me invitó a que me preparase la cena, si ese era mi gusto. Acepté, más por tranquilizarla que porque adivinase hambre, y preparé dos platos suaves, de vegetales y pescado, con la intención de insistir en que me acompañara a la mesa. Aceptó sin mucho rogar, porque comprendió que la noche sería larga e insistiría sin excusa. Comimos en silencio, sobrecogidos por el vendaval que silbaba alrededor del faro y parecía estremecer los cimientos de la piedra. Se despidió pronto, apresurada por mi charla aburrida y el fragor de la tormenta. Recordé las aguas y se estremeció mi memoria. Cerró su alcoba y la escuché acostarse. Después me serví una copa de aguardiente, revisé puertas y ventanas y fui a mi cuarto.

Apagué la linterna de aceite después de leer un rato, y me dormí turbado por el aullido del viento y la furia de un oleaje que estremecía el alma. Tuve un sueño profundo, o quizás ligero, hasta que una sacudida y un lamento parecieron conmover al Sustento del Alba. Sentí que una ola monstruosa nos precipitaba al fondo del océano y todo se estremeció con un rechinar de piedras quebradas. En la oscuridad de mi cuarto aletearon pasos descalzos y un cuerpo desnudo se acostó a mi lado. Sentí su piel entumecida y pies helados que buscaban mi calor. Deslizó la mano sobre mi pecho y permaneció en silencio, convertida en hielo en la oscuridad. Las olas rompían muy arriba y sus ecos resonaban a nuestro alrededor. Tuve miedo.

Pasó un tiempo que apenas sabría precisar, aterido por la humedad y asustado porque el faro retumbaba a cada acometida del mar. A veces presentía un vacío sobre la linterna apagada, tras la cúpula, de tan terribles que se me antojaban las olas. De repente sentí que mi compañera gemía y buscaba mi amor, como si comprendiera llegada nuestra última hora y nada le importase más que la vida. La sentí tibia y perfumada, sin rastro del frío que antes la envolviera, y mi angustia abrazó su alma de mujer y se despertó en mí un sentimiento. Me sentí vivo y quise vivir aún más, mientras ella buscaba mi deseo. Respondí a sus manos y busqué su boca, que respondió a mis besos y se dejó besar por mí. Me sentí derrotado por sus caricias y cedí a la pasión. Abrí los ojos y vi que era joven y bella, envuelta en una luz que absorbía mi esencia y me llenaba de felicidad. Me abandoné y busqué consuelo en sus labios, que me parecieron inabarcables y de fuego. La sentí retorcerse bajo mi lengua y después nos estremecimos en silencio, devorados por la tempestad.

Repetimos nuestro amor muchas veces, en un tiempo que me pareció interminable. Gocé de su cuerpo y ella del mío, sin que nos venciera el cansancio, porque era concluir y empezar de nuevo, como si la vida se opusiese a la muerte. Sentí que mi miedo se diluía entre sus brazos y que su amor envolvía mi alma en un aura que me preservaba del mal. Por última vez nos refugiamos bajo las mantas y nos entregamos al amor, hasta sumirnos en una agonía de placeres interminables. Me sentí querido, me sentí amado y me dormí aspirando la fragancia de su pelo, envuelto en mandarinas, arándanos, canela y jazmín, porque su cabello me inspiraba todos los aromas y mi deseo se había saciado en ella. Se abrazó mucho a mí, como si compartiera mi alma, y nos abandonamos a un sueño que no recordaría jamás, pero que me pareció impregnado con la sensualidad de las especias y las frutas. Todo parecía inundado por una luminosidad oceánica, que llegaba hasta nosotros desde la linterna en lo alto, de tan enormes que eran las olas y tanto que azotaban al Sustento del Alba.

Despertamos sobresaltados por un derrote de las profundidades. La puerta de hierro parecía pronta a reventar, y el agua entraba a borbotones por una grieta en el muro, como un torrente que anunciase arrebato y obligara a la carrera. Supuse que las olas habían arrancado una bisagra o algún perno. El ruido era ensordecedor, grité a mi compañera y nos apresuramos en subir a la torre, porque nos inundábamos deprisa y apremiaba la urgencia. Resbalando en los peldaños, ascendimos hasta la linterna, que parecía sepultada por espumas hirvientes. El cielo era inalcanzable y sobrecogido de espantos, ni una estrella, ni una esperanza en la más opaca de las madrugadas. Me asomé al paisaje tras la linterna y lo que vi paralizó mi valor. Una ola monstruosa se alzaba en la distancia, engulléndolo todo, absorbiendo el océano con una codicia desmedida, acumulando un impulso como no me atreví a imaginar. Me sentí paralizado, miré a mi acompañante y reparé en que nos encontrábamos desnudos. Me sorprendió no sentir el vapor mortecino que se condensaba en los vidrios que mediaban entre nosotros y el horror de las aguas espantosas, los rayos eran un continuo a nuestro alrededor y nos envolvían en una especie de magnetismo que erizaba el vello de los brazos, de las piernas, de la espalda. Me consolé en que la silueta deseada de mi compañera sería lo último que contemplaran mis ojos.

El arrecife perdió su agua, succionada por la ola, y vi los pecios hundidos y los muertos de las profundidades. Nos enfrentamos a un paisaje envuelto en la luz del abismo. Comprendí que la ola removía el lecho marino y arrastraba sus criaturas viscosas a la superficie. La fosforescencia insana que lo inundaba todo era fruto de aquel agitarse de las pesadillas abisales. A nuestro alrededor se vislumbraba un mundo de buques partidos, de marineros fantasmas, de luminiscencias infames que resbalaban entre las aristas del coral y se encharcaban en un cieno inalterado desde el origen de la eternidad. Todo se detuvo mientras la ola más grande jamás imaginada surgió ante nosotros, alzada contra un cielo opaco y denso como la amargura. Miramos hacia arriba, sobrecogidos por la montaña que se precipitaba a nuestro encuentro, el fondo marino brilló con un fulgor maligno, como si se removiese algo prohibido.

La ola nos alcanzó con la violencia de la agonía más salvaje. Un estruendo colosal retumbó en los muros del faro y la puerta de hierro fortísimo reventó sus anclajes como si la sujetasen pernos de cera. Escuché los chirridos del metal al arrugarse en el agua y supe que el océano ascendía por la escalera de caracol, impetuoso, desaforado, cruel. El mar inundó el espacio sobre la linterna y me comprendí sumergido bajo su superficie. Me atrapó la presión del aire y en mis oídos nació un dolor irresistible. Ardieron mis ojos y sentí que me desvanecía, busqué a mi compañera y la encontré sujeta a mi mano y sobrecogida por el terror. Un destello de aguas furiosas la apartó de mis ojos y mi vida. Me descubrí sumergido entre burbujas y me supe muerto.

Desperté en brazos del capitán, que humedecía mis labios y me había cubierto con una manta. Me encontraba al pie del faro, tan confundido que apenas conocía los alrededores, cambiados por el ímpetu de la tormenta. Otros marineros paseaban por el islote, comprobando la magnitud del desastre e imaginando la fuerza de una mar que había triturado las rocas con un vigor incontenible. Intenté levantarme y el capitán me contuvo sin que pudiera oponer resistencia. Se apartó de mí lo imprescindible y dijo que había sobrevivido de milagro, porque después de una semana, la tempestad se alejó y navegaron hasta el faro. Desde el arrecife se observó que las agujas parecían revueltas y cambiadas en su ubicación. Alcanzaron el islote tras muchas precauciones, porque de nada servía lo aprendido ante nuevos bajíos y espinas de roca, que sobresalían del mar o se ocultaban donde antes no había escollos. Otros marineros llegaron, asombrados por el alcance de la devastación. Intenté incorporarme de nuevo y el capitán me lo permitió esta vez, aunque con cuidado, por si me vencía la debilidad. Pregunté por mi amiga.

Describí a la mujer pensando que el capitán la recordaría con certeza, por los encajes del vestido blanco, con paraguas y bolso, también blancos y de encaje, por lo desusado, por lo anacrónico e inútil en un faro. El capitán me sujetó firmemente, como si vislumbrara mi locura, y aseguró que no había nadie más. Describí las facciones de la mujer rubia, con su cabello larguísimo, con los ojos azulados o verdes, según incidiera la luz, tan despiertos y tan amados. Aseguré que había perdido el último barco, que le ofrecí cobijo durante la tormenta, como no podía ser de otro modo, y que habíamos sobrevivido juntos a un horror inconcebible. Debería estar en la escalera, quizás en la linterna o se habría visto arrastrada hasta algún remanso entre los muros del faro, herida por el fango en cualquier rincón, quizás un mirador entre los escalones o inconsciente y atrapada entre el revuelto de escombros en que se habría convertido la linterna. Otros hombres preguntaron por la mujer y repetí mi palabras, cada vez con más detalles, con matices desapercibidos hasta entonces. Un marinero viejo esbozó un gesto de pesar. Insistí y confesó que había escuchado la historia de esa mujer que protegía a los reclamados por la mar, pero que sólo era una leyenda de las tempestades peores, de las que apenas se recordaba una en la historia. En cuanto a mi descripción, creía reconocer a la mujer, pero era imposible que llegara con el barco del capitán, porque coincidía con la esposa del farero viejo, que había muerto tan joven en tierra, y que él recordaba su rostro en un pequeño retrato que le enseñó en confianza el antiguo habitante del islote, donde las facciones que yo definía se dibujaban vagamente, descoloridas y casi invisibles de tanto mirar la imagen.

Convalecí en tierra firme durante unas semanas, en un hospital con ventanas enrejadas y suelos que desprendían un permanente olor a desinfectante. Me ubicaron en un pabellón de camas en hilera a ambos lados de un pasillo interminable. El capitán me visitó para interesarse por mi salud, para informarme de las reparaciones y para confesar que los más viejos ya admitían que su tempestad no fue la más grande, porque jamás se conoció un desastre mayor a lo largo del litoral, con olas eternas que se alzaban para engullirlo todo y desarbolaban los barcos y movían los diques y los espigones como nunca se imaginara, de lo extrema que era la violencia del mar. También me advirtió que tuviera cuidado, porque del Sustento del Alba se decían muchas cosas y los pescadores se mostraban temerosos de aventurarse en sus aguas.

Volví para siempre al Sustento del Alba, al balcón de la linterna y el horizonte que tanto amo, a las estancias solitarias, entre los enseres amontonados y los aperos del mar. Su recuerdo se difuminó lentamente, primero en la alcoba y entre los libros, después en los arrecifes de la playa y en esa pared templada que acarició un instante, pasando su mano por la piedra, sintiendo el calor del sol que se ocultaba tan bello, entre los últimos destellos de luz.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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