Google+ Literalia.org: febrero 2014

viernes, 28 de febrero de 2014

Aquel rincón perdido

A los que olvidaron sus recuerdos


El cartero nos encontró a media mañana, en una travesía perpendicular a la cuesta larga, donde nunca para nadie. Llegó envuelto en el sonido de su bicicleta, que protestaba por los muchos baches. Habló con el abuelo frente a la puerta, bajo la higuera. Después llamó a casa de la vecina y dejó el telegrama, recogió una firma y se fue con el tintineo de su bicicleta por la misma cuesta de llegada. El abuelo entró en la casa y Margarita llamó después, para alegrarnos con la noticia de que regresaba su esposo Manuel, tras años de ausencia. Después llegó Teresa, que era otra vecina, atraída por la felicidad de Margarita, que gritaba de júbilo por el regreso de su hombre. Mire usted que le guardo la casa como el mismo día que se enroló de fogonero en el barco ese, el que se hundió en el confín de las islas, donde todo era agua y se perdían los náufragos. Pero su Manuel era muy fuerte y escapó a lo peor hasta volver a su sitio, junto a su esposa. Poco más contaba el telegrama, que llegaría a la mayor brevedad, apenas resolviese la última combinación de transportes. Se despedía su amante esposo y otras cosas de enamorados que prefería omitir porque era personal. Margarita sonrió y pareció reconciliada con la vida, lo que era insólito en un temperamento tan inquieto. La cicatriz de su mejilla se suavizaba por el gozo y parecía menos triste y cruel, extendiéndose desde la nuca hasta la comisura de los labios, donde se deshacía en un tridente astillado. Aún así, su rostro se iluminaba con una dicha íntima y purísima. Pidió disculpas por tanta felicidad y se despidió para regresar a su casa, porque tenía un guiso en el fuego y se podía quemar. Esa tarde, Teresa, la vecina de enfrente, visitó al abuelo bajo la higuera y habló con él en privado. Entreví sus gestos mientras atisbaba tras los visillos del cuarto de estar. Teresa convencía al abuelo mientras este negaba con la cabeza. Después el abuelo quedó solo y pareció confundido, como si al escuchar a Teresa le hubiese quedado un temor.

Manuel recaló de madrugada, apenas delatado por el toquetear de una aldaba en la noche y la luz que se enciende con el grito de júbilo y luego un silencio quebrado por la alegría. Se escucharon murmullos, sollozos, algún gemido y quietud que se perdió en la mañana porque el viaje había sido largo y era preciso reponerse del cansancio. El abuelo salía cuando Margarita llegó radiante, convertida en un torbellino de plenitud. Aceptó un tazón de sopas porque aún no había desayunado de tan gozosa que fue la noche, y bajó la voz para confesarle a la abuela que su Manuel había regresado más hombre, por las fatigas de la soledad se entiende, y que la había amado casi hasta el alba, cuando se durmió con un sueño de bendito y un roncar de macho que retumbaba en la alcoba y esparcía una paz monótona, honda, que inspiraba confianza. Ella gozó con su Manuel como si el tiempo se hubiera detenido desde que se embarcó en aquel viaje que era mejor olvidar. Por lo demás, había vuelto más guapo, tanto que le había removido el orgullo de hembra, tostado por el sol inclemente que había padecido para regresar al hogar, y más magro que a su partida, sin duda atribuible a las penurias de un viaje que, por mala planificación o desgracia, se había convertido en una peligrosa aventura. Por fortuna había regresado con bien.

Margarita también dijo que su Manuel volvía para quedarse y que el equipaje llegaría después. Poca cosa, algún recuerdo que había adquirido en los puertos que jalonaron su regreso desde un lugar civilizado, donde pudo embarcar en un navío mayor, de cabotaje, que le sirvió para subir continente arriba hasta alcanzar las grandes ciudades del norte, donde fue posible contactar con la compañía naviera, que apenas supo de tanta ventura le facilitó el regreso. La urgencia y el deseo de concluir su desgracia lo impulsaron a preceder a su equipaje, encomendado a una agencia de transporte, y que era más bien poco, unos recuerdos comprados con el salario de estos años y una gratificación adicional, acorde con las leyes de los desaparecidos y la fortuna de la naviera, que se beneficiaba al eludir la compensación de la viuda, requisito legal que se habría hecho efectivo en cuanto transcurriesen los plazos para declarar muerto al náufrago. Manuel llegó de madrugada, con lo puesto y la compañía de una mascota que había traído de las islas perdidas. El resto importaba menos y esperaría hasta la tarde.

Una camioneta apareció al oscurecer, con el equipaje encomendado, que Manuel acomodó en las ubicaciones escogidas por su Margarita. Aquí esa talla decorativa, de una madera tan oscura que ni siquiera tenía nombre, porque solo los animales del bosque sabían encontrarla entre una vegetación toda igual, y Margarita se estremecía cuando su hombre le explicaba que no solo las fieras mataban al menor descuido, sino también una miríada de pequeños insectos, ranas, y plantas, que a la postre se revelaban más dañinos que las propias alimañas, fáciles de descubrir y abatir con un arma. Por el contrario, no cabían prevenciones ni defensas contra el veneno de algunos animales pequeños, tan violento, tan rápido, que no existía cura posible contra la picadura, y Margarita palidecía aún más cuando Manuel explicaba que era preciso extremar las precauciones entre la floresta, porque bastaba apoyarse en un tronco o pisar una hojarasca desafortunada para sentir el dolor y al instante una parálisis o el desfallecimiento. También se asustó cuando Manuel habló de la serpiente siete pasos, porque una vez que su saliva se mezclaba con la sangre, la víctima caía fulminada en apenas unos segundos. Después se maravilló de que su amor usase aquel veneno, el más potente que se conocía, para untar sus flechas y procurarse una cacería fácil.

Como muestra de la fidelidad de sus palabras, Manuel mostró a Margarita un pequeño arco y una aljaba de afiladas flechas, que había fijado a la pared del comedor. Margarita aseguró que era un motivo decorativo que siempre recordaría la fortuna de su regreso. Manuel inclinó la cabeza y confesó a su amada que no le avergonzaba reconocerlo, que sin ella se sentía perdido desde que la tormenta desarboló el barco y la noche se convirtió en un revuelto de espumas. Se recordaba sin gobierno contra los arrecifes y no sabía más, solo que despertó sobre la orilla de una playa de arena negra, al norte de una isla donde la vegetación era espesa y el agua dulce abundante. De allí provenía su compañero, Macaco, que encontró durante su primera exploración, inmovilizado entre unas zarzas donde se había enredado por accidente. Lo liberó con cuidado, procurando alejar las espinas, que lo habían herido en varios lugares. El monito lo miraba con tristeza, ya resignado a su suerte mientras él decidía llevarlo consigo, por si acertaba a curar su daño, que no parecía demasiado grave, a excepción de una mano descoyuntada o rota por la muñeca. Ya por la infección de los arañazos, algunos bastante profundos, o por la inactividad requerida para que aquella extremidad laxa recobrase el vigor, el mono moriría pronto de fiebre o hambre, poco importaba la naturaleza de su fin, que acaso fuera aún antes, en cuanto un depredador oliese la sangre o escuchase sus gritos.

Manuel besó a Margarita muy tiernamente, recreándose en la dulzura de sus labios, y le confesó que, sumido en la desesperación tras el naufragio, había considerado los perjuicios de la soledad absoluta. Supuso que el mono le serviría para entretenerse mientras lo encontraba su rescate. La ayuda exterior parecía difícil, porque habían navegado muy lejos de las rutas comerciales y el mar era un salpicado de islas, así que era aventurado predecir cuánto tardarían en encontrar a los supervivientes. Acomodó al monito en un saco de arpillera y lo llevó hasta la orilla de playa, donde limpió sus heridas con agua salada e inmovilizó la mano por si el hueso curaba con reposo. Pese a la desconfianza propia de las bestias que no han tenido contacto con el hombre, el mono se resignó a su suerte y aceptó que lo alimentara con unos dátiles y hojas de arbustos que encontró en el palmeral que delimitaba la playa a lo largo de la línea de la costa.

Entramos a la casa con las luces encendidas, porque Manuel así lo había dispuesto para que contemplásemos mejor sus recuerdos. Nos explicó la utilidad de un pequeño instrumento musical que tocaban los indios y servía para invocar a los espíritus. Calabazas en un bastidor de caña que se golpeaban con los dedos y emitían un sonido de marimbas, pero asociado a una nota adicional, que flotaba suave y estremecía la conciencia. Después nos enseñó unos pañuelos de colores tan vivos que eran resplandecientes. Comentó algunas propiedades de las telas, que nunca se deshilaban ni perdían el brillo por mucho que se lavaran con agua caliente, y nos permitió oler diversos perfúmenes que llenaron el aire de aromas. También nos mostró los insectos embalsamados, las pieles de serpiente y los colmillos de elefante, esculpidos con unas filigranas tan bellas que convertían el marfil en un destello del arte. Quise apreciar lo que supuse una caligrafía pero era demasiado pequeña. Me aparté para contemplar los colmillos en su conjunto, muy altos y blanquísimos, apenas arañados por aquella escritura en relieve. De algún modo inspiraban una cierta sensación de autoridad. Entre ellos destacaba un pequeño escabel de terciopelo granate, sobre el que hice intención de sentarme.

Algo salió de la nada, algo peludo y muy rápido, que se enroscó en mi pierna y escaló sobre mí, ascendiendo hasta la cabeza, desde donde saltó a las manos de Manuel, que había acudido en mi auxilio. Alzando la voz, nos presentó a Macaco, mientras el monito se encaramaba sobre su hombro y permanecía allí muy digno, a salvo de nuestra presencia. Manuel me preguntó si me encontraba bien, a lo que asentí porque aparte del sobresalto no había sufrido ningún mal, y luego bromeó sobre mi desfachatez al arrebatarle el trono al rey mono, porque Macaco, tan insignificante, era la encarnación de una antigua leyenda de las islas perdidas, que se encontraban en un lugar pacífico y asombrosamente calmo. Añadió Manuel algunas bromas más, hasta adoptar un tono serio y admitir que aquel simio era lo único que lo había salvado de la locura durante el olvido, y que después de alimentarlo a mano durante unos días, pareció que recobraba movilidad en la pata lastimada. Pronto pudo andar y correr a su antojo. Se reveló entonces una ayuda inestimable y le descubrió más recursos alimenticios. Pozas donde abundaba la pesca, nidos de huevos y frutas entre la espesura, larvas de hormiga y algunos hongos dulces. Lo necesario para sobrevivir durante casi dos años, hasta que pudo hacer humo para un velero lejano, de pescadores faenando, que lo rescataron cuando había renunciado a la esperanza. Macaco, por entonces su compañero inseparable, embarcó con él, desapercibido entre unos cabos del bote de rescate. El resto fue más fácil, las autoridades se hicieron cargo, informaron a la naviera propietaria del buque hundido y lo interrogaron en busca del lugar del naufragio, por si era posible encontrar otros náufragos. Después compensaron su desgracia y le facilitaron el regreso.

Ahora Macaco era su sombra y lo acompañaba incluso en la alcoba, donde Margarita le había dispuesto un apartado con cojines y mantas para su comodidad. Por lo demás, el monito disfrutaba de su nueva vida y ya había aprendido donde se guardaban las galletas de canela y otras golosinas que habían despertado su codicia. Era un buen animal y muy gracioso, con esa cara pícara y la mirada traviesa, con esos ojos enormes e inocentes y ese morro negro, siempre entretenido en comer algo. Más interesante era la cola, tan larga y flexible que parecía llegar a todas partes. Manuel aseguró que Macaco la usaba para equilibrar el peso del cuerpo, de modo que en realidad casi podía decirse que flotaba en el aire. Daba fe de que su apreciación era cierta, porque había tenido más de dos años para observarlo con detalle. Casi aseguraba que conocía sus pensamientos, de tan estrecha que había sido su convivencia. En una ocasión tuvo fiebre, porque le picó una araña, y Macaco permaneció a su lado hasta que se recuperó, despertándolo cuando el sueño lo arrastraba demasiado profundo y peligraba su vida. Tuvo pesadillas entonces, de sombras rojas que se confundían en un sol crepuscular. El mono estuvo a su lado y le trajo fruta para que comiera y se recuperase. También encontró miel y robó huevos de perdiz para que le sirviesen de sustento. Como si pagase su deuda de gratitud por haberlo salvado de las zarzas. En otra ocasión, enfermó por la picadura de un pez escorpión y Macaco también lo cuidó, como otras veces más, así que cuando el mono sucumbió al hechizo de una serpiente, él estuvo allí para ahuyentarla y salvar a su amigo. También siempre que comía bayas rojas, que lo volvían loco y era como si lo poseyese el espíritu de la selva. Acudía en su auxilio y le proporcionaba agua fresca y raíces curativas, adecuadas para superar la resaca de aquellos frutos narcóticos. A la postre era su compañía en aquel destierro de sol y viento. Después Manuel quedó pensativo y aseguró que tanta soledad había creado un vínculo.

El color dorado de su pelaje le prestaba a Macaco un cierto aire majestuoso, como de rey de la selva o dueño de un imperio. Era muy cómico, porque se movía con ligereza y sus movimientos llegaban a todas partes, con esas manos y pies en miniatura, que parecían humanos pero se revelaban más diestros. A veces pareciera que se detuviese el tiempo y Macaco aparecía súbitamente en cualquier lugar, como si las dificultades del espacio no tuviesen que ver con él. Siempre imitaba lo que veía y jugaba a reproducir los movimientos de su interlocutor, despertando la risa de los espectadores, porque el monito se convertía en un calco del original. También era listo, y aprendió todos los trucos que le enseñamos una tarde, con Manuel bajo la higuera, cuando el abuelo le dijo que si había perdido la memoria, que lo buscaban para matarlo, que tenía asuntos pendientes y lo querían bien muerto, que por eso se embarcó de fogonero tras recién desposarse con su amada, gracias a quien le ofreció ayuda cuando lo buscaban para cobrar su vida, que valía un buen precio pagado por el señor y las autoridades. El asunto fue una disputa de amor que se saldó mal, con un señorito despechado y él defendiendo a la mujer que ahora era suya de tanto esperarlo. Margarita también perdió el sentido y la memoria al quedar malherida aquella noche de su matrimonio, cuando despertó trastornada por su delirio, fija en él para siempre. Lo había esperado cada día desde entonces, hasta que llegó el telegrama y enloqueció aún más, añorando su regreso como si jamás hubiera sucedido nada, como si no se reconociese en la mujer marcada por la botella y pensara que su amor era consagrado y puro. Pero la vida era diferente, porque él había muerto al hijo del señor y las autoridades lo buscaban para prenderlo y conducirlo hasta la horca, el presidio con suerte. Los testigos apoyaban la versión del señor y poco restaba por decir, así que lo mejor era desaparecer y dejar que las venganzas se adentrasen en el olvido. Escapar con Margarita si así lo deseaba y desaparecer para siempre. Manuel dijo no recordar nada, que eso era el sin vivir de un hombre, y se reafirmó en bajar al pueblo y entregarse para aclarar los malentendidos. Alguna reparación habría de haber al daño, y nada mejor que darse a las autoridades y poner en orden la conciencia. Pagaría a la justicia lo que precisase su culpa y regresaría junto a su amada, porque solo la recordaba a ella y la quería para siempre. De nada sirvió que el abuelo insistiera y que Teresa se sumase a sus ruegos de cordura con el argumento de que había sufrido visiones en la madrugada. Manuel no recordaba su vida anterior, pero insistía en que era imposible, que sería un equívoco, que los testigos se retractarían al comprobar su inocencia.

La víspera de la feria del ganado, Manuel se levantó de la siesta bien entrada la tarde, saciado por el amor de su esposa Margarita, y fue al cuarto de baño a completar su aseo personal. Un recipiente con agua caliente le permitía afeitarse mientras Macaco observaba desde el techo de un armario, siempre atento al quehacer de su amo, que lo encandilaba con el brillo de la navaja. Mi abuelo y Teresa acudieron a convencerlo por última vez, aún estaba a tiempo de escapar. Nadie sabía de su llegada porque el cartero era discreto y amigo, y el telegrama se entregó sellado, así que se desconocía su mensaje. No todo estaba perdido, él no estaba allí y aún cabía la huida. Manuel no atendió las palabras del abuelo, ni de Teresa, que advertía de visiones que anunciaban malo. Manuel continuó afeitándose mientras insistía en mejor pagar sus deudas que consumir la vida huyendo. En vano le advirtieron que los odios se mantenían frescos y que trataba con gentes canallas. Quienes se preciaron amigos hacía mucho que lo vendieron a buen precio, los jueces apenas recordaban el caso e irían en favor del poderoso, y huye y vive en lugar de condenarte al presidio o la muerte. El abuelo y Teresa insistieron en torcer el sino de Manuel, pero no hubo modo porque jamás se conoció hombre más obstinado ni confundido en su certeza. La conversación se prolongó más allá de que Manuel concluyese su afeitado, y terminó con un discúlpenme señores, tengo asuntos que resolver, confío en regresar pronto.

Manuel bajó al pueblo entrada la noche y despertó la atención de quienes lo habían olvidado. Un forastero, tan moreno y con ese mono avieso que se mantenía sobre su hombro, difícilmente hubiera pasado desapercibido entre sus antiguos vecinos. Señalaron a Manuel, primero con incredulidad, después con recelo, por si iba armado y pretendía venganza. Al sentirlo tan tranquilo, tan ajeno a sus culpas, lo comprendieron fuera de este mundo, por lo que se limitaron a seguirlo hasta que se adentró en el recinto destinado a la feria del ganado. Despertó el relincho de los caballos, el gruñir de los cerdos, el mugido de las vacas y el alboroto de las gallinas y los pavos, porque todos los animales parecían incomodarse con la presencia del monito. Sin duda reconocían su olor como extraño y sentían miedo. Las cabras huían, las ovejas se amontonaban en la esquina más apartada de sus corrales, todo era confusión y chillar de bestias. Hasta que los operarios cerraron todos los accesos al recinto que albergaba la feria, y un grupo de hombres irrumpió armado, un grupo de hombres conducido por otro más elegante, más distinguido, que era señor e imponía su autoridad. Detuvieron a Manuel y sin mediar palabra la emprendieron a golpes. Macaco se encaramó sobre un poste, lejos del alcance de los hombres, que continuaban golpeando a Manuel. Insultos, gritos y el jadear cansado de los verdugos. Pronto sólo quedó el rumor sordo de los golpes, hasta que el hombre elegante ordenó arrojar la basura a una pocilga apartada, donde los cerdos se ocuparían de los deshechos. Macaco escapó por un tragaluz muy alto, próximo a las ramas de los árboles.

Tras la cena, el abuelo disfrutaba de su tabaco bajo la higuera cuando apareció el monito, convertido en un torbellino. Como siempre, el tiempo pareció detenerse ante la armonía y velocidad de sus movimientos. Macaco no atendió al abuelo, ni a Margarita, ni a nadie que intentara atraerlo. Corrió enloquecido por la casa, saltando entre los muebles, trastornado por un frenesí incomprensible, sin esfuerzo, como fundido con el aire. De repente, sin que Margarita o el abuelo acertasen a impedirlo, encontró las bayas rojas y corrió con su botín bajo los colmillos de elefante, al taburete granate que extendía su reinado, donde se entretuvo en devorar su tesoro. Después permaneció tranquilo mientras el abuelo se acercaba por su espalda, para atraparlo e introducirlo en un saco, a la espera de tomar una decisión mejor. Macaco presintió al abuelo, se encaramó sobre uno de los colmillos y pareció leer las letras sobre el marfil. Descendió inspeccionando la escritura diminuta hasta que se detuvo sobre una mano y un pie, desafiando la gravedad. Movió la cabeza como si pensase, emitió unos gruñidos y mostró sus dientes afilados. Saltó sobre el taburete, un armario, una mesa y un canasto, saltó aquí y allá, buscando entre los insectos embalsamados, las telas y las pieles de serpiente. Hasta que corrió al baño, rompió unos vidrios y escapó por la ventana.

El abuelo revisó los desperfectos y corrió tras Macaco, que había escapado cuesta abajo y se dirigía a los campos o el monte quizás. Supuso que las luces del pueblo atraerían al mono y se apresuró para escapar a las visiones de Teresa, que habían adelantado la desgracia incluso antes de la llegada de Manuel, con la visita del cartero. Después comprendió que Macaco no corría hacia la luz, sino hacia Manuel, que se encontraba en algún lugar del pueblo. El mono pretendía avisar sobre el percance de su dueño, que sin duda se había procurado la desgracia. Por supuesto el abuelo había reconocido el peligro, pero disculpó la visita de Manuel porque lo adivinaba sensato. Cuerdo para unas noches de amor al abrigo de miradas indiscretas, para vivir siempre allí si ese era su deseo, pero con discreción, sin comprometer a los demás. Presentarse en la feria de ganado, bajo la carpa de lonas grises donde estaría el señor y sus hombres, al margen de autoridades que reclamaran su custodia y de testigos que pudieran delatar el crimen, no era temerario sino suicida, y Manuel con su olvido ponía su destino en manos del señor, hermano del muerto, que no tendría piedad. Pero no era momento de lamentaciones, pensó el abuelo mientras alcanzaba las primeras calles del pueblo, desiertas por la oscuridad y la hora tardía. Continuó guiado por su instinto mientras se preguntaba porque Manuel volvía a casa de Margarita, que tanto visitó cuando su amor cobraba un precio, cuando todos la pretendían antes de que se rasgara su belleza en aquella disputa de gañanes y quedase marcada para siempre, antes de que perdiera el juicio y desayunara cada mañana leche y sopas de avena en la cocina de la abuela, antes de que su rostro se malograse con esa cicatriz que rompía su mejilla con la amargura del pasado. Margarita tampoco recordaba nada, para ella fue siempre así, con esa marca de nacimiento que Manuel no veía, con esa sonrisa rota que a su hombre le inspiraba pasión.

El abuelo vagó por instinto hasta que lo reclamaron unos gemidos de animal. Se orientó hacia la carpa de la feria del ganado, y entró guiado por un presentimiento aciago. El abuelo no sabe cómo describir su hallazgo. La sangre rezumaba en el aire, entre el hedor de los animales y sus excrementos. Todo lo que vivía bajo el pabellón de la feria agonizaba tras una vorágine de cuchilladas inimaginable. En apenas los minutos que el abuelo había tardado en bajar la cuesta y llegar hasta el pueblo, el mono, más rápido, había adelantado lo suficiente para ensañarse con cuanto vivía bajo la lona. Comprendió el abuelo que Macaco había robado la cuchilla de Manuel, la que tanto brillaba mientras su amo se entretenía en el aseo, y que voló repartiendo navajazos a su alrededor, como una peonza diabólica e increíblemente certeza, porque todas las cuchilladas habían sido fatales. La agonía de la últimas bestias componía un gorgoteo tan atroz que despertaba el miedo. Era imposible comprender como había tenido tiempo de decapitar a cientos de pavos y pollos, a decenas de ovejas, terneros y cerdos, a los caballos, destripados con un corte larguísimo, y a los carneros, minuciosamente heridos con cuchilladas tan precisas que la muerte fue rápida. Entre miles de cadáveres animales, el abuelo encontró a los hombres que el mono había degollado y al señor, con quien parecía haberse entretenido en una suerte especial, que nunca contó.

Macaco se plantó ante el abuelo y este pensó que había llegado su última hora. Completamente empapado en sangre, con la cuchilla de Manuel en su mano derecha, brillando entre vetas encarnadas y convertido en el instrumento de la venganza. Macaco gruño, saltó y se detuvo inmovilizándose en el tiempo como solo él sabía, esperando al abuelo, que corrió hasta Manuel, malherido en el fondo de una pocilga, rodeado de cadáveres e inmundicias. Sobreponiéndose a la dulzura empalagosa que inundaba el aire, el abuelo arrastró a Manuel hasta la salida, donde un soplo de aire fresco lo arrancó del espanto que dejaba atrás. Se apartó unos pasos y alivió su angustia. Luego recogió a Manuel, malherido pero aún vivo, y lo arrastró como pudo, dejando atrás el silencio. Después el abuelo recuerda esfuerzo porque Manuel viviese, porque despertase y ayudara en su huida, cuesta arriba, muy alto, a una de esas travesías donde nunca para nadie, donde todo se olvida.

Manuel tardó mucho tiempo en sanar, porque las costillas rotas eran muchas y otros dolores afligían su cuerpo. Pero era fuerte y había sobrevivido a un naufragio y a sí mismo, de modo que prosperó con los cuidados de Margarita y las sopas de la abuela, que lo acompañaron mientras permanecía encerrado para evitar miradas curiosas, porque el revuelo había sido mucho y convenía ser precavido. En aquellas semanas el abuelo se entretenía más bajo la higuera, para encontrarse con los distraídos que recalaban en aquella travesía remota, por si mentaban rumores o noticias confirmadas. Supimos así que se organizó un gran alboroto a primera hora, cuando el personal de la feria descubrió el horror bajo la lona, con miles de animales incomprensiblemente sacrificados y envueltos en lo que parecía una lluvia de sangre que hubiese empapado las lonas de la carpa, los maderos del andamiaje, las cuerdas, el serrín y los aparejos restantes. Todo rezumaba sangre, mucha más de la que hubiera correspondido en razón a los animales muertos. Veintiocho hombres aparecieron degollados, casi de idéntica manera. Al señor le había correspondido una suerte distinta, menos noble. No cabía imaginar culpables de una carnicería tan cruel, porque no se imaginaba una matanza tan feroz sin que los vecinos quebrasen el sueño, y nadie, absolutamente nadie había escuchado un murmullo o un romperse la calma, algo incomprensible en opinión de los investigadores. Se buscaron huellas entre el barro ensangrentado, la policía e incluso el ejército colaboraron en estudiar los cadáveres, el lodo, los maderos, las cuadras, el yeso de las paredes, todo empapado de una sangre que parecía inundarlo todo bajo la lona de la feria.

Pronto supimos de la recuperación de Manuel, por el gemido de Margarita en la noche y porque cada mañana, completamente trastornada por la dicha, llegaba a la cocina para beber el vaso de leche y las gachas de avena que la abuela le preparaba, y pedía consejo para la comida o le encargaba víveres de la tienda, arriba de los escalones, porque a ella le era imposible, por el problema de su hombre, que se arreglaría sin más que recibir unos papeles. Con la felicidad de la enamorada suspendida en sí misma y colmada en su amor. Así un día y otro, mientras el abuelo se entretenía bajo la higuera, por si pasaba alguien, por si se escuchaba algo. Llegaron rumores y muchos, pero quedaron en nada y al final se olvidó la tragedia y se alzó un edificio sobre el solar de la matanza, un mercado nuevo que hacía falta en un aquel sitio.

Hasta que una noche de verano Manuel salió bajo la higuera, a charlar con el abuelo, y se acercó Teresa y dijo que sus sueños estaban limpios y que el peligro había pasado. Vinieron entonces Margarita y la abuela, y escucharon un alboroto de hojas en las ramas altas del árbol, y Macaco cayó sobre el hombro de su amo, donde se mantuvo como por ensalmo, haciendo gala de su prodigioso equilibrio. Permaneció un segundo inmóvil, como petrificado en el tiempo, y prosiguió su incesante actividad de mirar, de rascarse, de llevarse algo a la boca. Manuel sonrió y dijo que afortunadamente no quedaban bayas rojas, que el mono había olvidado su vida en la isla, porque lo conocía, porque era así, que la soledad crea extraños vínculos, que Macaco aún agradecía la liberación de los espinos y que su fidelidad trascendía a las palabras. Acarició suavemente al monito, sobre la cabeza, y Macaco saltó de su hombro y corrió a casa, como si nada hubiera sucedido y sus fatigas de prófugo careciesen de importancia. Después Manuel miró al abuelo y a Teresa, muy solemne, muy serio, y dijo que su vida empezaba allí mismo, aquel día, junto a Margarita, porque sus almas eran compañeras en el silencio de aquel rincón perdido, donde nunca llega nadie, donde se perdió la memoria.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 21 de febrero de 2014

Reflejos equivocados

A quienes sobrevivieron a sí mismos


Lo encontré en una tienda de antigüedades, entre unas telas doradas, devolviendo mi imagen. Retrocedí y me enfrenté a mí mismo, que parecía más delgado. Supuse el espejo habría pertenecido a una tienda de ropa, donde a veces buscan este efecto óptico para propiciar las ventas. La vanidad bien explotada puede ser muy provechosa. En mi caso funcionó a la perfección, me atrajo desde el primer instante. Me acerqué a revisarlo con más detalle, ya interesado, y aprecié el valor de su marco, que superaba mi altura en más de una cabeza y era basculante. De madera muy densa, con tracerías y volutas exóticas, me pareció nogal, pero reconozco mi ignorancia. Aún así pude apreciar una pátina pegajosa, que me sorprendió con un vago rechazo. Aparté unos arcones que me dificultaban el acceso y lo miré por detrás, por si su espalda mostraba el anagrama del fabricante o la fecha de su creación. También por comprobar si el montaje era limpio, si se empleaban grapas o pinzas y el estado de estas sujeciones. Me pareció un trabajo muy pulcro, aunque tampoco habría objetado de no parecérmelo, porque ya había decidido su compra. No regateé con el vendedor, que pidió un precio razonable. Pagué y acordamos que lo enviaría a mi domicilio, un ático alquilado unos meses antes. Me gustaba mirar los tejados en los días de lluvia.

Ubiqué el espejo en un ángulo del dormitorio, al fondo, cerca de la ventana. Tampoco me pareció importante, porque el bastidor contaba con unas pequeñas ruedas que permitían su movimiento. Me agradaba que basculase y durante los primeros días no desaproveché la ocasión de hacerlo oscilar, para que mi reflejo subiese y bajara alternativamente. Un pasatiempo derivado de la infancia, que mantuve hasta que me acostumbre a su presencia y lentamente quedó relegado a su tarea fundamental, confirmar la idoneidad de mi aspecto antes de salir. El otro espejo, el del cuarto de baño, solo me permitía corroborar mi aseo personal, el afeitado, los ojos, que a veces precisaban colirio, especialmente en primavera, cuando la alergia los irritaba con la furia de los pólenes. Para el vestido era insuficiente, los pantalones, los zapatos y la sensación general de mi persona quedaban muy lejos de las posibilidades del cuarto de baño y se relegaban a la conformidad de la alcoba. Pronto mi uso del espejo se limitó a una especie de confirmación cuando estimaba concluido mi acicalamiento social. Me desentendí conforme se integraba en mi vida y no le presté atención durante las siguientes semanas.

La descubrí una mañana, y confieso que en principio no me pareció importante, una mancha en el rostro, cerca del extremo del ojo. Tenía forma de media luna y apenas resaltaba sobre el fondo más claro de la piel, así que supuse que no tenía por qué preocuparme y me dirigí al trabajo. Fue una jornada monótona, aburrida, sin comentarios sobre la pequeña mancha que afeaba mi rostro. Concedía demasiado protagonismo a algo que a la postre era insignificante. Figuraciones mías, pensé, y quise restarle importancia, pero lo cierto era que me había invadido un vago malestar, algo que no sabría definir con exactitud, pero que me incomodó buena parte del día y empeoró a última hora, poco antes de la salida, cuando la media luna me picaba y me ardía y deseaba hacer algo para mitigar la desazón. Me rasqué a hurtadillas, en la oscuridad del servicio, pero nada alivió mi frenesí, que sorprendentemente se suavizó a la salida, quizás por el aire fresco.

El espejo me mostró que la mancha era más grande y más oscura, como si destacarse sobre la piel circundante, aunque no distinguí el enrojecimiento propio de una infección, que tanto me preocupaba y que había supuesto en el origen del picor que me obligaba a rascarme con tanta insistencia. Me sorprendió la ausencia de marcas de uñas, porque me había arañado con desesperación. La mancha había perdido su contorno original y ahora era una moneda que se alargase hacia la oreja, como a la búsqueda de nuevos territorios. Dormí incómodo, con pesadillas que turbaron mis sueños.

Volví al trabajo por obligación, como no podía ser de otro modo. Apenas había dormido por el desasosiego y una inquietud obsesiva. Llegué a la oficina y me entretuve en tareas rutinarias, hasta que el dolor se hizo insoportable y me obligó a refugiarme en el servicio, donde pretendí aliviarme con agua fría mientras luchaba contra la locura del picor, aunque no con demasiado éxito. Creí que me arrancaría la cara, pero me contuve como pude, llorando y mordiéndome los puños, hasta que conseguí sosegarme y respirar en silencio. Busqué al jefe de personal para solicitar mi dispensa, y alegué que una intoxicación aconsejaba mi permanente alivio en el excusado, y que regresaría a sus órdenes en cuanto lo permitiera mi fisiología. Se lo tomó con humor y autorizó mi salida. Abandoné el edificio casi temblando por el fuego incontenible que abrasaba mi rostro y de nuevo encontré sosiego en la frescura de la niebla.

Regresé por un atajo que empleaba en situaciones urgentes y sentí que la desazón remitía conforme me aproximaba a mi domicilio, tanto que me atreví a detenerme en una tienda del barrio para adquirir algunas provisiones. Después anduve por calles húmedas, apresurado por la ansiedad. El ardor de la mancha parecía sosegado, pero deseaba comprobar su aspecto cuanto antes. Al alcanzar mi hogar el dolor había desaparecido totalmente. Cerré la puerta y me desprendí de la gabardina y el sombrero. Dispuse la luz adecuada y me enfrenté al espejo. No cabía duda, la mancha era mucho más grande, se extendía hasta el oído, invadiendo casi toda la mejilla. Los capilares venosos se habían roto y la piel había adquirido un color levemente morado. La frente también estaba afectada y la nariz parecía partida en dos por su línea de simetría. En algunos lugares había adquirido una coloración levemente blanquecina, como empañada. Era sencillamente espantoso. Tuve la necesidad de lavarme y fui al aseo. Me sentí aturdido cuanto me asomé al espejo del baño y comprobé que mi apariencia era perfectamente normal, acaso con la mejilla ligeramente enrojecida. Quedé paralizado por el asombro. La mancha no existía. Regresé a la alcoba y me enfrenté de nuevo al espejo. Ahora la mancha era exactamente igual que antes, invadía casi toda la mejilla. Sentí una vaga repugnancia.

Dormí muy mal y desperté entumecido. Terminé la ducha con agua muy fría, para intentar despejarme antes de salir hacia la oficina. Me sequé cuidadosamente con la toalla, lo recuerdo bien, y regresé a la alcoba, donde debí desfallecerme. Tuve un instante de lucidez a mediodía, derrumbado sobre la cama y envuelto en una dolorosa lasitud. Parecía como si me hubiesen atropellado. Intenté incorporarme pero me sumergí en un delirio que asocio a los vapores verdosos del cloro. Quizás imaginé que me envolvía un gas envenenado, al estilo de las novelas de misterio, de las que me confieso incondicional. Oscurecía cuando me incomodó el frío de la noche, que parecía haber congelado la fiebre. Cerré la ventana entreabierta, no sin antes recrearme con el vapor mojado que convertía las luces de la ciudad en un destello entre los fantasmas de los edificios vecinos. Encendí la chimenea, un lujo que exigí al contratar el ático, y me desnudé frente al espejo.

Confieso que me miré desde todas las posiciones posibles, algunas ciertamente indecorosas, pero debía asegurarme de que la mancha solo vivía en mi rostro. Me alivió comprender que ningún lugar se había visto afectado más allá del cuello, que parecía ciertamente perdido, según unas salpicaduras que no admitían duda sobre su origen. Apenas me sorprendió que el espejo del baño mostrase un escenario diferente, donde mi piel se mantenía sana y todo era producto de la imaginación. Avivé el fuego, en el exterior la bruma había invadido la ciudad con una grisalla que difuminaba las formas y convertía los tejados vecinos en un confundirse de siluetas. Dispuse las luces, me situé ante el espejo y me observé detenidamente. Todo parecía en orden, excepto la mancha. Me contemplé en el espejo del baño, que había descolgado y tenía junto a mí. Tal y como esperaba me encontré ileso, como antes de que la pesadilla irrumpiese en mi vida. Tuve entonces una idea y enfoqué el espejo del baño sobre el espejo de pie. Lo que vi me aterró, hasta el punto de que solté el espejo del baño, roto contra el piso y convertido en mil fragmentos pequeños. Quedé sobrecogido de espanto, me había visto invadido por la mancha y convertido en algo indefinido, hinchado, sin apariencia plenamente humana. No recuerdo más, supongo que perdí la cordura. Me desperté varias veces frente al espejo, el fuego se consumía lentamente.

Desperté pasado el mediodía, completamente exhausto. La mancha había deformado mi rostro y mi cuello. En algunos lugares se alzaba un vello suave, algo etéreo que se me antojó un moho gris, blanquinoso, no sabría precisar. También tenía un hombro afectado. Busqué hasta encontrar uno de los fragmentos del espejo roto contra el suelo, uno que me pareció suficientemente grande. Tuve precaución de no cortarme y me asomé a su reflejo. Normal, perfectamente normal. Me sobrepuse a mi mismo y me vestí, decidido a no concederme una oportunidad para reflexionar. Salí al descansillo de la escalera e intenté escapar. Apenas había descendido hasta el primer rellano, cuando sentí un dolor irresistible, que taladraba mi ser y ardía con una desazón atroz. Retrocedí sobrecogido por un cieno que parecía surgir de mi mismo, y caí entre los polvorientos escalones. Sentí cierto alivio. Retrocedí un poco más, movido por un impulso instintivo, y sentí que me aliviaba más. Pensé en escorpiones sobre mis labios, en hormigas que devoraban mi cabeza, en un terror sin forma que cegaba mi pensamiento. Continué retrocediendo, martirizado por un sufrimiento indescriptible, hasta cerrar la puerta del ático y sentirme mejor, casi bien. Comprendí que era prisionero del espejo.

La mancha invadió mi cuerpo durante los días siguientes, tal como había vislumbrado al mezclar la luz de los espejos, como adelantándome al futuro, y la acompañó un moho que pronto me convirtió en algo irreconocible. En los fragmentos del espejo roto mi aspecto era el usual, pero en el espejo de la alcoba apenas acertaba a reconocerme. Si movía mi mano derecha, la imagen del espejo movía su mano izquierda, con la precisión esperada y el detalle requerido, era mi ser especular, no cabía duda, pero no era yo, sino una forma infame, envuelta en un repulsivo vello que parecía imitar mis movimientos con una precisión que corroboraba mi identidad. Miré mis manos, miré mis piernas, normales, y me dije que para mis ojos me preservaba inmaculado. De repente consideré que la única discrepancia fuera el espejo. Me levanté y le di la vuelta, encarándolo hacia la pared, con lo que yo solo vería su espalda. Me sentí aliviado, muy aliviado, casi libre. Abrí la ventana y miré a la nada, hasta que me invadió una dulce paz y cerré porque sentí el frío y había tomado una determinación. Me abrigué lo imprescindible, tomé el sombrero y me dispuse a abandonar mi hogar para siempre.

Antes de cerrar la puerta tuve que rendirme a un dolor que me convertía en un ser muerto. No recuerdo ningún pensamiento, ninguna sensibilidad de lo que me rodeaba. Creo que regresé a mi alcoba y me tendí sobre la cama. Solo es una suposición, porque lo cierto es que nada subsiste en mi memoria sobre lo que aconteció en aquellos instantes, y añado que la palabra instantes no tiene ningún significado, porque no guardo ninguna referencia temporal de cuánto se prolongo mi trance, aunque no debió ser mucho, solo recuerdo una luz que cegaba mi mente y que solo identifico con un dolor más allá de la comprensión racional. Desperté sobrecogido por una náusea de tierras corrompidas y salté de la cama como impulsado como un resorte. Allí estaba, no importaba que se encontrase de espaldas, enfrentado a la pared, el espejo reflejaba por ambos lados para mostrarme la criatura que vivía en un mundo idéntico a mi dormitorio. Me trabé en mis pensamientos y me sentí aterrado. El espejo no reflejaba un estar idéntico al mío, donde sólo se hubiera alterado mi reflejo. Tras de mí, en una de las patas de la cama, la imagen del espejo mostraba algo diferente.

Me sentí desfallecer, como si algo se hubiese quebrado en mi interior. De nada sirve decir que tuve miedo, porque para entonces el miedo era para mí un compañero inseparable. Tenía miedo del dolor que me convertía en nada, de la imagen monstruosa que me devolvía el espejo, de la formas inalteradas que mostraban los otros espejos, y del arbitrio inseguro que ejercían mis ojos, ahora ciertamente cuestionados en su apreciación de la realidad. Al margen de lo que pretendiesen mi afán y mi deseo, lo cierto, lo irrefutable, era que en la cama había un garabato perfilado simétricamente igual al del espejo, con lo que el camino a la especulación quedaba severamente reducido. El razonamiento pronto se redujo a una disyuntiva. El espejo mostraba un universo distinto, con lo que yo no pertenecía a mi imagen especular, o bien era fiel a lo que existía a este lado, lo que era aún peor. No tuve consuelo.

El inspector médico llamó a mi puerta a media mañana. Le abrí como se abre a la única posibilidad de estar errado en la desgracia, con deseo y temor. Pronto se impuso el espanto. El inspector retrocedió al enfrentarse a mí, vi el terror en sus ojos y supe qué veía. Retrocedí y le pedí que entrase y se sintiera en su casa. Denegó con un gesto y se mantuvo en silencio, sobrecogido por el hedor que escapaba de mi cuarto y que ahora yo también percibía, quizás por el contraste con el aire inocente de la escalera. Le confesé que me sentía vencido por la fiebre, y que acaso cupiese la posibilidad de contagio, así que sometía mi caso a su criterio, en la confianza de que obraría lo mejor. Asintió y adiviné la repulsión en sus ojos. Necesitó un tiempo para contenerse, pero supo vencer el asco que le inspiraba y acertó a asegurar que probablemente era víctima de una enfermedad tropical, o de una alergia ignorada para la ciencia, de modo que lo establecido por el procedimiento era declararme en cuarentena y advertir de la gravedad de mi caso. De momento me prescribía unos analgésicos, los más fuertes de su maletín, que me dejaba allí mismo, en el suelo junto a la puerta. Por supuesto advertiría a las autoridades médicas y a los centros de investigación, porque mi caso requería estudio. Después, para corroborar la fidelidad de sus palabras, vomitó en el rellano de la escalera. Me sentí humillado y proscrito.

Se fue y pensé que su visita obedecía a una alucinación. Era preferible imaginarlo así, porque lo contrario suponía aceptar que me negaba a la verdad. La cama, efectivamente, descubría un garabato, aunque mis ojos no lo percibieran. Al tacto era inapelable, revelaba su perfil bajo la superficie de la madera, como se presiente un enrojecimiento o una picadura que no deja huella en la piel. Inesperadamente me sobresalté, mis ojos veían el garabato sobre la madera, no como se dibujaba en el espejo, sino como un mero oscurecimiento, muy diluido, casi imperceptible, pero aterradoramente igual. De algún modo se había velado la luz de mis ojos.

Condenado a la cuarentena perdí toda esperanza. El garabato de la madera fue cada vez más nítido, hasta alcanzar la exactitud con el reflejo original. Me pareció que la superficie del espejo se descomponía, que todo era un frenesí que me abocaba a la desesperación de lo imposible. No sé como pude sobreponerme a un hechizo cada vez más intenso. La concordancia del espejo con lo que mostraba mi mirada pronto fue irrefutable. La alcoba empezó a cambiar, yo mismo empecé a cambiar. Mis manos, los brazos, todo concordó con el espejo, no de repente, sino con una sádica lentitud, hasta verme convertido en el horror que habitaba al otro lado. También cambió la alcoba. Al principio me pareció que se enturbiaban los detalles, que la realidad y su reflejo se envolvían en una pátina emborronada. La misma luz de la ventana se difuminó tras una escarcha marchita. Sin embargo, el fuego mantenía la estancia templada y la fiebre no me causaba ninguna inquietud.

Otra vez enloquecí y me adentré en una noche que mudaba el paisaje de la habitación mientras yo permanecía tendido en el lecho, boca arriba, sin que nada me importase. Se olía diferente, una especie de maleza o moho crecía más allá del umbral definido por el espejo, como una puerta que se adentrara en otra dimensión. Viví pesadillas aterradoras, con seres difusos que acechaban entre trochas y senderos del bosque, perdidos en el vigoroso picoteo de los pájaros que taladran los troncos.

Cuando desperté, el mundo no era mi mundo y la vida no era mi vida. La habitación había cambiado. Reconocía la cama, el perchero, la bombilla y la mesa, pero todo parecía invadido por una maleza igual al moho que había presentido sobre mi piel, pero de mayor tamaño, adaptado para invadir el espacio que me circundaba. La mesilla, la cama, las paredes, todo era gris, descompuesto por una podredumbre inveterada. Y mi reflejo, irremisiblemente deformado hasta lo grotesco, convertido en una absurda bola de filamentos algodonosos, parecía deshacerse en nubes de hebras tras cada roce inesperado, tras cada removerse del entorno. Si movía las sábanas, si acariciaba el armario o abría la cómoda, se desprendía un polvo que sofocaba la respiración e invadía el aire de un modo ubicuo, omnipresente, como un pulverizado que todo lo corrompiera con su fétido aliento. Comprendí que no podría escapar a mi destino.

Quedé frente a mi reflejo y me sentí envilecido por una maldad indescriptible. Reparé en las nubes de polvo que se desprendían de mi cuerpo con cada movimiento, y supe que eran las esporas de esa maleza gris. Grité desesperado y de mi garganta solo brotó un vapor de gránulos ocres, vestigios de un universo prohibido que pronto germinaría en tierra fértil. También escuché un gorgoteo sofocado y ronco que apenas reconocí como mi voz. Busqué un fragmento del cristal del baño, el más afilado, el más cruel, para hundirlo en mi corazón y poner fin a tanto sufrimiento. Pero mis manos habían perdido su destreza, embozadas por una borra que se desprendía en mechones ingrávidos. Me sentí cansado, derrotado por esa arena gris que todo lo manchaba con su versión podrida de la existencia.

Supe que era indigno y blasfemo, portador de las desdichas, señor de la esclavitud y la muerte, abanderado de un horror más allá de la comprensión. Lentamente, un borboteo nacía en mi interior. Un pálpito, un latido, un atronar de cascos desbocados. Desde el centro de mi alma se abrió paso una presión incontenible y vislumbré que me buscarían meses después, cuando concluyese la cuarentena y las autoridades retirasen el precinto de la vivienda. Encontrarían un polen gris sobre los muebles, sobre la cama, las paredes y el suelo. Sentí que me disgregaba, que me deshacía en partículas minúsculas mientras la opresión se multiplicaba en un efervescencia próxima a estallar. La policía solo encontraría esa ceniza gris que lo inundaba todo y se adhería a la ropa, el calzado, la piel, el cabello. Se desprendía lentamente y viajaba a todas partes, para envenenar la vida misma y corromperla con la putrefacción de las ciénagas. Pero ya nada importaba, me deshacía en un polvo de esporas que esparcían su horrenda existencia. Al otro lado del espejo, la silueta de la criatura se difuminaba arrastrada por el viento.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 14 de febrero de 2014

El hombre plateado

A los que esperaron toda la semana


La semana amaneció inundada con su publicidad. En el colegio, desde un mes antes, destacando sobre los paneles informativos, con charlas de los profesores y recordatorios por megafonía. Las carteleras de los cines le habían cedido parte de su tamaño, los paneles de los autobuses mostraban un mensaje único y nada, absolutamente nada, hacía referencia más que a su inminente llegada. En la tienda de la esquina, la academia de matemáticas y en el parque de los patos no se hablaba más que del sábado, en la explanada del puente.

La radio lo repetía sin desfallecer, en cada pausa, en cada intermedio, junto al cacao, el brandy y las nuevas lavadoras, el hombre plateado llegaba con un despliegue de policía que garantizaba la seguridad y el orden. El alcalde pronunciaría un discurso, tras unas palabras de los patrocinadores del evento y un espectáculo de bienvenida del que no se conocían los detalles. Todo previsto para entregar las llaves de la ciudad al hombre plateado.

Durante la semana se engalanaron las calles, se alzaron los palcos de las autoridades y se dispusieron vallas para contener al público. Se comentaba, se decía, se especulaba sobre su aspecto, aunque nada se sabía porque inaugurábamos una larga gira nacional, donde se visitarían las capitales de provincia y algún pueblo que destacase por sus tradiciones o tamaño. La expectación era máxima. Se discutía brusco y con fundamento en la barbería, entre el chasquido de las tijeras y el penetrante olor de las lociones de afeitado, donde las disputas eran más que voces, en el bar se especulaba sobre cuales serían sus primeras palabras, y junto al menú de la pizarra se mostraba un mapa con el lugar donde se reunirían los integrantes de un grupo formado para la ocasión. También en la confitería, donde los chicles de fresa olían tan fuerte y los bollos siempre eran recién hechos, con su azúcar por encima y ese tostado de caramelo. Incluso en la farmacia, por donde pasé a recoger una medicina, el boticario lo comentaba con una anciana que me pareció muy frágil. En la mercería, en el taller de camiones y en el hilado del cobre, casi junto a la estación, el hombre plateado llegaría el sábado.

Mis primos llegaron el viernes por la mañana. En el ferrocarril, a primera hora, con muchísimo frío, y los esperamos en la cafetería porque en el andén el viento soplaba demasiado fuerte y helado, propio de un enero que desaconsejaba esperar a la intemperie. El tren entró en la estación y pudimos recoger a los primos, que llegaban excitados por la novedad de pasar el fin de semana con nosotros. Se había doblado el número de vagones y los viajeros inundaron las calles adyacentes, donde se habían instalado los vendedores ambulantes, con sus tenderetes y sus puestos donde se ofrecían desde estufas antiguas a desechos de mudanza y herencia. Fuimos directamente a casa, para deshacer el equipaje y dejar todo dispuesto para la noche. Después salimos a pasear por el barrio, para que mis primos lo disfrutasen antes de la tarde, cuando iríamos a la feria instalada en las afueras, a donde viajaríamos en autobús, para disfrutar del ambiente y montar en algunas atracciones, que eran más grandes, arriesgadas y espectaculares de lo habitual. Recuerdo que me cegaba el reflejo del sol en las losetas de la alameda y que caminaba con los ojos entornados.

Comimos de pie, entre la barra y el servicio de una bodega que conocía mi padre, en el centro. Esperamos hasta que conseguimos adueñarnos de un pequeño hueco que nos sirvió para desprendernos de los abrigos y dejarlos sobre unos taburetes. Mi tía y mi madre doblaron cuidadosamente las ropas, para que no se arrugasen por amontonarse sin precaución, y las apartaron hasta donde supusieron que se mantendrían a salvo de las manchas. Nos desprendieron de los abrigos, hacía calor por la gente que se agolpaba en la barra. Me gustaron los tirantes de mi tío y la camisa de rayas finísimas, que me pareció muy elegante. Dijeron donde la habían comprado en la sastrería del pueblo, que siempre había vestido a la familia y que ahora, con un aprendiz y las revistas de moda que recibían del extranjero, había mejorado tanto que la alta costura parecía nacida en su taller, porque era preciso reconocerlo, el hijo trabajaba mejor que el padre. Tenía otro gusto para las telas y era muy fino en los patrones y el corte. Después me desentendí porque nos sirvieron aceitunas para que entretuviésemos la espera. Jugué con mis primos en ver quien llegaba más lejos escupiendo el hueso, y hubiera ganado, pero se suspendió porque molestamos a nuestros vecinos de barra y mi padre nos ordenó parar. Comimos patatas fritas, queso, alas de pollo y arroz con leche como postre.

Pasamos por casa de otro de mis tíos, que trabajaba en la ciudad, con el que apenas coincidíamos porque vivía en un barrio apartado. Me sorprendió que tuviese el pelo completamente blanco. Lo recordaba moreno y con un bigote muy negro, que ahora era gris, por las canas, un poco amarillas sobre el labio superior, supuse que por el hábito de fumar. Mis padres dijeron que el tiempo no perdona y era ley de vida, y todos asintieron, porque al parecer eso era así y no cabía ninguna discrepancia. Mis primos y yo nos entretuvimos en un cuarto anexo, que pertenecía a un hijo mayor que estaba fuera, la verdad en que no lo supe muy bien, pero apenas importó porque el cuarto rebosaba de juguetes y pronto encontramos unas pistolas que disparaban bolas de goma y nos entretuvimos en escondernos y luchar, hasta que se rompió un vaso o un jarrón, del que solo recuerdo una infinidad de fragmentos inundando el suelo y a mi tía con un recogedor y pidiendo disculpas por lo que era un accidente. Después nos dejaron unos fascículos encuadernados, que nos entretuvieron hasta que mi padre aseguró que era un poco tarde y que debíamos salir para llegar a buena hora y que no hubiese demasiada cola para las atracciones. Mis primos gritaron felices, les incomodaba la lectura.

La feria me sorprendió porque era más grande y completa que otros años. Disfruté muchísimo, quizás por ir con mis primos. Mi tío pagó varios viajes y mi padre lo imitó en una carrera para ver quien era más generoso, de modo que nos beneficiamos de una suerte inesperada. Recuerdo demasiado ruido y bastante vértigo, porque a mis primos solo les interesaban las atracciones emocionantes y muy aéreas. Persiste en mi memoria un instante de confusión cuando viajábamos en la noria, al sentir que me desprendía del asiento y apoyar mis manos sobre el techo, mientras me encontraba boca abajo y descubría que mis bolsillos se vaciaban en una lluvia de objetos que aparecían ante mí, flotando en el vacío. Duró un instante, porque cayeron muy rápido y jamás pensé en soltarme para impedir su caída, que ocurrió mientras yo empezaba a doblarme sobre mí mismo y a sentir que ocultaba el cuello entre mis hombros. Por fortuna la noria reemprendió su movimiento y regresamos a la posición normal, aunque con los bolsillos vacíos. Nos devolvieron los objetos perdidos unos empleados muy amables que atendieron a una legión de viajeros confusos, a quienes mostraban las pertenencias encontradas antes de dirigirlos a la salida. Mis primos disfrutaron mucho, yo no tanto.

La noche fue muy divertida, porque dormímos en la habitación de invitados, donde habíamos desplegado unas colchonetas. Tuvimos la luz encendida hasta que una lucha de almohadas y cojines despertó el enfado de mis tíos, que nos riñeron y ordenaron apagar la luz. Continuamos en voz muy baja y en la oscuridad hasta que también nos reprendieron por nuestras risas, así que nos callamos y al poco escuché la respiración del primer dormido, más regular y profunda. Pronto solo quedé yo, escuchándolos a todos y emocionado porque ya empezaba mañana. Me dormí y soñé brevemente con un bosque de higueras, en el pueblo con mis primos, que me enseñaban a trepar y perseguir libélulas. Luego alguien protestó porque se filtraba la primera luz, con lo que hicimos correr la noticia de que era de día hasta que todos estuvimos despiertos. Jugamos un rato y nos llamaron para el desayuno. Entonces nos vestimos y fuimos corriendo al baño y después a la mesa, donde mi padre aseguró que no teníamos prisa y que comiésemos tranquilamente. Mi madre había bajado a la confitería mientras mi padre hervía el chocolate, y subió con una bandeja llena de hojaldrados, bizcochos y galletas de muchas clases. Terminé con un sabor de coco en la boca, después de la vainilla y el cacao. Nos pusimos las bufandas y salimos de la casa cuando el sol ya había derretido la escarcha.

Era una mañana anaranjada, con jirones de nubes que se resistían a ser grises y variaban entre el cobalto y el ocre. Eso dijo mi tío, que sabía de metalurgia y había trabajado en la construcción de barcos. También aseguró que tendríamos lluvia por la tarde, por la forma de las nubes y algo del viento norte que no entendí, pero que me pareció cierto en cuanto mis primos repararon en el mucho vaho que salía de nuestras bocas. Mis tíos sugirieron dar un paseo y mi padre aseguró que conocía un atajo y que de paso encargaríamos la comida en el restaurante de un amigo suyo. A todos nos pareció bien y caminamos entre calles sinuosas, de aceras estrechas, porque esa era la idea que mi padre tenía de un atajo. Jamás he vuelto a pisar esas calles, que no encontraría ni con un mapa, pero debieron ser muy interesantes cuando mis tíos las celebraron tanto. Mi madre no dijo nada, se limitó a detenerse en algunos escaparates que al instante requirieron también la atención de mi tía. Por fin llegamos a la plaza del restaurante de su amigo, que salió a la calle para conocer a mis tíos, con el delantal y el gorro blanco, porque también trabajaba en sus cocinas hasta que todo se encontraba a su gusto, y después en el comedor y en la barra. Ser dueño y empleado era fatigoso y exigía mucha responsabilidad. Todos estuvieron de acuerdo, y nos despedimos, porque pareció que se apresuraba la gente y que de pronto sería tarde.

Anduvimos por callejas aún más retorcidas, por plazas irregulares, con bancos de piedra y miradores inesperados, hasta que salimos a una calle secundaria desde donde se distinguía el puente, al fondo y ligeramente en alto. El tráfico se había cortado y la policía custodiaba el acceso. Pronto anduvimos entre gente, mi madre advirtió que tuviésemos cuidado de nos perdernos. Cruzamos una glorieta enorme, con moreras, fuentes y dos estatuas, que nos condujeron a lo que sería nuestro observatorio, un lugar justo frente a donde llegaría el hombre plateado, una explanada con gradas para las autoridades y espacio para la banda de música. Esperamos mientras aparecían algunos vendedores de almendras confitadas y tramusos, que están agrios y tienen la piel áspera. También distinguí unos tenderetes con frutos secos y algodón de azúcar, y una señora que asaba castañas al fondo de la calle. Pronto llegaron nuevos vendedores, con sus carritos decorados con serpentinas, donde se apilaban bolsas de pipas y cacahuetes, indios de plástico, caretas de cartón y otras muchas tentaciones revueltas. El reclamo intermitente del caramillo, con su música aflautada, reclamaba la compra del público. Se escapó un globo rojo y se esparció un oh contenido, porque todos sintieron la perdida de aquel globo, que se hizo muy pequeño, hasta desaparecer en la nada gris del cielo. El olor de las castañas y de su carbón se hicieron más nítidos.

Esperamos correteando entre la gente, que empezaba a bromear con la demora. Pasaban diez minutos cuando sonó un rumor. Al principio pensé que ronroneaban a mi espalda, después pareció que todos ronronearan y de repente alguien señaló un punto muy lejano que avanzaba hasta nosotros. No se distinguía demasiado bien, porque era de color plata y se confundía con el gris de las nubes, que era claro u oscuro, según los caprichos de la luz. Pero brillaba un poco y cada vez era más grande, hasta que se hizo enorme y todo lo inundó con un ruido que parecía conmover los mismos cimientos del aire. Todo vibraba, todo se estremecía, todo se conmocionaba a nuestro alrededor. La gente se cubría los oídos con las manos y se agachaba o volvía de espaldas para protegerse de un viento que aplastaba a los árboles y las personas. Cuando era insoportable, el ruido disminuyó y el viento amainó hasta que la máquina estuvo muy alto, donde ya no incomodaba al público.

La gente bramó de júbilo y se supo que era un robocóptero, un ingenio volador de última generación, que parecía destinado a conquistar el mundo. Ascendió muy alto, girando y retorciéndose en el aire, y dejó caer una lluvia de minúsculas sombras que se perdieron entre las nubes. Se abrieron diminutos paracaídas para que los regalos cayesen despacio y evitasen su rotura. Otras cosas planeaban o caían lentamente. Eran aviones de papel, de todos los colores, que cayeron a nuestro alrededor. Mis primos y yo cogimos muchos y comprobamos lo bien que volaban antes de que nos sorprendieran los rotadores, que eran hélices sujetas por un simple palo, que giraban y descendían pausados. Luego, situando el palo entre las manos y haciéndolo girar, como tentando al fuego, podía conseguirse que ascendieran hasta perder su impulso. No pudimos entretenernos mucho porque cayeron un sinfín de globos que flotaban como burbujas que rebotaran sin causar ningún daño. Después nos asombraron otros muchos regalos, mayores y amortiguados en su caída por paracaídas estridentes, que los conducían suavemente al suelo, donde pronto encontraban dueño. Algunos precisaron más esfuerzo, porque concluyeron sobre una farola o sobre el mismo puente, donde no tenían un acceso fácil. Camiones, pistas de coches, cocinas y muñecos para distintas edades, disfraces y una especie de tortugas de trapo con el nombre de una empresa, según dijeron mis tíos, que lo habían leído en una revista, una empresa importante, con filiales en el extranjero.

El robocóptero regresó con su ruido estentóreo y el huracán de sus aspas, pero esta vez pasó como amortiguado, quizás más alto y menos ruidoso, y pudimos comprobar que brillaba como de níquel contra el cielo plomizo. Giró en su vuelo y fue suavemente a posarse en la explanada dispuesta para su aterrizaje, con el oportuno alboroto de las autoridades, que encontraron su elegancia descompuesta por un súbito vendaval que les arrancaba la dignidad y los hacía parecer ridículos, con tanto aspaviento para protegerse sin éxito. Numerosos sombreros volaron, las señoras se cubrieron para evitar el terral de polvo que levantaban las aspas. Se detuvo el movimiento y el ruido, quedando una especie de insecto posado, que tartamudeó hasta permanecer completamente en silencio.

Las gentes señalaban las aspas que habían impulsado el vuelo, rotores dijo mi tío, y que el brillo era de un material nuevo, galvanizado, que pronto revolucionaría la industria. Se escuchó un murmullo y las primeras bromas de los graciosos, entonces se abrió el robocóptero y de nuevo se obró el silencio. Un hombre que era difícil de ver por ser del mismo color que su nave, descendió y aplaudimos hasta que la ovación fue ensordecedora. Lentamente se impuso la banda de música, con un himno que apenas se escuchaba entre un fondo de incómodos murmullos. Esperamos con respeto mientras el hombre plateado se dirigía hacia las autoridades para que el alcalde le entregase las llaves de oro de la ciudad. Pareció que también traía un obsequio para nuestros representantes y aplaudimos para festejar aquel detalle amistoso. El hombre plateado saludó al público, con un ademán y una reverencia algo cómica. Intentó hablar dos veces, pero las palabras no salieron de sus labios. Un ayudante explicó que se había levantado afónico y le era imposible pronunciar su discurso. Entonces el hombre plateado saludó otra vez, regresó sobre sus pasos y se acomodó en su nave. Todos aplaudimos tras el aplauso de las autoridades.

El robocóptero alzó el vuelo, con su estruendo y el huracán de sus aspas, que esta vez lo elevaron pronto, para nuestro alivio, que de nuevo soportábamos los inconvenientes de la proximidad a una máquina tan ruidosa. Se detuvo un momento en el aire, a poca altura, y arrojó un torbellino de hojas de papel que mostraban la imagen del hombre plateado sobre un fondo negro, con una leyenda que especificaba fechas y ciudades para las siguientes semanas. Después el robocóptero se alejó muy rápido, confundiéndose en la nada gris de las nubes mientras crecía el murmullo y la admiración de las gentes. Mi tío aseguró que jamás había visto una máquina tan prodigiosa, y que la tecnología había alcanzado un nivel de excelencia inimaginable unos años antes. En fin, el progreso, reconoció ante mi padre, que daba por concluido nuestro asombro y nos invitaba a regresar al restaurante de su amigo, donde nos esperaban entre los primeros comensales. Reunimos nuestros juguetes en una bolsa que había traído mi madre y avanzamos lentamente entre la multitud que se dispersaba tras el acontecimiento. Los servicios municipales ya recogían la tribuna de las autoridades.

El restaurante del amigo de mi padre contaba con un discreto comedor donde nos acomodamos mientras los camareros terminaban de disponer la mesa. El dueño se disculpó y alegó en su defensa que aún no era la hora convenida. Mi padre admitió que la exhibición del hombre plateado había sido más breve de lo esperado, y mi tío aseguró que dos eran los factores que aconsejaban celeridad. El uniforme del piloto, tan moderno y espléndido que su sola contemplación despertaba asombro, pero diseñado para facilitar el trabajo en la cabina del aparato, no para pasear entre las autoridades, porque una cierta rigidez de traje dificultaba mantenerse erguido. Se había apreciado una cierta torpeza en los movimientos del hombre plateado al avanzar hacia la tribuna de autoridades, y por otra parte, más importante, amenazaba lluvia, un peligro para el vuelo de regreso, aunque tampoco había que otorgarle demasiada importancia. Los robocópteros eran seguros aún en condiciones meteorológicas muy adversas, pero era razonable que se hubiera apresurado el espectáculo.

Mientras aguardábamos a que sirvieran la comida, mi tío y mi padre nos ayudaron a comprender el funcionamiento de los aviones de papel que habíamos recogido durante el espectáculo. Mi tío tomó una servilleta y nos explicó cómo había que plegar el papel para infundirle el espíritu aerodinámico. Terminó un pequeño avión puntiagudo, y lo lanzó hacia un extremo del comedor, aún vacío porque era temprano. Voló muy rápido y se posó suavemente en el suelo, entre dos mesas. Antes de que uno de mis primos recogiera el avión, mi padre había concluido otro, pero esta vez completamente distinto, más difícil de plegar porque ocultaba peores dobleces. Tenía una pequeña cola y volaba más pausado, parecía casi de verdad. Nos explicaron que el primero era un caza de combate mientras que el segundo era un planeador, y que en la realidad eran aeronaves muy diferentes, empleadas para diferentes misiones, aunque igualmente importantes. Escuchamos embelesados hasta que los camareros sirvieron los primeros platos. Mi madre ordenó silencio y señaló la comida.

La sobremesa sirvió para ahondar algo más en el diseño de los aviones de papel y para que mi tío explicase el funcionamiento de los rotadores, muy similar al robocóptero del hombre plateado. Nos hizo una pequeña demostración de la fuerza ascensional del giro, aunque con discreción, porque ahora el comedor rebosaba de comensales y lo correcto era no molestar. Salimos pronto, porque mis tíos preferían regresar en el primer tren de la tarde, antes de que oscureciera, para llegar al pueblo, cenar con tranquilidad y que mi tío disputase su partida de cartas en el casino. Llovía un poco y el amigo de mi padre señaló el acierto de mi tío y nos ofreció unos paraguas para guarecernos de la lluvia. Mi tío denegó con un gesto, porque no esperaba mucha lluvia, y se despidió de él con un apretón de manos, quizás para agradecerle que hubiera mencionado su pronóstico meteorológico. Pasamos por casa para preparar el equipaje de vuelta, donde no faltaron algunos recuerdos adquiridos apresuradamente por mi tía, en el mismo barrio, para enseñar a las amigas, que sabían de su viaje a la ciudad. También compró algunos juegos magnéticos para entretener a mis primos durante el viaje. Unas pequeñas damas que se pegaban a su tablero con la mágica fuerza de los imanes, un rompecabezas de piezas minúsculas, dos juegos desconocidos, con sus pertinentes instrucciones para aprender. Los acompañamos de vuelta a la estación de ferrocarril, donde los viajeros esperaban pacientemente, apurando el domingo concluido y disponiéndose a emprender un melancólico regreso.

Me entretuve en jugar con mis amigos en la calle, a la pelota primero, junto a la lechería, hasta que nos echaron de allí después de que tirásemos una bicicleta a balonazos. Entonces fuimos al extremo de la calle, donde el taller para el hilado de cobre, y jugamos con los innumerables hilos que alfombraban el suelo. Finísimos, que apenas servían más que para rellenar cables, y gruesos, perfectos para darles forma de letra, de número, de motivos que luego nos entreteníamos en reconocer, en un juego de moldear y decir que me distrajo hasta última hora, cuando se encendieron las farolas y supe que era tiempo de tomar un baño, concluir los deberes para el lunes, cenar más que rápido y acostarme temprano, para empezar con buen pie y que todo transcurriese sin incidencias hasta el próximo fin de semana.

Preparé la cartera con lo necesario para cerrarla y no abrirla hasta la primera clase, y me acosté con una octavilla del hombre plateado, de las arrojadas por el robocóptero. La leí detenidamente, procurando entender todas las palabras, algunas muy difíciles. Revisé la lista de las siguientes ciudades y todas me parecieron lejanas. Después me recreé en el dibujo, con sus anteojos para protegerse del sol y esa segunda piel que tan bien se ajustaba al cuerpo, de amalgama según mi tío, y con extraordinarias propiedades que la convertían en un mono de trabajo tan bueno para el calor como para el frío. Apagué la luz, me acomodé bajo las mantas y me imaginé volando más allá de los tejados y las nubes, en un robocóptero que era transparente y no precisaba de ningún estruendo de motores para sustentar su vuelo. Muy a lo lejos se distinguía el mar lejano, brillante, limpísimo. Acaricié el dibujo del hombre plateado y permití que mi nave se deslizara entre las nubes.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 7 de febrero de 2014

La luz sagrada

A quienes desconfían


Desde el primer instante, apenas se sentó ante mí en la biblioteca, comprendí que me había vencido con sus artes de mujer irresistible, como si me inundase un magnetismo ante el que solo podía abandonarme. Sus pómulos, resaltados con un maquillaje felino, los labios, quizás la boca o los hombros bajo la camisa blanca, no me importó porque me supe perdido. La miré hasta que me miró y respondí con una sorpresa delatora. Me sentí ridículo de tan bella que me pareció y avergonzado por aspirar a su sonrisa. Me hundí en la lectura y no me atreví a nada durante un minuto interminable, hasta que me sobrepuse y comprobé que me miraba. Mantuve la vista en el libro, se fue y la presentí muy lejos. Me pregunté por qué no había ido tras ella, por qué no tramé cualquier excusa para establecer una coincidencia. Supe que era cobarde y que volvería para concederme una segunda oportunidad, creí que se me había mostrado el destino.

Entré en la biblioteca el primero y la abandoné el último durante una interminable semana que recuerdo consagrado a un estudio interrumpido por la puerta, las mesas vecinas, lo distante. Hasta que ella regresó y me sentí desfallecer. Se sentó junto a mí y puso su libro sobre la mesa. Conseguí sonreírle, me sentí feliz y continué mi lectura sin reparar en la proximidad del fin de semana, cuando la biblioteca cerró y me sentí desolado. El lunes, puntual como siempre, desplegó su libro y sus lápices de subrayar sobre la mesa. A media mañana bostezó, cruzó los dedos sobre su nuca y se desperezó muy despacio. Me miró muy seria y preguntó si deseaba un café. Abrí muchos los ojos y me señalé a mí mismo. Asintió y me levanté para aceptar sin una duda.

La conversación pareció enhebrada por gustos comunes, placeres idénticos y casualidades que despertaron su sorpresa y mi entusiasmo, adecuadamente oculto bajo una indiferencia protectora. Pronto coincidimos en el interés por la montaña, que arrastraba desde su infancia, quizás por haber nacido en un lugar tan remoto que ni siquiera aparecía en los mapas. Le confesé que practicaba el senderismo y la escalada, y que modestamente me preciaba de haber alcanzado una habilidad aceptable. Me animó a que compartiéramos aficiones y nos adentramos en pareceres musicales, pictóricos, de moda y gastronomía, porque siempre me ha parecido que unos temas de conversación son más apropiados que otros, más cuando se pretende establecer un vínculo duradero. Conversar sobre ciertos motivos ennoblece el espíritu. Además, deseaba causar buena impresión. Regresamos para recoger los libros y nos despedimos a la puerta de la biblioteca, donde pensé volver a primera hora. Esa noche dormí envuelto en la sensualidad de su recuerdo.

El tiempo se precipitó para mí, la acompañaba a todas horas, cualquier excusa era válida para prolongar nuestra compañía. Paseábamos por alamedas iluminadas con farolas amarillas que se perdían en la bruma, cenábamos en lugares apartados, con velas para favorecer la intimidad, hasta que sucedió lo inevitable y nos enamoramos. Sentí que me devoraba la pasión, pero María puso freno a mi ímpetu porque se sentía confusa o no estaba preparada, apenas recuerdo el pretexto. Su reticencia me pareció anticuada y carente de lógica, pero supuse que no se encontraba segura de su amor. Se excusó con que provenía de una estirpe de tradiciones antiguas y que ciertos códigos ancestrales no aceptaban un apareamiento tan rápido. Confieso que me sorprendió esta palabra, que parecía entresacada de un libro de ciencias. Pese a la contrariedad, mi interés por María se mantuvo inalterado, esperaría cuanto fuese necesario para que relegara sus prejuicios y se sintiera cómoda.

Pronto hicimos planes, alguna excursión local y después más lejos. Me sorprendió la destreza de María en la montaña, donde demostró su absoluta superioridad en nuestra primera salida. Me tenía por buen escalador, pero a su lado era desmañado y torpe. María progresaba en los desafíos más difíciles con una seguridad como jamás había conocido antes, me confesó que practicaba desde que tenía recuerdo y que el secreto era jugar con el equilibrio del cuerpo. Para demostrarlo me explicó como superar una laja de granito, tan vertical que la había desechado tras una primera observación. María subió por donde la intemperie había pulido más la piedra y me invitó a que la siguiera. En todo momento me indicó cómo debía emplear las manos y los pies, para progresar con facilidad y soltura. Su técnica me pareció sobresaliente, y atendiendo sus palabras llegué a final de la prueba sin otra sorpresa que mi asombro, porque apenas me reconocía protagonista de lo que un instante antes había parecido imposible.

Compartimos muchas salidas a la montaña e innumerables horas de estudio. Juntos, en silencio, cada uno en sus materias, aguardando el fin de la jornada para alcanzar el tiempo común y adentrarnos en cualquier alameda de árboles desnudos, mientras discurríamos sobre cualquier aspecto de la actualidad o la vida académica, con un fervor que acortaba las horas como si buscasen nuestra despedida. En las escapadas a la montaña, mi compañera me sorprendía con habilidades inesperadas, que causaban mi asombro y su burla. Flotábamos en una agradable camaradería, satisfactoria pero lejos de colmar mis aspiraciones, que inevitablemente se malograban con la despedida y mi regreso al hogar en mitad de reproches por mi tibieza en buscar sus besos, hasta la mañana siguiente, que nos reencontrábamos en la biblioteca como si nada hubiera sucedido y ninguna ansiedad delatase mi secreto.

Pensé que había naufragado en un eterno desamor hasta diciembre, cuando María pareció sobreponerse a la reserva que mantenía sobre su persona, y supe de su aldea, apartada entre montañas, del acceso hasta un lugar iluminado por la luz sagrada y de cómo conocía los pasos secretos de las cumbres. Me confesó que era un saber ancestral, olvidado por los habitantes del valle, pero que ella como nativa lo conocía desde siempre. Se restó importancia, solo era preciso memorizar los senderos. Me invitó a que la acompañase y pronto me encontré escogiendo la ropa adecuada.

Iniciamos el viaje a primera hora, en un tren que nos llevó a otro tren, a un autobús y a una estación de esquí donde llegamos al atardecer. Era un santuario de aventureros, donde había más aficionados a los deportes blancos que habitantes del pueblo. Dormimos en una modesta pensión que sirvió para que el sueño nos aclimatara a la altura, y desayunamos en un lugar discreto, orientado hacia un circo glacial que se presumía muy alto, de donde regresaban los teleféricos que vencían el desnivel para los deportistas que solo deseaban deslizarse ladera abajo, por cualquiera de las pistas abiertas para ese fin, graduadas en su dificultad con unos códigos de colores bien conocidos entre novatos y expertos. Mi amiga compró los billetes y subimos entre esquíes encerados y mochilas con ropa y provisiones para mejor aprovechar la jornada. Nuestro equipaje era mayor, porque incluía algún material de escalada y más alimentos, el esfuerzo sería prolongado y difícil.

El teleférico nos dejó en una explanada que se abría al paisaje, un sitio encantador, enterrado entre cumbres y casi inaccesible. Muy abajo, el pueblo minúsculo, de donde partía una carretera que alcanzaba el corazón de todos los valles, un lugar inexpugnable en invierno, cuando los aludes convertían el paisaje en un igual de blancos empañados por la ventisca. Por alguna razón inexplicable el silencio era omnipresente en aquellos dominios del hielo. Mi compañera me había advertido de la dificultad de la travesía y de los inconvenientes de un aire tan puro. Señaló donde nos dirigiríamos y vi un punto lejanísimo, apenas nada entre los picachos de roca. Acarició mi brazo y aseguró que solo era un anticipo de lo que vendría después, en cuanto alcanzásemos la arista. Confieso que me sentí excitado y temeroso a un tiempo, por la emoción del desafío y porque la primera meta ya parecía superarme. Respiré profundamente y pensé que lo esencial era mantener la mente nítida, que alimentar la imaginación y amedrentarse conducía al desastre. María me tomó de la mano y caminamos por un sendero que nos apartaba de todo.

Descendimos por una pista que abandonamos cuando apareció un bosque cercano, que destacaba entre unas agrupaciones de piedra granate. Avanzamos en horizontal por la ladera, hasta unos pinos que parecían sujetos al vacío. Subimos empleando las raíces de los árboles como escalones improvisados, hasta que me advirtió que no abandonara el sendero trazado por sus pasos. Ascendimos por tramos tan aéreos que en algún momento me sentí paralizado por el vértigo, hasta cabalgar sobre una arista nevada que requirió toda mi concentración para no sucumbir a la fatiga. Me ardían los ojos y sentía el latido de mi corazón en los oídos. También me pareció que flaqueaba al ascender un repecho casi vertical, ayudado por las manos. Mi amiga parecía confiada y tranquila. La vista era espléndida, solitaria, única, sin rastro del pueblo ni de las instalaciones para los deportistas. Tras mucho andar alcanzamos la parte superior de una chimenea que parecía precipitarse hacia el abismo. Nos deslizamos entre unas protecciones de piedra hasta descubrir un pozo vertical que concluía abruptamente más abajo, como un desaguadero que nos abocase a la caída.

María me pidió la cuerda que guardaba en mi mochila y aseguró su extremo a un saliente. Luego me aseguró a mí y se aseguró ella misma, con nudos que yo no conocía y eran apropiados para nuestra seguridad. También me advirtió que vigilase mis reflejos y la frescura de mi pensamiento, porque era frecuente que el mal de altura apareciera sin advertencia, y aunque lo habíamos prevenido en parte al dormir en el pueblo, ya a considerable altura, a veces no era suficiente. Si me sentía confundido, con náuseas o indispuesto de cualquier modo, debía advertirla inmediatamente. Después comenzamos a descender por el interior de la chimenea, rota en muchos lugares y abierta a orificios que sólo mostraban siluetas lejanas. Más abajo, sobre lo que debía ser la base de aquel imponente tubo de piedra, se extendía un piélago de bruma helada, algunos jirones de neblina blanquinosa flotaban a nuestro alrededor. Me sentí seguro mientras me amparaba la roca y toda mi atención se concentró en situar las manos y los pies exactamente donde indicaba mi amiga, que descendía tras de mí, atenta a las dificultades de mi progresión y advirtiéndome de todos los trucos y ventajas que debía emplear para que mi descenso fuera seguro. También me ofreció valentía cuando la necesité, en algunos pasajes especialmente expuestos, donde no hubiera encontrado amarre ni apoyo sin su ayuda.

Por fin llegamos donde la chimenea desaparecía y nos depositaba sobre un estrecho saliente de piedra. Nos mantuvimos sobre un giro de la roca, que nos amparaba del vacío. Se escuchó un estruendo y el frío ascendió desde el fondo lechoso. Mi amiga aclaró que los aludes eran constantes entre aquellos picos, de ahí el ruido y el polvo helado que se arremolinaba a nuestro alrededor. La visibilidad fuera de la chimenea era casi nula, lo que me ayudó a sobreponerme a la inquietud y contener el miedo. La charla de María era continua, supongo que para distraer mi ansiedad. Me besó suavemente, como reconociéndome el esfuerzo, y me invitó a que repusiese fuerzas con algún alimento, ahora que nos encontrábamos en un enclave relativamente seguro. Comí atemorizado por nuestra fragilidad en la pared de la montaña. Descansamos para reponernos del esfuerzo y María me indicó una pequeña abertura en la roca, a nuestra derecha y algo más arriba. Me estremecí cuando me explicó que debíamos balancearnos hasta alcanzar una repisa apenas visible y embocarnos en lo que parecía un nido de águilas. María me refrescó detalladamente cuanto precisaba saber para aquella peligrosa travesía sobre el vacío. Más que buscar salientes por donde progresar, debía correr por la pared sujeto a la cuerda, como un péndulo animado, hasta alcanzar mi objetivo. No pude negarme porque yo iría primero.

Pese a la apariencia espeluznante, no fue tan difícil como parecía tras la primera impresión. Los entrenamientos preliminares habían obrado su efecto fortalecedor, de modo que tras un par de tentativas erradas, alcancé el nido de pájaros y descubrí que bajo los desechos, las plumas y las ramas se ocultaba la entrada a un galería que se adentraba en la pared de piedra. Aguardé hasta que María me alcanzó en un tiempo mínimo, si se considera la dificultad de aquel pasaje. Llegó sin esfuerzo y me sorprendió que ya hubiera guardado la cuerda en la mochila. Afuera todo era blanco por la densidad de la ventisca, el rumor de los aludes era un salpicado de estruendos cuando avancé tras mi compañera, que reptaba por una gatera de piedra que se introducía en la roca. Pronto me arrastré en la oscuridad. María me esperaba continuamente, para que no me perdiese en lo que se me antojaba una red de capilares subterráneos. Tras un sinfín de revueltas desembocamos en un pasaje más amplio. Nos detuvimos, escuché escarbar entre las piedras y nació la llama que alumbraría las tinieblas. María señaló a su alrededor y aseguró que nos encontrábamos en la grieta maestra de una sima. Avanzamos por senderos de piedra desgastada, que María me explicó lechos de torrentes que en invierno perdían sus aguas. Bordeamos varios desfiladeros donde las estalactitas parecían surgir de la nada oscura para adentrarse de nuevo en la negritud, y María prometió que nos encontrábamos cerca de nuestro destino. Un vaga luminosidad parecía adueñarse del entorno.

Desembocamos en un paraje sobrecogedor. El aire era *vaporoso y sobre nosotros se alzaba una cúpula gigantesca, de brillantísimo hielo. María me explicó que su pueblo había vivido allí siempre, bajo el lecho de un glacial que se alzaba en mitad de la cordillera, inexplorado y desconocido. Desde el exterior no parecía más que un eterno coágulo azul, en mitad de un paisaje abrupto y desolado, entre un erizado de agujas rocosas, donde el mundo tal como yo lo conocía sencillamente no existió nunca. En los últimos tiempos, cuando las obras de los hombres llenaron la montaña de ecos, comprendieron que no se hallaban solos y se atrevieron a buscar otra compañía. Salieron tímidamente al principio, ocultándose entre la nieve joven para estudiar a los recién llegados. A los primeros exploradores les parecimos torpes y peligrosos, así que se mantuvieron invisibles, acechando en la noche, ocultándose entre las ventiscas y el aliento del invierno. Sus antepasados formaban parte de numerosas leyendas, siempre como espíritus protectores o apariciones benéficas. Se conocían peregrinos extraviados en la nieve cerrada, que habían engendrado ilusiones que salvaron su vida. Fueron los primeros contactos, producir una buena impresión, fomentar la concordia. Después salieron y se mezclaron con las gentes. Resultaron bien acogidos y tuvieron éxito en la vida social, que les pareció relativamente cómoda y fácil de prever, porque la habían estudiado primero y era sencilla. Recuerdo que me impresionó la frialdad con que María explicaba la historia de su pueblo, y más aún que su voz respondiese a mi pensamiento cuando yo no había abierto la boca. Dijo que vivir bajo el glacial imprimía carácter, quizás un modo más íntimo de concebir la existencia. Debe ser esta luz, añadió.

Encontramos lo que parecía un asentamiento de cuevas en un paisaje de agujeros. El suelo parecía piedra porosa, durísima, áspera. En algunas cavidades se horadaban viviendas, luces de grasa o aceite mostraban escenas comunes, gentes cenando o leyendo a la luz de luciérnagas que iluminaban las estancias. Pregunté como era posible y María respondió que la vida en el corazón de aquella montaña, donde ninguna señal penetraba, aún era como siempre había sido. La existencia consistía en procurarse el sustento, lo que era tan fácil como pescar en los numerosos estantes que recogían las aguas del glacial, y recolectar algunos de los helechos y musgos que proliferaban por los alrededores. Pensé en qué tamaño tendría aquella bóveda y mi acompañante señaló el cielo a mi alrededor, que parecía tan infinito e inabarcable como el que yo había conocido siempre, pero de un azul diferente, el de los hielos que perviven entre la pureza de las cumbres impolutas. Pregunté como era posible que leyera mi pensamiento, y me anticipó que para ella era muy fácil, y para casi todos los pobladores de aquel lugar, que practicaban esa comunicación desde la infancia. Como cualquier otro lenguaje, añadió, y no supe que decir.

Nos acomodamos en una de las cavernas de la roca porosa, que era el hogar de María. Me explicó que las viviendas siempre se habían construido en aquel desierto de pómez volcánica, porque el agua drenada del glacial encontraba allí su agonía al filtrarse tan rápido que el interior de la depresión permanecía siempre seco. El inconveniente era que el suelo era demasiado áspero para casi todo, y no existía calzado que resistiera tanto desgaste. Por lo demás, tenían herramientas para pulir y acomodar los espacios, con lo que la vida era cómoda, aunque sin que ninguno de los adelantos propios de nuestra modernidad encontrara allí su reflejo, donde los pocos habitantes entretenían su tiempo de modo muy diverso y ancestral, con ocupaciones tan nobles como la lectura, en un lengua tan antigua que no se conocía más allá de aquel confín apartado. Me tendió un libro tomado al azar de un estante y pude comprobar que la grafía no se ajustaba a nada conocido, ni siquiera a los alfabetos jeroglíficos. Sin embargo, añadió María, su aprendizaje era relativamente sencillo, porque una vez conocidas ciertas reglas, la progresión en el conocimiento era rápido, en parte por la riqueza expresiva del lenguaje. Los libros, de los que se disponía en abundancia, versaban de ciencia y de poesía, como en el mundo exterior, del que continuamente importaban títulos, porque desde la convivencia habían aprendido a apreciar técnica y arte, donde encontraban un permanente motivo de inspiración. Por lo demás, de lo que yo imaginara propio del mundo moderno no encontraría allí ni rastro, porque los usos y costumbres eran otros y muy diversos. Acepté lo que se me ofrecía y me dispuse a vivir la novedad.

María se mostró más cariñosa de lo habitual y buscó mi compañía de un modo intenso. Leíamos durante un tiempo impredecible, bajo la luz ambarina de las lámparas de aceite, y nos deleitábamos en disfrutar de un amor que estrené con ella y me sorprendió desde el principio. Era frío y casi repulsivo, según me explicó porque su temperatura corporal era muy baja, pero apenas vencido el primer acercamiento se convertía en un fuego ante el que nos inflamábamos, sin brida que atenuase nuestro instinto. También me explicó que, al excitarla el deseo, su ardor también superaba con mucho lo habitual. Me di por satisfecho porque cuando me interesaba esa sencillamente indescriptible, así que me deleité en nuestro amor y no quise saber nada más. El resto importaba menos, dormíamos poco y me enseñaba los alrededores, un entramado de aguas fósiles, con estanques y torrentes que encaminaban el deshielo hacia sumideros ocultos. Pescar era tan sencillo que no se requería sedal ni anzuelo, tan solo una cierta determinación y el agarre decidido del pez, que se abandonaba en cuanto sentía perdida su lucha. También recogíamos musgo y algunos líquenes que pronto aprendí a distinguir con seguridad. Ciertas especies eran venenosas, en especial una turquesa de la que convenía mantenerse alejado, porque propiciaba una indisposición que puede calificarse de incómoda. Sorprendentemente María era inmune a su efecto pernicioso, así que inferí que para mí debía ser como una alergia.

Me mostró los alrededores y encontré diversidad de motivos que despertaron mi curiosidad. Geológicamente, las formaciones de ágata y ónice eran excepcionales. Pulidas por el desgaste, alfombraban el suelo con generosidad, pero era en el lecho de los torrentes donde exhibían su máxima belleza. Al tacto eran suaves y como de ova, bruñidas por el frotar inmisericorde del hielo, que rompía el capricho de la naturaleza y pulía las superficies hasta alcanzar la absoluta perfección. Durante millones de años, aquellas piedras primigenias habían sufrido el desgaste de romperse, arañarse, desbastarse, limar sus asperezas y abrillantarse en el limo, hasta resplandecer con una excelencia ajena a las artes del hombre, concebida por la eternidad para mostrarse entre las morrenas desprendidas y portar una belleza secreta y primigenia. Quedé sobrecogido por una especie de comprensión de los misterios. Atendí mientras me explicaban la bondad de una maleza útil para urdir telas y como combustible para estufas y cocinas, aprendí a encontrar crustáceos en una zona próxima a la pared de la bóveda helada y busqué entre gravas hasta desenterrar esas lombrices gigantes que nos facilitan una carne salada y algo ácida. Pronto me acostumbré al fulgor azul de hielo y aprendí a distinguir las impurezas que rompían su brillo, como motas oscuras en la lejanía o estrellas en un universo diferente. Me sentí cómodo en una tierra extraña.

Nuestros vecinos, con los que me relaciono poco, me parecieron amables aunque algo huraños, supongo que por reserva ante lo desconocido, aunque reconozco que me facilitaron todas las comodidades por su sentido de la hospitalidad. La vida era extraordinariamente sencilla, porque la vivienda y el alimento se resolvían sin más que alargar la mano, y el resto sólo era esperar la ocasión adecuada. María resplandecía de dulzura, convirtiéndome en un hombre dichoso con sus delicadezas continuas. Confieso que perdí la noción del tiempo y que me abandoné a una rutina de días diáfanos aunque iguales, envueltos en la luz purísima y sagrada del glacial, que resplandecía como mi cielo. Aprendí tradiciones antiguas y a descifrar la lengua de los primeros. Supe que llegaba el verano porque María me previno de la luz más intensa, que se convertía en casi blanca en el cénit y mostraba mejor las impurezas negras que afeaban su transparencia. Se me advirtió que eran náufragos del pasado, que en un instante u otro quedaron perdidos bajo el hielo y permanecieron allí, congelados, convertidos en vestigios de un ayer inexpugnable y lejano, testigos mudos e inalterados de su propia muerte.

Poco puedo añadir a mi historia, he consumido aquí mi vida y no me resta mucho más. María envejece muy lentamente, para un observador nuevo es una mujer joven. La disfruto tanto que respiro por ella, aunque ya no puedo seguirla en su escalada. Mis huesos desfallecieron hace mucho, ahora soy un desecho que contempla su ascensión por la cúpula helada del glacial, en una acrobacia imposible que la balancea sobre el hielo inmaculado y azul, desafiando al vacío y sustentándose en la nada, donde todo resbala y mantenerse es quimera, pero allí está, prendida a lo imposible, buscando entre los orificios de cristal resbaladizo, rescatando cadáveres perdidos en el olvido de lo inmutable, alimentándose de los que pudo ser y no será nunca. Pronto me consumiré en su fuego urticante y nos amaremos bajo esa luz sagrada que envuelve a las hijas de la araña.


Blas Meca, con licencia Creative Commons