Google+ Literalia.org: abril 2014

viernes, 25 de abril de 2014

El dragón sitiado

A los que colmaron su venganza


Soy uno de los siete diablos que danzan alrededor del dragón, el fuego y el humo me han acompañado desde que ocupé el lugar que me correspondía en el desfile. En realidad apenas soy el último demonio al servicio de don Justo, alma de esta bestia que dirige según su instinto y el albedrío del camino. Como asistente y colaborador suyo, entraré en breve en la cabeza del dragón y prestaré asistencia a sus necesidades, aunque por el momento aún bailo con mis compañeros diablos y espero a la última parada, la que nos adentrará en el tramo final del recorrido, donde se culminarán mi osadía y mi suerte.

Rafael y Manuel ocupan las otras dos posiciones que mueven al dragón. Rafael en su mitad, entre las cuatro patas del monstruo, Manuel al final, en el último segmento de la cola. Por lo demás, desde fuera el dragón es magnífico, y con sus evoluciones sinuosas y sus giros repentinos despertaba el júbilo de los espectadores, ya eufóricos desde la marcha de la guardia que abría el desfile, el alboroto de los cabezudos, las bailarinas exóticas y algún que otro altercado en las tribunas. Las carrozas eran el espíritu de la fiesta, y con su desbordarse en obsequios sobre el público provocaban una euforia, un frenesí por atrapar cualquier insignificancia, que las disputas por un balón o un pito eran frecuentes. Años atrás estos altercados fueron muy violentos, con sillas voladoras, golpes en busca de enemigos y algún relumbrar de navajas que se saldó con heridos. Poco alboroto para una fiesta de tanto renombre, que con el devenir del progreso y la presión de las autoridades era más civilizada y cortés, aunque en su esencia continuaba ocultando un sentimiento de venganza saciada, de odios tenaces.

Conocí a don Justo en una noche de mal recuerdo, poco después de abrir un negocio con el que esperaba ganarme un sustento honrado. Terminaba con los platos y me disponía a cerrar el humilde restaurante que poseo en una plaza concurrida por parejas y bohemios de la noche, cuando don Justo entró acompañado de dos gigantes que eran calco el uno del otro. Rafael y Manuel se llamaban, y parecían cortados por el mismo patrón y cosidos por la misma aguja. Sus rostros eran más que idénticos, milimétricamente iguales, tan precisos en sus facciones y gestos que era imposible saber a quien pertenecían. Los ojos, perdidos por pequeños y enmarcados entre cejas tupidísimas, limitaban una frente en la que muy pronto nacía el cabello, espeso y aceitoso, peinado hacia atrás y recortado por profundas entradas. El resto del rostro tranquilizaba en igual medida. Un bigote erizado y salvaje, que se extendía hasta mitad de unas mejillas decoradas con una barba negra y espesa, de dos días. De sus bocas recuerdo que masticaban sendos mondadientes, con los que jugueteaban entre sus labios con una habilidad siamesca.

Don Justo me informó de que existía la costumbre entre los comerciantes del barrio de compensar con un porcentaje de beneficios a quien se ocupaba de mantener la concordia entre los vecinos. Rafael y Manuel eran los avales de dicha concordia, y él, a quien se le conocía por su buen juicio, velaba por que se mantuvieran las tradiciones antiguas. Me tomé un tiempo para que la sensatez impregnase mi respuesta. Conté hasta diez y respiré profundamente. Confieso que me sorprendió la entereza y profundidad de mi discurso al explicarle a don Justo que por el momento no me era posible plegarme a sus exigencias, pero que lo informaría en cuanto estuviera dispuesto a aceptar su oferta. Advirtió a Rafael y Manuel, que paseaban a mi alrededor, indagando a su antojo en el establecimiento, que se encontraban ante un hombre insensato y obstinado, y no pude sino identificarme en la descripción de mi carácter, pero que me concedería un tiempo para la reflexión. Abandonó el local en compañía de sus hombres, que se despidieron con una sonrisa donde brillaba el oro de algunos dientes reemplazados, me pareció que los mismos.

Los primeros días me preocupé por mi discrepancia con don Justo, pero me absorbió la rutina de mi pujante establecimiento, que famoso por el buen hacer de mi cocina encontraba cada día mejor eco entre los comensales del barrio. La excelencia, mal me está decirlo, de mi servicio esmerado y la calidad de mis productos, me reportaron la recompensa de una clientela fiel. La caja pronto compensó los gastos y consideré que me aguardaba la riqueza. Don Justo llegó a medio día, con los últimos comensales. Pidió la carta y tras el postre declaró que era su costumbre no satisfacer la cuenta, que consideraba a beneficio de su negocio. Naturalmente, me opuse con la máxima de que no establecía diferencias entre mi clientela. Supongo que por no ofrecer un escándalo, don Justo asintió y pagó con propina, con lo que di por saldado el desacuerdo y quedé agradecido a la discreción y cordura del cliente, a quien invité a regresar en cuanto lo considerase oportuno.

Tres días después, don Justo estimó adecuado enviar una representación de su persona a mi humilde establecimiento. Rafael y Manuel manifestaron el descontento de su patrón de modo explícito. Servía las últimas mesas cuando una invitación resonó a mi espalda. La voz lúgubre de Rafael, o de Manuel, imposible precisarlo, mal pronunciaron un vete al infierno compadre, según me pareció entender, y sin pensar me aparté a un lado. La bandeja de mi mano estalló en tintineos agudos y un revuelo de granos de arroz que invadieron el espacio. Los recuerdo flotando a mi alrededor y manchando en su caída al destinatario del plato. También recuerdo la sangre que estalló entre mis manos como por ensalmo, y el impacto de los perdigones, afortunadamente amortiguados por la bandeja que me sirvió de escudo. En el hospital me dijeron que había tenido mucha suerte, y que no fueron perdigones lo que dispararon contra mí, sino sal, y que por esa razón, aunque dolorosas, mis heridas eran superficiales. Poco me duró el contento, porque mi infortunio se reanudó unas horas después, cuando Rafael y Manuel me encontraron en mi domicilio, de regreso del hospital, donde acertaron a recordarme la conveniencia de ceder a los deseos de su jefe, que por otra parte era un hombre cabal y digno de respeto. El balance fueron seis costillas magulladas y el rostro hinchado a la mañana siguiente. No regresé al hospital porque me advirtieron que a don Justo no le parecía apropiado aventar las desavenencias entre vecinos. Por supuesto, no emplearon exactamente esas palabras, aunque lo entendí muy rápido.

Me entrevisté pronto con don Justo, que tuvo la gentileza de honrarme con su visita cuando me reponía en mi domicilio. Al parecer supo de mi accidente y había venido a ofrecerme su ayuda, por si necesitaba algo. A pesar de nuestras discrepancias, me estimaba un hombre valioso, con un negocio prometedor y, por qué no reconocerlo, de su agrado. No tenía inconveniente en reafirmarse en su oferta de un cuarto del beneficio, aunque, eso sí, con un discreto incremento del cinco por ciento, por las dificultades sobrevenidas. Sonrió y me desagradaron sus dientes amarillos, sin duda corrompidos por los vicios del tabaco y la bebida, pero lo consideré una impresión mía. Permaneció pensativo un instante y me pareció que pensaba en algo. Después sonrió y asintió levemente. Convencido de su honorabilidad, accedí a plegar mis reticencias y contribuir a que imperase la concordia en nuestras relaciones vecinales. Don Justo también me aseguró que era costumbre referirse a su persona como jefe, patrón, amo o dueño, a gusto del interlocutor. Sonreí y dije que me gustaba amo, que utilizaría esa palabra para referirme a él en mis pensamientos y demostrarme así sumisión y respeto, aunque en público, por razones fácilmente comprensibles, le llamaría don Justo, más adecuado para la discreción social. Sospecho que no me comprendió del todo, pareció titubear un instante y declaró aclarados los malentendidos. Se despidió con sus mejores deseos, y los gemelos, que habían revoloteado a mi alrededor, desaparecieron tras sus pasos. Comprendí que debería practicar la paciencia.

Apenas remitió el dolor de mis magulladuras y me convertí en alguien reconocible, regresé a mis obligaciones y esta vez sí, dispuse un lugar de privilegio en mi establecimiento para don Justo, y así se lo hice saber, por medio de un emisario que lo llevó a sus oídos. Poco puedo añadir en mi descargo, las virtudes de mi cocina y el beneficio de la autoridad y comprensión de don Justo obraron a mi favor. Me precio de sacar partido de mis conocimientos, así que me esmeré en agradarlo y pronto encontré el punto a sus carnes de ternera, por otra parte tan insulsas y monótonas que me parecieron un descrédito para mi arte. No tardé mucho en esbozar una estrategia. Empecé conquistándolo con los postres, porque era goloso y fácil de convencer. Le serví varias combinaciones de bizcochos de frutas y nueces para despertar su interés, y rematé con un flameado que superó a los mejores licores de sus sueños. Por supuesto me convertí en su restaurante favorito, y un día sí y otro casi también recalaba en el lugar de privilegio que le había reservado entre mis mesas, junto a la ventana, para que Rafael y Manuel pudieran observar lo que sucedía dentro y fuera de mi establecimiento. Solicité el permiso de don Justo y le expliqué que había escogido aquella mesa por motivos de seguridad. Pareció complacido y me pidió que lo sorprendiera con alguna de mis exquisiteces. Así lo hice, un día tras otro, y pronto me vi recompensado con una prosperidad acorde a mi tributo y la virtud de mi benefactor, que tuvo a bien alegrar mi establecimiento con su presencia, tan a menudo como era mi deseo.

Olvidadas las discrepancias y convertido en parte de la familia de don Justo, coincidí con otros comerciantes del barrio en la reverencia a quien tanto se preocupaba por nuestra concordia y progreso. Algunos de mis colegas tenían mejores motivos para la devoción, porque no fueron tan sensatos como yo, aunque me esté mal decirlo, y sufrieron infortunios más dolorosos. Unos pocos se dieron por vencidos cuando la seguridad de su familia medió en la oferta, porque don Justo conocía el domicilio y la escuela, y recomendaba tolerancia para prevenir accidentes que pudieran acarrear una desgracia. Un percance a la salida del colegio, el incendio fortuito que se saldaba con el garaje quemado o la simple certeza de que sucedería algo irremediable, asentaron la convicción de que nos encontrábamos ante el garante de nuestro progreso, y que nada es gratis en este calvario de penumbras que llamamos vida.

Pasaron unos meses y lentamente prosperó la amistad con don Justo, siempre agradecido a mi destreza en la cocina, que nunca requirió esfuerzo para su paladar. Lo recuerdo saboreando una bazofia que le serví entre dos platos exquisitos y que por supuesto alabó al considerarla fuera del alcance de su gusto. Supongo que me envalentoné por su ingenuidad y decidí tentar un poco más al destino. Aprovechando el lento reconocimiento que alcanzaba mi local más allá del barrio, aproveché las visitas de un conocido prohombre, una autoridad pública según tenía entendido, para hacerlo coincidir con don Justo, de quien bastó su interés para que ofreciera a mi ilustre cliente la mesa de un anfitrión inesperado, porque había cubierto todas las reservas y me era imposible satisfacerlo de otro modo. Serví los mejores vinos de mi bodega y surgieron suculentas oportunidades para don Justo, que supo agradecer mis desvelos mejorando su consideración hacia mi persona. Despedí la velada con un caldo de orujos de roca que despertó el entusiasmo de mi protector y la alabanza de su invitado. Me felicité del acierto y sesgo que tomaba mi ventura.

Contraté a unos camareros para que me ayudasen en mi labor, porque me encontraba gozosamente desbordado en mi trabajo, cuando don Justo me advirtió que no debía contratar camareros sin su aprobación. Quedé pensativo un instante, como dudando de sus intenciones. Después comprendí y esbocé una sonrisa de asentimiento y pretendida complicidad. Convertí mi voz en una confidencia para propiciar el acierto de mis palabras y reconocí que no había pensado en la seguridad al contratar a los camareros, y que lo lamentaba profundísimamente y me arrepentía con vehemencia, pero me enfrentaba a un problema con nuestro negocio. Por supuesto que me avergonzaba de no haber pedido su ayuda antes, pero ahora que se encontraba ante mí, comprendía que la respuesta se hallaba ante mis ojos. Podría resolver mis problemas sin más que confiar a su elección la calidad de mis camareros, que incluso podía proponer o designar, según fuera su antojo. Creo que fui elocuente, porque se limitó a regañarme y advertirme que fuera cuidadoso con el respeto. Adquirió una expresión muy solemne y pronunció las palabras más elocuentes de cuantas pronunció en mi presencia. Yo por mis amigos haría cualquier cosa, incluso matar en su nombre. Si alguna vez piensas en traicionarme recuerda que soy alguien capaz de matar por sus amigos. Ni que decir tiene que lo entendí al instante.

Se sucedieron las cenas afortunadas con otros muchos dignatarios de la ciudad, que vieron en mis cocinas un motivo para honrarme con su visita. También, merced a mis labores mediadoras y la confianza de don Justo, conocí la escabrosa faceta privada de los diferentes prohombres que recalaban en aquella mesa. En los círculos adecuados se supo dónde encontrar satisfacción a diferentes necesidades, de cualquier índole, con el favor de don Justo, que ya con un préstamo generoso, su intercesión en una disputa de negocios o un arreglo para el amor, generaba una deuda de gratitud que permanecía en barbecho, a la espera de su oportuno cobro. Por lo demás, la equidad de don Justo pronto trascendió a los ambientes selectos de la ciudad, y mi local gozó de un esplendor como jamás hubiera imaginado antes. Un lugar recoleto, en una plaza tranquila, cuidado y discreto, con una cocina deliciosa y ambiente agradable. En definitiva, lleno a diario. Los números eran elocuentes, prosperábamos.

Don Justo cobraba puntualmente su porcentaje estipulado, y yo a cambio vivía entre mis sartenes y las barbaridades de Rafael y Manuel, que a menudo recalaban de madrugada en mis cocinas, oliendo a pólvora y a veces manchados de sangre, para encontrar su cena y después esfumarse dejando a su paso las luces encendidas y un rastro de alimentos masticados, bebidas derramadas y deshechos varios que yo recogía puntualmente a la mañana siguiente. No faltaba la caja de mondadientes reventada y los palillos por el suelo, con que solían rematar sus visitas. Una vez les recriminé su comportamiento y prefiero olvidar lo que sucedió a continuación. Debo añadir que mi experiencia se limitó a algunas palabras soeces y un breve recordatorio de sus habilidades físicas con parte del mobiliario, que uno de ellos redujo a tablas y astillas con una somera exhibición de golpes, mientras el otro me deleitaba con una inolvidable muestra de sus habilidades con el cuchillo cerca de mis ojos, mi nariz y mis orejas, afortunadamente salvadas por la elocuencia de mis disculpas. Quizás lo peor fue soportar sus alientos mientras se turnaban para intimidarme desde muy cerca. Doy fe de que sus dientes dorados eran idénticos y habían enfermado de unas caries simétricas que apestaban sin remisión. Definitivamente, un futuro de ensueño.

No fui yo quien concibió la idea, pero la secundé al instante, apenas comprendí la ventura que se encontraba a mi alcance. Era una cena con los más ilustres comensales, casi una treintena, para los que vacié el comedor y me apliqué a mis fogones y en apresurar el servicio de los camareros. Supe por comentarios que no quedaba tiempo suficiente para que don Justo participara en el gran desfile de la semana de primavera, un acontecimiento donde cualquiera que ocupase un lugar eminente debía aparecer. Una de esas tradiciones de abolengo que unen en su tronco a lo más granado de la aristocracia social. En realidad, aquella noche, según el decir de los camareros, no se habló en la cena de otra cosa. Saqué en claro algunos detalles de la conversación, por otra parte reiterativa y paulatinamente espesada por la turbiedad de mis vinos, hasta convertirse en delirio por los licores tras el postre. Instigado por sus aduladores, don Justo deseaba participar en el desfile que se celebraba anualmente y que abría la puerta a una experiencia más ilustre y por tanto más lucrativa, y no tuve duda de que don Justo entendía el sentido de la palabra lucro. En un desfile de carrozas y comparsas, parecía fácil ofrecerle un puesto en cualquier lugar, a modo de presentación en sociedad. Cada uno de los invitados a aquella reunión representaba a una de aquellas carrozas que, sin embargo, no disponían de un hueco para él. Comprendí que era importante para don Justo, así que colgué mi delantal e irrumpí entre los invitados a tiempo de repartir el tabaco y solicitar permiso para intervenir en la conversación. Después me limité a expresar en voz alta y clara que, si era su deseo, don Justo participaría en tiempo y forma, con un entretenimiento tan novedoso que se recordaría siempre.

Tal y como había imaginado, después de la burla de mis interlocutores, que me juzgaron insensato y desprovisto del sentido práctico de la realidad, bastó con insistir en que mi patrón contaba con recursos y méritos suficientes para participar en el desfile. El propio don Justo me preguntó cuál era esa idea radiante que desafiaba a la lógica y el sentido común. Confesé que se trataba de un dragón como nunca se viera antes, y que su realidad material, aunque difícil, podía apresurarse a la fecha establecida. Yo mismo me comprometía a dirigir y supervisar los pormenores del proyecto, pero era imprescindible que contase con su interés, porque a mi juicio la participación del promotor debía ser activa. Nadie como él, génesis y objetivo de mi causa, se encontraba mejor capacitado para conducirla a buen puerto. Se requeriría una cierta destreza física y quizás algún esfuerzo, pero don Justo era de complexión atlética, añadí dirigiéndome a sus socios, mucho más fuerte de lo que se imaginaba a simple vista. Por lo demás, y por no adelantar la sorpresa, se trataba de construir un ingenio mecánico cuyo conocimiento detallado requeriría largas explicaciones, inapropiadas para una velada entre amigos. En definitiva, si contaba con su favor me ocuparía de que participase con un espectáculo que sometería previamente a su aprobación, para garantizar la calidad del desfile. Tuve que admitir una costosa apuesta para que mis palabras despertasen el aprecio oportuno, pero al fin me encontré avalado por don Justo y comprometido en un proyecto cuyo éxito ofrecía más dudas que certezas.

Mis explicaciones a don Justo fueron interminables. Tuve que empezar aclarando lo que era un dragón, y a Rafael y Manuel también, que no llegaron más allá de la idea de serpiente, quizás porque los distraía el vaivén continuo del palillo entre sus labios. Los aspectos técnicos fueron sencillos, porque me los inventé sobre la marcha y ellos, por supuesto apenas acertaron a comprender su significado. Algunos conocimientos de mecánica me permitieron desenvolverme con soltura entre balancines y resortes, al menos hasta apaciguar las inquietudes de don Justo y ganarme su patrocinio. Apenas obtuve sus bendiciones, su confianza y sus recursos, comprendí que me enfrentaba a un serio problema. En mi inconsciencia, me había embarcado en una empresa cuyos pormenores desconocía. Pensé que, arrastrado por la admiración, me había comprometido más allá del buen juicio. Mi promesa de construir un dragón parecía imposible de cumplir, así que opté por idear primero un elemento distractivo, como si diera por resuelta la dificultad del dragón y me centrase en el envoltorio que acompañaría a mi ingenio. Pronto concebí que unos diablos saltarines completarían mis propositos, y que danzarían pintados de rojo, quizás con algunas llamas perfiladas sobre su espalda o en el rostro, a modo de maquillaje. Un instinto me advirtió que yo sería uno de esos diablos y que requería de seis compañeros tan agradecidos a don Justo como yo mismo.

No fue fácil encontrar los diablos adecuados, aunque sobraban candidatos. Los que mayor fervor profesaban a don Justo eran los que tenían sus discrepancias frescas, dos semanas o menos, y estos se encontraban aún convalecientes o en el hospital. Rafael y Manuel eran toscos en su trabajo y a veces infligían un daño mayor del necesario. Tras esta fase aguda de la devoción, los rescoldos del fervor a los hermanos permanecían mucho más tiempo, y allí fue donde me centré para buscar candidatos que destacasen por sus cualidades. Muchos voluntarios encontré en el barrio y escogí a los seis que me parecieron más aptos. Me reuní con ellos para confiarles que necesitaba construir un dragón para el desfile anual, un dragón espléndido, no serviría cualquier cosa, y que no encontraba por dónde empezar. También advertí que me había comprometido en un momento de atolondramiento, que ignoraba lo que decía y que hablé por instinto, porque estaba desesperado con el revolotear de los sicarios a mi alrededor, y que fruto de mi irresponsabilidad me encontraba en un problema de imposible solución. Los había seleccionado porque deseaba alargar en lo posible mi esperanza y disponía de presupuesto hasta el desfile, así que contaba con unos meses para urdir un dragón que me permitiera ofrecer una imagen aceptable. No les comprometía mi oferta de trabajo, porque el jefe aprobaba su empleo de antemano y los eximía de responsabilidad en la fortuna del proyecto. La compensación al esfuerzo sería generosa y los candidatos no encontraron nada que objetar.

En cuanto los diablos aceptaron el ofrecimiento y se sumaron a mi proyecto, nos unimos en hermandad e intentamos tramar un dragón de mil maneras, concebirlo siquiera o presumirlo, y sí, lo encontrábamos nítidamente en la imaginación, pero de ahí a concretarlo en algo que pudiera participar en un desfile mediaba un abismo. Inventamos armazones de caña y recubrimientos de lona, pero al profundizar aparecían dificultades irresolubles o de conclusión tan tosca que no era digna del desfile. Apremiado por mi responsabilidad, apunté minuciosamente los diagramas que esbozaban los diablos para explicarme sus ideas, y los que trazaba yo mismo, sobre unos pliegos de papel cebolla que siempre disponía en una pilada sobre la mesa. Distintas soluciones se concretaron sobre el papel hasta la comprensión de los diablos. Cuando la propuesta se revelaba imposible, el pliego de papel se convertía en el último, y así de ese modo, cada reunión concluía con varios pliegos de cebolla perfectamente desestimados. Una especie de historial de fracasos, que me cuidé de guardar con una devoción impropia de algo tan insignificante, supuse que mi celo obedecía a razones sentimentales.

Muchos diagramas después, uno de los diablos apareció con una propuesta diferente. Las murmuraciones habían llegado lejos, y en una aldea próxima vivía un artesano antiguo, afamado por haber concebido en su taller los mejores entretenimientos para las fiestas. Para todos era un viejo loco, pero nada se perdía por su consejo. Con todos mis diagramas me presenté en el domicilio del viejo, que resultó ser un hombre afable, con un taller abandonado en el patio de su casa, un taller enorme, que guardaba el sabor de tiempos mejores. Me pareció apreciar que la maquinaria, de la que apenas intuía su uso, se encontraba en un estado aceptable, aunque reconozco mi absoluta ignorancia para aventurar un juicio. Por resumir mis impresiones añadiré que el espacio era muy amplio, y que el patio disponía de una zona techada, que albergaba una maquinaria, digamos que misteriosa, y un gran albero que parecía lugar de aparcamiento. Aproximadamente limpio, aproximadamente cuidado.

El viejo, que no lo era tanto, yo diría que frisaba los setenta, aún mantenía una fuerza envidiable. Apartó unos trastos que estorbaban a nuestro paso con una vitalidad impropia de sus años. Me preguntó, con un humor que rozaba la afrenta, a qué debía mi visita, y que si aspiraba a cobrar algún impuesto me hallaba listo, así como otra serie de imprecaciones que omitiré por prudencia elemental. Cuando se serenó y se avino a escucharme, le expliqué mi proximidad a don Justo y la irreflexiva apuesta que había suscrito en mi inconsciencia. El anciano, que nunca me dijo su nombre y del que no recuerdo su aspecto, me confesó que sus desavenencias con don Justo le habían costado su único hijo, y que por este motivo se consideraba su más ferviente admirador. Yo estaba bien informado, su abuelo, su padre, y hasta donde remontaba la memoria, en su familia se habían dedicado a la construcción de carrozas y entretenimientos para las fiestas. En otro tiempo su nombre había sido ampliamente reconocido, aunque ahora, la vejez y la ausencia de herederos que perpetuasen el oficio había devengado en la miseria de acompañaba su otoño. Sus gratitudes hacia don Justo eran muchas, así que colaboraría en mi proyecto.

Le mostré los pliegos de papel cebolla que había traído para explicar nuestras ideas, las de los diablos. El viejo me condujo a una mesa negra, me pareció que de tanta grasa acumulada en otro tiempo, y extendió los pliegos de papel cebolla. La luz era suficiente para el trabajo artesano, y por tanto para la lectura de aquellos toscos diagramas cuyo significado me esforcé en explicar durante al menos una hora. El viejo escuchó pacientemente, interrumpiéndome en algunos pasajes que no parecía comprender, sobre el aspecto y la forma del dragón. Mostró mucho interés al hablarle de las cañas para la estructura y de ruedas para el desplazamiento. Cuando iniciaba el segundo repaso a mis explicaciones, me interrumpió con lo que deseaban escuchar mis oídos. Creo que puedo ofrecerte lo que necesitas, y se levantó para buscar un libro que extrajo de un estante próximo y tocado con el respeto del polvo.

Era un libro que aseguró perteneciente a sus antepasados, por supuesto alguien muy anterior a su abuelo, y que había servido a los suyos durante generaciones. Lo abrió ceremoniosamente y avanzó entre sus hojas hacía un apartado en su mitad, donde se plegaban un grupo de láminas que al exhibirse en su plenitud mostraban dibujos que no supe comprender en una primera impresión. Me explicó que los dragones no eran nuevos en su familia y que ese era el mejor y más difícil, el Dragón Imperial, cuyos planos se encontraban minuciosamente guardados y a mi disposición si me atrevía a confiar en su experiencia. Le pregunté si le habían servido mis esquemas y me respondió que para descubrir lo que necesitaba, aunque de muy poco para resolver mi problema. Atiende, dijo, y procedió a explicarme las ideas esenciales de los planos. Debo reconocer que me entusiasmaron sus palabras, porque parecían anticiparse a mis preguntas. Le pregunté si era realmente posible concretar aquellos planos en la fecha establecida, porque según los dibujos, para la construcción del dragón se requería un ejército de ingenieros del bambú y el papel. Me respondió que todo dependía de cuantos hombres dispusiese. De siete, me apresuré a responder, de siete diablos que ya vendieron su alma. Siete diablos y un viejo serán suficientes para que nazca el dragón.

Los diablos comprendimos que se luchaba contra el tiempo, pero que con disciplina y trabajo se cumplirían los plazos. Me dispuse a simultanear mis ocupaciones del restaurante con mis nuevos oficios, y poco después, apenas se reunieron los materiales, el viejo abrió un fardo de varillas de madera empaquetadas en el patio y asumió la dirección del proyecto. Advirtió que no utilizaríamos bambú, difícil de conseguir y poco adecuado para las máquinas del taller, sino madera para el armazón del esqueleto. Durante varias semanas vivimos atentos a cortar las distintas piezas con la medidas acotadas en los planos, curvando en la horma, puliendo las astillas y aristas, desbastando la madera para simular cada uno de los huesos del dragón, que habrían de ensamblarse al primer intento. Recuerdo virutas y resinas mientras un esqueleto de vertebras de madera se concretaba ante la incredulidad de mis ojos. El saber del viejo se materializó según nuestra ambición tomaba forma en el patio del taller. Una mañana terminamos la pieza final y la anclamos en su lugar, la última vértebra de la cola. El viejo felicitó a los diablos y aseguró que habíamos concluido la primera parte de nuestro proyecto.

Nos aguardaba un laberinto de pasadores y finas cuerdas de seda, que era preciso disponer pacientemente en los lugares señalados por el viejo, que nos perseguía con los planos para corregir o ajustar la posición de un insignificante tensor inadecuadamente situado. El centro neurálgico de aquel laberinto se ubicaba en la cabeza del dragón, donde se había dispuesto de un soporte que mantendría izado al conductor, apenas cómodo sobre un pequeño asiento de madera y confundido por una maraña de cables y anillas que no supe interpretar. Usando un canal abierto entre las vértebras, las distintas sedas llegaban hasta tiradores, flejes, balancines y otro sinfín de ingenios rectores de las fuerzas necesarias para impulsar al dragón. Apurando mucho mis conocimientos podría vanagloriarme de conocer la teoría mecánica de cada una de las piezas que encauzaban las fuerza de los hilos de seda, increíblemente resistentes, pero lo que de ningún modo comprendía era el resultado ofrecido por aquel distribuirse de tensiones en el interior del dragón, ni como podía manejar semejante complejidad un conductor único desde su cabeza. Nos encontrábamos en la parte más delicada del proyecto, según deduje al advertir que durante la noche el viejo probaba su ingenio para corroborar el funcionamiento correcto de la infinidad de dispositivos que movían las articulaciones de su criatura. Cada mañana nos recibía en el patio ante un esqueleto de anguila que lentamente tomaba forma ante nuestros ojos, hasta que un día aseguró que era el momento de empezar con la piel y nos mostró un fardo de telas, recibidas en respuesta a una de mis peticiones de material a don Justo, puntual valedor de todas nuestras exigencias, prueba del interés que despertaba su proyecto.

El viejo confesó que antiguamente los mejores artesanos del papel hubieran proporcionado a la bestia escamas, bigotes, colmillos y ojos fieros de la mejor calidad, pero que ahora nos conformaríamos con telas engomadas y dispuestas con resinas, las mismas utilizadas con la madera, que cubrirían de piel al entramado de varillas que definían el esqueleto. Puede afirmarse que en aquel instante nuestra obra se limitaba a una larga hilera de espinas de pescado, provistas de pasadores y guías para los tendones de seda que dotaban de vitalidad a los distintos fragmentos del cuerpo. Fueron precisas varias capas de tela, hasta formar una piel resistente y flexible al tiempo, que coloreamos con pigmentos igualmente decididos por el viejo, que retocaba nuestras pinturas y nos corrigió hasta que aprendimos a simular escamas y dotarlas del color y brillo requeridos en cada una de las partes de la anatomía del dragón. Lentamente una criatura majestuosa quedó construida en el patio del taller, a la espera de la última muestra del talento del viejo. Supe que me jugaba mucho cuando anunció que requería una semana más y que después don Justo otorgaría su conformidad al proyecto.

Don Justo atendió mis explicaciones con una devoción que solo puede concluirse como pueril, mientras le aclaraba que para la desenvoltura del dragón se requerían tres hombres en su interior, previamente familiarizados con algunos detalles técnicos. En realidad el epicentro que decidía la dirección, velocidad y armonía del conjunto se encontraba inequívocamente en la cabeza triangular, porque las otras dos plazas de conducción, situadas en el interior de un par de protuberancias ubicadas en los lugares designados por los cálculos, tenían una misión meramente estabilizadora. El dragón pecaba de grande y requería acompañar el movimiento dispuesto por la cabeza directora. Aún así, el ingenio era muy liviano, siempre en consideración a su tamaño, por lo que bastaban dos hombres para ayudar a desplazarlo, aunque debían ser suficientemente fornidos, porque sin ser excesivo, el peso era considerable. Estos ayudantes no habían de tomar ninguna decisión, quedando su hacer limitado a levantar la estructura y seguir a la cabeza.

Conduje a don Justo al interior de su emplazamiento en el dragón y le mostré cada uno de los timones y palancas, que eran suaves y fáciles de accionar y servían para crear la ilusión en aquella criatura irreal. Le expliqué cómo habría de sentarse y sujetar los distintos mandos, como disponer sus dedos en los engarces previstos para tal fin, igual que si se tratase de manejar una marioneta, cómo escoger los pedales para acelerar o detenerse, los timones para girar y otros complejos mecanismos que definían la expresión del dragón, quizás lo más demandado por el público. Parecía imposible al principio, pero don Justo pronto comprobaría que los movimientos eran naturales y se aprendían fácilmente. Para corroborar tanta excelencia, el viejo se encaramó al asiento de conducción, alzó las manos hacia dos mandos a mediana altura y dispuso los pies sobre un juego de pedales eficazmente dispuestos a su alcance. Esbozó un leve giro con su brazo derecho y sentimos que se movía la cola del dragón. Don Justo preguntó qué había sucedido y el viejo le explicó que había avanzado una pata, y que sería mejor que saliéramos de la cabina de mando para contemplar el espectáculo desde el patio. Salimos sin más que abrir una trampilla de tela engominada, aún pegajosa por las resinas de su confección, y nos reunimos con los diablos. Advertí a don Justo que debería iniciar su entrenamiento cuanto antes, breve pero imprescindible, según me había confiado el maestro artesano. Rafael y Manuel también deberían participar en las prácticas. Aunque su labor fuese sencilla, convenía que estuvieran habituados en la fecha del desfile, para prevenir inconvenientes.

Los diablos y don Justo nos situamos junto a la pared al fondo del patio, donde nos pareció más cómodo para observar. Reparé en que don Justo parecía preocupado, por sus ojeras y un cierto descuido que advertí en su indumentaria, menos pulcra que en otras ocasiones. Me entretuve en la contemplación de su rostro y me sorprendió que fuera tan anodino. De sus ojos puedo decir que eran acuosos, y su nariz gruesa y algo aplastada, y que de sus orejas brotaba pelo como de sus cejas caspa. Recalé en sus dientes, vagamente amarillentos por el sarro, y continué mi inspección sobre el cabello que se debilitaba ralamente hacia la coronilla, donde trascendía un cráneo rosado y roto por una cicatriz en forma de gancho, supuse que reliquia de una infancia azarosa. Pero lo más significativo era mi desprecio por su aspecto, que había entrevisto casi por casualidad. Por añadir algo más, diré que en general me parecía rústico y desfasado, desprovisto de cualquier atisbo de elegancia y decididamente inscrito en la ordinariez, pero reconozco que mi criterio se debe a una impresión particular, sin duda propiciada por antiguas heridas. Por ser objetivo, reconoceré que había mejorado desde que a su mesa se acomodaban las más ilustres celebridades, vestidas por los mejores modistos y haciendo gala de modales más o menos refinados. En definitiva, la apariencia de don Justo era irrelevante, por mucha corbata de fantasía y mucha chaqueta moderna a juego con pantalones y zapatos que pretendiesen mejorar su detestable aspecto.

El dragón avanzó una pata trasera y la cola se estremeció. Avanzó la otra pata y la bestia se alzó al tiempo que se levantaba del suelo. Sus patas delanteras, también pequeñas, le prestaban un aspecto indudable de reptil, como una serpiente extraña y peligrosa. El rostro del dragón pareció enfurecerse al tiempo que avanzaba hasta nosotros. Se detuvo a unos centímetros de don Justo, pareció contemplarlo un instante y retrocedió hasta ocupar su lugar original, produciendo una impresión hipnótica, como bien apreciamos, cautivados por la suavidad de las evoluciones del dragón y el efecto majestuoso que causaba en el ánimo. Alzó la voz don Justo para pedir que continuase la exhibición, y se escuchó al viejo advertir que lo mejor estaba por llegar. De nuevo se alzó el dragón sobre sus diminutas patas e inició su sinuoso avance. Inesperadamente, una lengua de fuego brotó de sus fauces, enorme, abrasadora, que nos hizo retroceder al unísono. Repitió el dragón su llamarada de fuego y después se detuvo. Inició don Justo unos aplausos y lo secundamos con entusiasmo. Recibimos al viejo con enhorabuenas y felicitaciones por su trabajo, y nos explicó que la manipulación del gas era lo más delicado, aunque en su descripción el sistema era sencillo, lo que mejoraba su eficacia y mérito. Dos bombonas de propano suministraban el combustible adecuado a unos dispersores que lo canalizaban y dirigían a la flama. La duración del desfile exigía renovar periódicamente el gas, que era preferible mantener en el exterior, por prudencia elemental. Durante las pausas del desfile, unos ayudantes se ocuparían de reemplazar las bombonas usadas por otras nuevas, y de guardarlas en una bolsa de red que se había dispuesto según los planos. Aún dificultoso y arriesgado en su concepción de válvulas y aspersores, el circuito del gas era seguro y no cabía el temor. Además, el aliento del dragón bien merecía un esfuerzo.

El resto fue sencillo. Don Justo aceptó el dragón que le ofrecíamos y consintió en que lo acompañáramos en el desfile. Le entusiasmó que danzásemos a su alrededor disfrazados de diablos, es decir, embadurnados con un maquillaje que nos convertía en demonios del averno, oportunamente aderezados con los pertinentes cuernos, las oportunas patas de carnero y las consiguientes máscaras de chivo, que completarían nuestra apariencia y nos pondríamos o quitaríamos a voluntad, según mandasen la fiesta y los acontecimientos del desfile. Don Justo adoptó una expresión sombría, sin duda fruto de un presentimiento inconsciente, y desechó mi propuesta alegando los consabidos motivos de seguridad. Apenas nos cubriríamos con lo imprescindible para contentar la vergüenza, el maquillaje era el mejor vestuario permitido para los diablos, por otra parte más adecuado para la ocasión y los festejos de la primavera. Reímos de la ocurrencia de don Justo, y comprendimos que podríamos bromear durante los ensayos sobre lo ridículos que pareceríamos con aquel atuendo de purpurinas y tatuajes diabólicos sobre la piel granate, pero aceptamos nuestro sacrificio por el éxito de una empresa común, mía en principio pero inmediatamente secundada por mi seis compañeros, y por el artesano, que cobraba protagonismo en la empresa por mérito propios. Los diablos, siete en total, honraríamos de este modo a nuestro promotor. El viejo parecía complacido por el resultado, pero advirtió que aún restaban numerosos detalles, y que la diferencia entre el éxito y el fracaso residía precisamente en esos detalles.

Me ocupé de que las autoridades colaborasen apenas supieron que don Justo contaba con el dragón prometido y requería participar en el desfile, tal y como se había acordado en nuestra apuesta. Se apresuraron los trámites, las pertinentes excepciones y los quehaceres burocráticos, así como el pago de tasas y la asignación del lugar en el desfile, casi en su mitad, entre las carrozas, donde nuestra presencia no pasaría desapercibida. Don Justo hubiera preferido que el dragón abriese el desfile, pero aún así me vi recompensado en mis desvelos cuando aceptó la ubicación asignada y nos apresuró en el trabajo. Aproveché para insistirle en que no descuidara su entrenamiento, porque era preciso cumplir todas las expectativas y sellar las bocas que habían murmurado sobre su incapacidad para llevar a buen puerto una empresa tan precipitada. No habían contado con sus amigos, y así se lo hice saber en un arrebato de confianza, que conocían su lucha por el progreso del barrio, y encontraban paz en su autoridad y justicia en su ira, magistralmente aplicada por los siameses gigantes, valedores de la concordia en nuestra próspera sociedad. Don Justo pareció complacido de mi reconocimiento, y supe que rebosaba de confianza e ilusión ante el futuro que se abría a sus aspiraciones. Realmente, habría un antes y un después de aquel desfile.

Los siete diablos danzaríamos y correríamos alrededor del dragón, que asumiría el protagonismo absoluto de la fiesta. Don Justo me confesó que esperaba una carroza descubierta, pero insistí en que una carroza descubierta jamás superaría la ventaja de mantenerse oculto y permitir que todos comprendieran quien era el alma de ese dragón que se abalanzaba hacia las primeras filas. Describí la escena con los espectadores retrocediendo alborozados, reconociéndolo como el alma del ingenio que, un instante después, vomitaba una llamarada que enardecía aún más el reconocimiento de las gentes. Una campaña de publicidad, convenientemente orquestada y dirigida al gran público serviría para que el nombre de don Justo no cayese en el olvido y que cuantos contemplasen el dragón supiesen a quién debían su fortuna.

Se sucedieron los días, entretenidos en adiestrar al dragón, que para entusiasmo de don Justo resultó tan fácil como había prometido el viejo. En apenas una semana se desenvolvía con la soltura necesaria para que los desplazamientos fuesen gráciles. Rafael y Manuel, en sus posiciones a mitad del largo cuerpo del dragón, se limitaban a acompañar los impulsos trasmitidos a la cola por los huesos articulados, lo que muy pronto ejecutaron instintivamente. A veces me encaramaba al dragón y subía hasta cualquiera de las protuberancias gibosas que ocultaban a Rafael y Manuel, prendidos a los mondadientes que barajaban entre sus labios, y me entretenía en distraer sus miradas negras, obsesivas, fijas tras la cabeza que guiaba sus evoluciones. Les ofrecía un refresco para mitigar el calor y ellos respondían con un gruñido que mostraba sus dientes de oro, sin apartar la vista del norte que guiaba sus pasos. Luego corría y trepaba a la cabeza hasta alcanzar la ranura tras la que se encontraba don Justo, y le ofrecía conversación, porque superadas las primeras etapas del aprendizaje, era preciso que el conductor se acostumbrara a las distracciones. Convenía habituarlo a lo que sucedería más adelante en el desfile.

Por último acometimos los últimos ensayos, que el viejo previno especialmente difíciles. No le faltó razón, porque incluyeron bengalas, antorchas, cohetes y pólvoras varias, como se había concebido desde el principio, porque jamás se vio dragón sin fuego, lo más importante, lo esencial en el espíritu de los dragones. El espectáculo de la bestia envuelta en las centellas y el humo era mágico. Los diablos bailamos alrededor del dragón e intentamos acompasar nuestra danza a sus llamaradas, que obedecían las órdenes de don Justo con una armonía y belleza como hubiera parecido imposible poco antes. Durante una hora diaria nos movimos por el patio del taller, retorciéndonos sobre nosotros mismos en espirales, en círculos iniciáticos que simulaban lo que nos esperaría muy pronto.

Llegó el día señalado y desde primera hora nos preparamos para el acontecimiento. Rafael, Manuel y don Justo por último, se introdujeron en sus posiciones dentro del dragón. Los espacios reservados a Rafael y Manuel se habían ampliado para encajar su corpulencia, pero continuaban siendo meros huecos cilíndricos que se introducían en el interior de las jorobas que el dragón mostraba desde el exterior, cubiertas por un mar de escamas amarillas y flanqueadas por bengalas de chispas irisadas. El visor procuraba un horizonte amplio y comodidad para las maniobras de conducción. Su cometido era sencillo, seguir los pasos del jefe. Para don Justo era más difícil. Se encontraba embutido en un cilindro de similares dimensiones a los ocupados por sus hombres, pero su posición era más incómoda y rígida, porque los mandos le restaban movilidad. Sentado en su taburete y enmarañado entre hilos como si se tratase de un muñeco, no parecía muy cómodo, pero se contentaba con el entusiasmo de saberse el alma del dragón. También colaboraba su postura erguida y más próxima al techo del cilindro, tanto que parecía suspendido en la nada, con las manos en los mandos y los pies en los pedales. A cambio de la incomodidad, su visión del espectáculo era mejor, porque se precisaba una conciencia amplia de los diversos incidentes, requisito imprescindible para una conducción adecuada. Pese a la dificultad, don Justo parecía entusiasmado por haberse convertido en el dragón.

Los siete diablos aguardamos a que don Justo tomara la iniciativa. El dragón avanzó una de sus patas delanteras y el público retrocedió. Parecía de verdad, el efecto era tan armónico y grácil que desprendía una sensación de certeza. Algunos niños de las primeras filas lloraron asustados por la magnificencia de la bestia, sus padres se apresuraron a tranquilizarlos, solo era don Justo para el disfrute de los espectadores. Resonaron las expresiones de admiración, porque la bestia ofrecía no sólo gracilidad y armonía en su movimiento, sino también un efecto tibio, de visión neblinosa. Las escamas de su piel, tan polícromas y luminiscentes, confundían la mirada con un vaho que le imprimía un halo de leyenda mitológica y visión fugaz. Resonaron los aplausos por encima de la música del desfile y los diablos encendimos nuestras antorchas. Dimos algunas vueltas, prendimos las luminarias que acompañaban al dragón, estratégicamente situadas en engarces de metal que evitaban la amenaza de su fuego y las convertían en un complemento decorativo imprescindible. Tuve que reconocer la maestría del artesano, el dragón era verdaderamente imperial, y don Justo, tras su visor, gozaba siendo el centro del desfile. Los diablos nos encargábamos de repartir obsequios en su nombre. No tan grandes y esplendorosos como los arrojados desde las carrozas que nos precedían o las que iban tras nosotros, sino presentes modestos y discretos, con el sencillo nombre del patrocinador, don Justo, que los destinatarios de los obsequios y quienes deseaban compatir su fortuna coreaban para deleite de nuestro benefactor, que con certeza escuchaba el clamor de su nombre entre la multitud.

Se sucedieron las calles, angostas o amplias, abarrotadas siempre de público, a veces con sillas volcadas por el alboroto y la exageración de los asistentes, que indefectiblemente retrocedían ante el dragón gigantesco y tan liviano que doblaba la curva e invadía el espacio con su presencia desaforada y terrible. Superado el primer temor se reparaba en la mirada cruel, los bigotes preciosos, las garras azuladas y esa cola gibosa y enorme que se movía tras la cabeza como una escolopendra dañina y repulsiva. Don Justo, consciente de su protagonismo, detenía un instante el dragón y lo articulaba con una destreza y ferocidad tan inquietantes que incluso yo sentía una vaga angustia. Después la bestia se replegaba sobre sí misma y los diablos ampliábamos el hueco frente a la multitud hasta que se definía un perímetro seguro. Entonces don Justo vomitaba una gigantesca llamarada de fuego que se deshacía en la noche fresca con un recalentarse de la brisa y el olor a gas quemado. Resonaba el silencio de no saber que había sucedido mientras el fragor terrorífico de las llamas se disolvía en la nada y se mantenía la indecisión, un atisbo de miedo quizás. Los diablos jaleábamos y atraíamos el interés del público, que reconocía el mérito del engaño.

Estallaban los vítores y aplausos de la multitud, ya enfervorizada por los regalos y el fuego de las carrozas anteriores, que veían en el dragón la sublimación del espectáculo, el tiempo indeleble al que seguirá el devenir de las demás carrozas. Quedará ese instante, ese dragón perdido en la memoria, que engrandecería su nombre para siempre. Así se lo hice saber a don Justo en mi primera visita a su visor en la cabeza triangular del dragón, sobre la que me encaramé sorprendiéndome a mí mismo de mi agilidad. Sin duda tanta destreza se debía a la excitación del desfile. Entretanto, siempre atentos al eco del ambiente, los diablos nos ocupábamos de resaltar nuestro protagonismo con espantamonjas, revientavacas, apretones y otros ingenios pirotécnicos aún de peor catadura. Estallaba entonces un refulgir de chispas y luces, y el dragón se retorcía antes de precipitarse sobre las primeras filas, como la criatura aterradora que era y a quien todos debían temer.

El dragón amagaba, interrumpía su ataque, suavizaba su furor hasta convertirlo en una melosa cadencia y resbalaba sinuosamente sobre los espectadores, hasta escoger a un niño, con quien jugaba con meliflua insistencia, bromeando e incitándolo a acariciar sus bigotes o sus garras. Desde que había adquirido seguridad en el manejo del dragón, en la destreza instintiva de sus manos y pies y en la expresividad que le brindaban los resortes y controles suplementarios para dominar el articulado fino de la máquina, don Justo se entretenía en jugar con los niños, debo reconocer que por indicación mía, que me había tomado la confianza de sugerirle que esa sencilla espontaneidad solo podía reportar beneficio a sus legítimas aspiraciones. El éxito del recurso estaba garantizado, el rostro amable del dragón sería tanto más efectivo cuanto que un instante antes había sido aterrador. La prueba era concluyente, los niños reían y los adultos jaleaban con alborozo los embates de la bestia. El nombre de don Justo se repetía sin cesar, los diablos bailábamos y danzábamos alrededor del dragón.

En el primero de los descansos, apenas cinco minutos que entretendríamos al público con nuestras danzas y juegos, uno de los diablos se introdujo en el interior del dragón, para interesarse por el bienestar de don Justo y satisfacer cualquier dificultad sobrevenida o una urgencia que requiriese socorro. Regresó con el encargo de refrescar el interior del dragón, que parecía recalentado por el calor de los fuegos exteriores y sin duda por el esfuerzo de manejar los muchos mandos y desenvolverse en un espacio tan escaso. Por lo demás, don Justo se encontraba bien, sólo precisaba un refresco, por supuesto enriquecido con el orujo de roca que consumía habitualmente en mi local, porque el agua simple no era apropiada para un festejo tan grande. Vertió colonia sobre las paredes interiores del receptáculo, que olían demasiado a las resinas que se emplearon en soldar las telas, enjugó el sudor de don Justo y lo refrescó igualmente con un pañuelo impregnado en perfume, con tanta eficacia en su prescripción, que don Justo se sintió aliviado y declaró estar dispuesto para la siguiente etapa. El diablo retiró las bombonas gastadas de gas, que tanta vitalidad prestaban al fuego del dragón, e insertó otras nuevas en su lugar. Rafael y Manuel no requirieron cuidado alguno, porque su superior fortaleza era inmune a los inconvenientes. Tomaron sendos refrescos, oportunamente enriquecidos con orujo de roca, para que también participasen en la fiesta. Se encontraban bien y no requerían los cuidados de su jefe.

Bajo las órdenes de los directores del desfile, las carrozas y atracciones serpentearon por el dédalo de las calles, en un circuito minuciosamente concebido por las autoridades. Distintos barrios, distintas costumbres, distintos modos de concebir una misma ciudad. Los humos de la fiesta endulzaban la noche, las carrozas repartían su carga de juguetes y golosinas para todos, sin más que alzar la mano y atrapar cualquiera de los obsequios que se arrojaban para un gentío que se abalanzaba, que rugía, que disputaba cada pelota y cada cartón, cada juego de cacerolas infantiles, cada plástico brillante y cada insignificancia que las carrozas arrojaban para desatar el entusiasmo de las gentes. Como siempre había sido el espectáculo de las multitudes. Se produjeron avalanchas y se asaltaron carrozas, pero todos retrocedieron ante el dragón, con su pálpito de fuego, sus ojos incandescentes y sus escamas reflectantes, que repartían la luz de ese modo tan extraño pero sin embargo vistoso. El dragón pasaría a la historia por su elegancia y belleza.

En las siguientes paradas, al tiempo que los diferentes demonios refrescaban a don Justo, vaciaban aerosoles perfumados para aplacar el olor de las resinas y esparcían esencias que purificaban la atmósfera viciada por el humo exterior, yo me encaramaba sobre la cabeza del dragón y llegaba hasta el visor para preguntar a don Justo si prefería un refresco enriquecido, algo de comer, ambas cosas, un cubo para aliviar sus necesidades o más esencias perfumadas. Mientras tanto, otro diablo sustituía las bombonas de gas que inflamaban la voz del dragón y disponía las usadas en la bolsa de red, frente a don Justo, para que las vacías no cayesen en el olvido. Por mi parte, me mantenía atento al quehacer de los diablos y al ambiente de la calle, al que nos debíamos como comparsas del espectáculo de don Justo, que sería un personaje célebre desde esa misma noche. También era preciso mantener la atención en el director del desfile, que nos indicaba cuando era preciso reanudar la marcha. Debo decir que el público estaba entusiasmado con nuestra actuación.

Casi al final del recorrido pasamos por la calle natal de don Justo, que se había incluido en el itinerario por una petición que los diablos habíamos cursado a las autoridades, comprensiblemente obligadas por nuestra solicitud. Se había adornado con farolillos rojos, para honrar la presencia del hijo pródigo que regresaba al barrio que lo había visto nacer. Me tocó a mí asistir a don Justo, en calidad de último diablo, y lo atendí en el modo que ya era la costumbre. Enjugué su sudor, le ofrecí su refresco y vaporicé a su alrededor éteres para aliviar los olores del cartón y la pólvora. Después retiré las bombonas de gas, las sustituí por otras nuevas y arrojé las gastadas al cesto de red que había recogido las bombonas anteriores.

Por entretener la espera de don Justo, ya no sobre la cabeza del dragón, frente al visor, sino mientras lo contemplaba embutido en sus palancas, resortes y timones, le recordé el día que nos conocimos, con su visita a mi establecimiento y lo ingenuo que fui, y cuando regresaron sus sicarios y me expusieron con preclaros argumentos cuál era su sentir respecto a las discrepancias que enturbiaban nuestra sociedad. Aproveché para expresarle mi gratitud por lo mucho que me honraba con su benevolencia. Después, atendiendo a una señal de los otros diablos, don Justo se acopló a los controles, mientras yo me despedía deseándole suerte en esta etapa final de su viaje. Esbocé una reverencia, levanté la lona de acceso a la cabeza del dragón y encontré una bengala encendida, que cualquier diablo habría dejado allí por casualidad. Entonces, por apartar de mí el humo que me sofocaba, arrojé la bengala lejos, tan fuerte como pude, con tal azar que fue a caer en el cesto de las bombonas desechadas, casualmente a mi alcance.

Don Justo intentó desprenderse de los mandos para atrapar la bengala que agonizaba entre las bombonas vacías del gas, y fue cuanto alcancé a vislumbrar en mi última mirada, porque ya me encontraba fuera del dragón, que al sentirme ajeno a su cuerpo vomitó una espantosa llamarada y al instante reventó en un mar de fuego. Los diablos retrocedimos espantados por el calor sofocante, después nos acercamos y de nuevo retrocedimos porque el incendio se había declarado y la cabeza del dragón ardía con un vigor incontenible. Las resinas, los cartones y las maderas finísimas y tan bien trabajadas se habían inflamado al unísono y todo se redujo a un horror de estallidos y gentes que corrían. Los diablos nos detuvimos donde el ardor era soportable y esperamos mientras el dragón se consumía en un remolino incandescente. Pronto solo quedaron los gritos y el olor de las cenizas en la noche, unas cenizas que revoloteaban aún, convertidas en brasas candentes.

Nada pudo hacerse ante una desgracia tan grande, más que velar a los difuntos y pedir por el pronto olvido de los dolientes, que no fueron muchos, ninguno, dicho sea sin ánimo de ofender. Las autoridades coincidieron en la imprudencia de don Justo al participar en el desfile con un dragón tan peligroso, y los noticiarios publicaron las pertinentes esquelas y condolencias. La policía investigó poco, porque no era conveniente difundir la desgracia y restar visitantes a los festejos venideros. Me interrogaron cuanto quisieron, hasta concluir que fue un accidente fácil de evitar con mejor seguridad. Regresé a mi plácida existencia en el restaurante de la plaza y viví una fortuna inesperada.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 11 de abril de 2014

Arpías y tritones

A quienes temen a la noche


El tren silbó al entrar en la curva y el sonido se repitió en el eco del bosque. Los olores de la resina eran tan intensos que sobresalían al humo de la locomotora, que aún entre los aromas del carbón se impregnaba con la savia de los abetos y los pinos. La estación apareció al fondo, rodeaba de ocho o diez casas quizás. A la izquierda del edificio principal, un viejo depósito de agua era lo más interesante de la aldea, por llamar a aquellas casas de algún modo. Todo parecía perdido y desolado, pero a estas alturas de mi viaje ya había renunciado a cualquier rasgo de progreso. Durante tres semanas había admirado unas vistas que languidecían lentamente bajo el otoño. Si avanzábamos por una estepa, si remontábamos una colina o si nos encaramábamos sobre un paso de montaña, nos rodeaban árboles y más árboles, los mismos troncos repetidos hasta el infinito. En la mente arraigaba una extraña obsesión, como de incertidumbre o temor, que pronto se convertía en molesta, supongo que por el efecto de tanto igual que pasaba tras la ventana. Por lo demás, hacía demasiadas estaciones que viajaba solo en el vagón y los compartimentos vecinos no parecían más poblados. Solo se escuchaba el traqueteo de las traviesas y el sonsonete de la locomotora lejana. Debajo de todas voces se removía el bosque vivo que nos rodeaba, que más allá del humo de la máquina y el susurro de los raíles bullía con una vida oculta y misteriosa.

En la estación esperaba la prima Angélica, que agradeció mi pronta respuesta a su misiva para que la visitase tras mis estudios, a lo que accedí porque guardaba un buen recuerdo de nuestra amistad. Me obsequió con algo parecido a un canto de bienvenida, palabras que no entendí y me parecieron sombrías. Nunca me pareció tan bella, reconozco que de no ser por nuestro parentesco hubiera albergado alguna esperanza de aspirar a su amor. Pero soy un hombre sensato y no sucumbí a la pasión instintiva, aunque reconozco que me dejé cautivar por su simpatía. La acompañé con gusto al carro que nos esperaba y ella misma tomó las riendas para dirigirnos hacia un camino lateral. La voz de mi prima era pausada y su aliento desprendía un olor a mandarinas que me cautivó al instante. Su conversación también era amable, demostrándome rápidamente que el aislamiento de aquellas tierras no mermaba su cultura. Se mantenía informada de las noticias del mundo con rigor y actualidad, así que supuse que llegaba alguna prensa a la estación. Reconozco que me sorprendió el contraste entre unos saberes tan eruditos y la tosquedad de su empleo de auriga, pero imaginé que la vida en aquellos parajes tan perdidos reclamaba sus propias competencias, y que acomodarse a las circunstancias siempre fue signo de sabiduría, así que me centré en la agradable conversación de mi prima, que hablaba con una gracia que me mantuvo embelesado la mayor parte del viaje. Definitivamente, la estancia no sería tan mala si Angélica andaba cerca, así que sonreí y me dispuse a disfrutar de un merecido descanso.

El viaje fue monótono y largo, casi cinco horas interminables. Durante una parte de nuestra conversación, Angélica se ofreció a instruirme sobre las distintas especies vegetales, que aún pese a mi cortedad ya reconocía diferentes, así como el nombre de cuántos arbustos y hierbas salieron a nuestro encuentro. No deseo significar con esto que su conversación fuera ajena a mi agrado, por el contrario, en todo momento aprecié en sus palabras el saber de una experta. Me sorprendió su profundo conocimiento del entorno, al señalarme la presencia próxima de los jabalíes por su escarbar la tierra o al detenerse y pedir mi escucha para atender a unas águilas que volaban entre los troncos. Detuvo nuestra marcha en algunos parajes del bosque que debieron ser interesantes e intentó explicarme que entre los árboles había un nido ocupado por polluelos o el escondite de alguna comadreja. Reconozco que no alcancé a distinguir nada, aunque la tercera vez que insistió admití que sí, que veía el nido y la comadreja, porque pensé que fallaba mi vista, confundida por el cansancio. Angélica insistió mucho en que para estos avistamientos, a veces de ciervos o linces entre la espesura, era preciso guardar el máximo sigilo. El sonoro traqueteo del carro ahuyentaba a los animales, pero no demasiado, porque el camino se hacía una vez a la semana, en ocasiones más, cuando era necesario o se esperaba algún paquete urgente del correo. Continuamos en silencio, atentos a las sorpresas del bosque. Recuerdo árboles, algún calvero entre los árboles y más árboles que flanqueaban un camino bastante azaroso.

De nuestro destino solo puedo decir que era singular. Una docena de cuevas arracimadas junto a la ribera de un río de aguas frescas, en un calvero de la espesura, dividido en dos por un delta rocoso pero de orillas remansadas y cómodas para vivir. Las aguas eran cristalinas, apenas demoradas en pozas con ovas que se mecían en la corriente. Una piedra ocre y bermeja configuraba las grietas y peñascos que se extendían hacia el centro del cauce, donde el río alcanzaba un fragor de peligrosos rápidos. Intentar vadearlos sería una empresa arriesgada, pero no ofrecía peligro alguno, porque se encontraban muy lejos de la ribera como para suponer una amenaza. El paisaje proseguía más o menos idéntico a otro lado, con unas rocas que se amontonaban o se hundían de similar modo, con árboles que eran casi simétricos a los árboles de este lado, pero con un horizonte más árido, de troncos desnudos, hojas secas y ramas desgajadas por el viento. Pregunté a Angélica por la causa de este hecho anómalo, y aclaró que un paso próximo entre las montañas filtraba aires que apresuraban el cambio invernal al otro lado del río. Un fenómeno de la naturaleza al que era intrascendente prestar atención. Objeté que los árboles en esta parte eran en su inmensa mayoría coníferas de hoja perenne. Angélica se encogió de hombros y concluyó que el invierno temprano habría alterado la flora.

Los habitantes de aquel remanso en la espesura eran mujeres. Angélica me las presentó conforme fueron recalando en el asentamiento de sus cuevas vivienda. Me parecieron de una singular dulzura. Compartían una cierta felinidad en la mirada y una suerte de idéntica cadencia en la voz. Pronto improvisaron un modesto banquete en mi nombre, una cena espléndida, donde me sirvieron un salmón exquisito y carne que no supe reconocer, me dijeron que de oso, y así la disfruté, sazonada con unas hierbas de delicado aroma, como ahumado y algo ácido. El postre se excedió en lo delicioso. Miel silvestre y fuentes de arándanos, grosellas, zarzamoras y nueces, que compartían bandeja con higos de varias higueras diferentes, madroños, y gajos de granada embutidos en pasta de almendra, manjares estos que se completaron con un licor de bayas que hermanaba los sabores con un regusto de plenitud. Concluida la cena, exhausto por las emociones del viaje, me derrumbé sobre el camastro que Angélica había dispuesto en una cueva contigua a la suya. Dormí profundamente, sin conciencia ni alma.

Me desperté con la primera luz de la mañana, cuando mi prima regresaba del exterior. La escuché buscar en su cuarto, después entró en mi alcoba, apenas envuelta en un toalla, y aseguró que las pozas invitaban al baño a primera hora de la mañana. Aún era más estimulante al amanecer, cuando la bruma helada enfriaba el aire y la piedra caliente apaciguaba la frialdad de las pozas y convertía el sumergirse en un grato deleite. Luego se acompañó de una sonrisa y añadió que era demasiado perezosa para gozar de ese placer, pero que algún día lo disfrutaría conmigo. Me ruboricé ante las palabras de Angélica, en la que permanecí absorto hasta que me advirtió desde la entrada que el desayuno aguardaba sobre la mesa y que esperaría afuera, que tomase el tiempo necesario, porque la vida allí transcurría a un ritmo diferente. Ya lo sentirás por ti mismo, añadió, y me dejó sumido en una dulce somnolencia que mantuve hasta que me sentí sosegado. El desayuno fue fugaz y refrescante, zumo de un sabor desconocido, cítrico con un discreto regusto amargo, que devolvía la frescura del aliento y estimulaba la vitalidad. Salí al exterior aún aletargado por el recuerdo de Angélica. La mañana me pareció radiante.

Transcurrieron dos semanas que distrajeron mi curiosidad con un torrente de alicientes nuevos. Primero la siempre estimulante presencia de mi prima, por quien me sentía atraído sin remisión, aunque era uno de esos amores plácidos que se contentan con las buenas maneras y los modos afables. Al menos de eso pretendía convencerme, porque sus visitas matinales a mi cuarto a primera hora, cuando regresaba de su aseo en las pozas cálidas, me sorprendían en sueños que a menudo eran tan tórridos como para que mi instinto se desbordase al escuchar su canto de buenos días. Aspirar las mandarinas del perfume que endulzaba su piel tampoco aliviaba mi deseo. Angélica me miraba con la frescura del cabello húmedo y recogido en una trenza que brillaba amarilla, con el dorado de un caolín que se encontraban en unas riberas cercanas, según me explicó al manifestarle mi sorpresa porque todas nuestras vecinas se adornasen el pelo de un modo muy similar, en anudamientos más o menos elaborados o simples recogidos que destacaban por su simpleza y comodidad. Era un barro untuoso y muy fino, que tenía propiedades suavizantes y protegía del maltrato del sol y las asperezas del relente nocturno.

Las vecinas de mi prima eran educadas y correctas, algo tímidas, supuse que por la costumbre de la soledad. Me sorprendieron sus uñas y dedos amarillos y su casi idéntica mirada felina. Pregunté, rieron en grupo y me confesaron que ambas preguntas eran de fácil respuesta. Debo reconocer que siempre he considerado que la explicación sencilla complace pronto al ignorante. Los dedos eran amarillos por la misma razón que el pelo, y los exhibieron moviéndolos ante mis ojos, por un maquillaje con el caolín de los rápidos río arriba, por el fuego de la piedra como le llamaban ellas, que también era bueno para las uñas, amasado con resina de cedro, y para el cutis, la suavidad de los pies y casi todo lo relacionado con el cuidado del cuerpo. En cuanto a la mirada felina, el cabello recogido siempre en una cola o una trenza muy tirante prestaba esa breve similitud a los rostros, concretamente rasgaba la expresión de la mirada. Por lo demás, coincidieron en que yo debía estar muy intrigado por que un grupo de doce mujeres hubieran recalado en aquel paraje remoto, y por atenderme me rodearon ante unas pozas de caprichosa geometría volcánica. Mi prima llegó también, sumándose en último lugar en esta reunión improvisada, donde se atropellaron para informarme que dos de ellas habían recalado allí por casualidad, huyendo de problemas que no venían al caso, y que enviaron un correo a través del ferrocarril a una amiga que también sufría que desamores, para que huyese del esposo. Esta llamó a otras dos que conocía y así, de una desdichada a otra hasta que cumplieron doce, nunca faltaban maridos violentos o aburridos o insoportables. En poco se había formado aquella comunidad bendita, limitada por voluntad propia y por la parca generosidad del entorno. Cambiaban los rostros y los nombres, pero siempre eran refugiadas que encontraban alivio a sus penurias, al menos hasta que recobraban el sosiego espiritual y decidían marcharse libremente. A veces dejaban un donativo o lo remitían por correo, y siempre era bienvenido, pero su principal medio de subsistencia era el río y las bondades del bosque.

La misma Angélica acompañó mis visitas a los alrededores. Me sorprendió su destreza para moverse entre las rocas difíciles, las más resbaladizas, las que ascendían trabadas y se fundían en desfiladeros y roquedales solidificados en colores caprichosos. Siempre comunicativa, Angélica me explicaba las formas de la erosión y algunas generalidades del terreno, así como los secretos de las pozas que destacaban por razones afortunadas. Aquella era la de los nácares, y al mostrármela descubría su semejanza al interior de una caracola, porque la lava había cristalizado en vetas opalinas que resplandecían como una concha preciosa. Aquella otra era la poza del fuego, una amalgama de cinabrios embutidos en piedra rojísima, que habían fraguado de ese modo por el capricho de los minerales incandescentes, de forma que la poza parecía esculpida en su interior con vivísimas llamas, y en fin, otras muchas maravillas que Angélica me mostró con la dulzura habitual de su habla, que se interrumpía con cánticos tan oportunos que convertían su charla en una música salpicada de palabras didácticas.

De repente Angélica pidió silencio con un gesto y los pájaros parecieron enmudecer a su señal. El agua sonó con más brío, la quietud se espesó y pareció dilatarse en una tensa espera. Angélica señaló en lo alto, al otro lado del río, al que nos habíamos aproximado al internarnos en una garganta que estrechaba el cauce y lo convertía en más rápido y vibrante. Distinguí algo que se precipitaba desde la inmensidad plomiza de las nubes y volaba directamente hacia un punto en la ribera. Cayó entre unas ramas junto al cauce y emergió con un enorme pez atrapado entre sus garras. Mi prima me advirtió de que se trataba de águilas arpía, y que era preciso cuidarse de ellas, porque la leyenda aseguraba que eran capaces de alzar niños por los aires, aunque naturalmente atribuía toda esa palabrería a rumores, porque volaban en silencio y rehuían la presencia del hombre. Descubrir su vuelo era toda una fortuna, porque eran tan silenciosas que nada advertía de su ataque hasta que aterrizaban sobre su presa, sin importar que se ocultase bajo una espesa nieve, como se había visto algún invierno. Por lo demás, eran valiosas por lo difícil de observar y convenía mantenerse a distancia. Sus garras eran terribles, capaces de causar espantosas heridas a sus víctimas, usualmente roedores, peces u otros animales que abatían de una forma tan discreta que solo se advertía su presencia con el grito de la presa, alcanzada siempre por el punto ciego de su visión o bajo tierra, con un derrumbarse de galerías subterráneas y la irrupción de las aterradoras armas del águila. Después Angélica restó dramatismo a sus palabras y me felicitó por la suerte de haber presenciado la cacería de una de aquellas majestuosas aves.

Una noche, después de cenar alrededor del fuego y compartir una jarra de bayas fermentadas, me advirtieron que pronto se iniciaría la temporada de tritones. Quise saber más y explicaron que corriente arriba un sinfín de estos batracios vivían entre las pozas, que alcanzaban en primavera, para desovar durante el verano. Los había de varias especies y tamaños. El inicio del invierno señalaba la migración hacia aguas más templadas, y durante varias semanas atravesaban el poblado río abajo, huyendo del aliento gélido de las montañas. Todo un motivo de alegría para su precaria comunidad, que encontraba en la llegada de aquellos anfibios nuevas facilidades para la supervivencia. Algunas especies ofrecían una carne suave y tierna, que podía competir con cualquiera de las carnes del bosque. Era preciso conocer bien las distintas variedades, porque solo algunas destacaban por su saber excepcional, mientras otras ofrecían un sabor desagradable o precisaban el condimento oportuno. Luego regañaron a Angélica por no haberme mostrado las pozas de tritones durante nuestras excursiones río arriba, y mi prima respondió señalando que yo era demasiado torpe como para moverme por las rocas con agilidad suficiente para alcanzar los desovaderos de las zonas altas, y que había preferido esperar a que los tritones llegaran hasta nosotros. No obstante, añadió dirigiéndose a mí, prometía encontrar una poza no demasiado lejana para satisfacer mi curiosidad. Reímos de su ocurrencia y después las vecinas retornaron a sus canciones de letra incomprensible, que yo me limitaba a tararear entre el estímulo y la disculpa de mis anfitrionas, pronto arrepentidas de su imprudencia al tentar mi sentido del ritmo y la música.

Una mañana que me entretenía en recoger leña seca con las vecinas, Angélica llegó hasta nosotros y me sugirió remontar el río hasta las primeras pozas de tritones. Mis compañeras disculparon mi faena con la leña, porque siempre eran indulgentes con los visitantes ocasionales, y me animaron a que acompañara a mi prima y me desentendiera de la tarea. Agradecí su gesto solidario y corrí tras Angélica, que ya me apresuraba al pie de una estrecha vereda. Nos adentramos en un mar de piedras desprendidas y enmarañadas por una lujuriosa floresta que parecía brotar de la roca viva, sin que se distinguiera tierra que pudiera sustentar las raíces de las plantas. Tras algunos equilibrios para domar el suelo resbaladizo, seguí a Angélica por aquel piso escabroso, siempre envuelto en los cánticos de mi prima, mientras nos alejábamos del río por un atajo que pronto se convirtió en un simple sendero entre los troncos, un sendero que para mí era difuso y a menudo perdido, pero que para Angélica era perfectamente reconocible. Me rendí a su sentido de la orientación, porque nos movíamos por parajes de su conocimiento y porque ya había demostrado una especie de sentido adicional para localizarse en la brújula y alcanzar su destino con eficacia y prontitud. Nos detuvimos para acechar a unos gamos que pastaban entre la espesura y que afortunadamente encontramos en la posición correcta para que el viento no delatase nuestra presencia. También nos demoramos por evitar un campo de hierbas urticantes, que Angélica advirtió muy molestas. El murmullo de las aguas quedó pronto sustituido por el rumor de la vida salvaje. Escuché el tabletear de los pájaros carpinteros y otros trinos desconocidos. La luz se filtraba desde las copas de los árboles, convirtiendo nuestro avance en un sucederse de umbrías, parecía que nos encontráramos bajo una gran cúpula que tamizase la luz y la despojara de su vigor. El nacimiento de las primeras ramas quedaba a una considerable altura sobre nosotros, y me asaltó la misma impresión de monotonía que me asaltara durante el viaje en tren, sin duda por los muchos troncos enormes e iguales, que confundían los sentidos en una misma repetición sin matices. Angélica continuaba cantando y yo en silencio. El rumor de nuestros pasos sobre la hojarasca sobresalía a los demás sonidos, se olía a madera fermentada y animales ocultos.

Lentamente el río volvió a nosotros, delatado por su murmullo de aguas rápidas, el olor de los líquenes que se amontonaban en algunas pozas y la lenta aparición de grandes losas de piedra, que reemplazaron a la hojarasca y nos llevaron de nuevo hacia las riberas, más angostas que donde se situaba nuestro asentamiento. Angélica ascendió a un promontorio, oteó el horizonte de piedras oscuras, saltó de nuevo a mi nivel y me instó a la que la siguiera entre las rocas. Descendimos muy abajo, donde las aguas someras del río serpenteaban como una lámina de brillante transparencia sobre el lecho pulido. Algunas pozas pequeñas se hundían en aquel universo para mí deshabitado. Angélica me dedicó su mejor sonrisa y dijo mira aquí, estos son tardíos y frágiles. Entonces miré y vi los tritones, tan diminutos, tan etéreos, apenas iris en aquellas pozas ocultas. Eran largos como el ápice de un suspiro o el polen de una flor, un polvo casi imperceptible que flotaba ingrávido en un agua limpísima, donde las algas alfombraban la roca con un delicado vello que les servía de alimento a medida que progresaban en lo que para ellos, para los diminutos tritones, era una selva de algas mecidas por la brisa.

Otros eran diferentes, porque mudaban la piel muchas veces y después sufrían un proceso llamado metamorfosis y se convertían en adultos. Era curioso observarlos en las distintas etapas de su crecimiento, y Angélica aprovechó para salir de la poza en que nos encontrábamos y conducirme a otra poza cercana, igualmente escondida, y señalar un lugar también protegido del sol. Estos son posteriores, más maduros pero aún delicados. Observa su color, que es lo primero que destaca. Negro y amarillo, admití, y Angélica me señaló las branquias incipientes en el cuello, su cola tan larga y su rostro arrugado y furioso. Asentí y la conversación se tornó personal. Angélica habló de sus intenciones de abandonar esta nube de recogimiento y volver con el tren de regreso e iniciar una vida nueva, cruzar fronteras tal vez, para renacer donde nadie conociese su vida pasada.

Nos detuvimos muy cerca del centro del río, casi abrumados por el rugir de las aguas impetuosas. Angélica señaló a las alturas y observé que la niebla de los rápidos nos envolvía en un aire lechoso y turbio. Vaporizada a mi lado, convertida en una silueta difusa, Angélica señalaba a un punto entre la bruma. Apenas distinguía su brazo señalando a un lugar que parecía la nada y de repente allí mismo surgió una criatura espantosa que pasó a escasísima distancia de donde nos encontrábamos, como un susurro, una exhalación, portando entre sus garras algo enorme, monstruoso, como un recién nacido o una visión aún peor, una criatura negra que se retorcía entre sus garras. Mi prima asintió invitándome al silencio, y supe que la leyenda de las arpías se debía precisamente a esas apariciones misteriosas, cuando las águilas pescaban en la impunidad de la niebla, sin un murmullo, sin un indicio delator, como fantasmas nacidos del vacío que de repente volaran con el cadáver de un niño entre sus garras. Angélica sonrió e hizo el gesto de comprender las leyendas. Después, ya lejos de nieblas y arpías cazadoras, confesó que la mayoría de estas supersticiones ocultaban un sesgo de realidad, y que a ella siempre le habían interesado el espacio entre las quimeras y los hechos. Luego, mientras regresábamos ribera abajo, divagó sobre sus proyectos de juventud y de futuro, con aquella boda temprana y tan fracasada, con la desilusión y la tristeza hasta la huida y el exilio en aquel confín remoto. Ahora era preciso renacer después de la purificación y abrazar una existencia nueva.

Regresamos a nuestra cueva y me desentendí de las palabras de mi prima. En mi disculpa esgrimo que a veces Angélica me distinguía con confidencias que me sonrojaban y enardecían en secreto, hasta el punto de que hube de evitar mi fogosidad y aprender a distraerme con motivos banales, los que fueran con tal de separarme de mi prima, que inundaba mis sueños y mi vida. Esa noche sentí que me acariciaban y distinguí los ojos de Angélica brillando en la oscuridad, crueles y despiadados. Pensé en las águilas y recordé los tritones, con sus larvas casi invisibles sobre el agua transparente, y después más grandes, con sus dibujos de manchas amarillas sobre el negro y ese naranja que a veces salpicaba su piel tan resbaladiza y húmeda. Ojos en la oscuridad inundaron mi sueños con un terror de animal herido. Me sentí acechado por criaturas terribles y malignas. Después resonaron los cantos de Angélica y de nuevo la vi en la mañana, con su cabello recogido y esa mirada felina que me arrebataba de entusiasmo por respirar un instante más. Languidecí en un deslizarse de águilas entre la bruma, como el espíritu de un viento silencioso y letal, capaz de extinguir la vida en un instante imperceptible. Después vi tritones gigantes, enloquecidos por su ira de bestias enormes.

Amanecí con Angélica a los pies de mi cama e intentando disimular un deseo que comprometía mis buenas intenciones. Supongo que los hechos se precipitaron a partir de este sueño y que un recelo nuevo había brotado en mi alma. Tomé mi desayuno de frutas como cada mañana, pero ya no fue tan refrescante, los sabores se empapaban con un algo mortecino e indefinible, un vago regusto que alteraba el sabor y lo convertía en un sucio remedo de sí mismo. Aún se bebía con facilidad, así que terminé el desayuno y salí de la cueva, donde el invierno parecía haberse asentado y caía una escarcha de nieve suave. Sorprendentemente, la mañana era tibia y reinaba un ambiente festivo. Angélica me gritó en compañía de las vecinas, arracimadas alrededor de una corriente cargada de vida. Fui corriendo hacia donde se encontraban y de nuevo contemplé a los tritones, amarillos y negros, con el vientre anaranjado y tan suaves que era un placer acariciarlos. Angélica señaló a las alturas, y un águila apareció en el cielo con una criatura negra e indefinible entre sus garras. Un espectáculo que mis amigas y yo festejamos con júbilo. Ellas emprendieron de nuevo sus cánticos, yo también grité, y de repente encontré una copa de licor de bayas y supe de celebrábamos una fiesta excepcional, con motivo de la llegada de los tritones. Reconozco que me rendí a la contemplación de las danzas de mi prima y sus vecinas, que en mi inconsciencia las recuerdo desnudas y chapoteando entre las pozas. Después escuché gritos ásperos y olí aromas espesos que asquearon mi garganta y mi lengua.

Desperté en ausencia de Angélica, sobresaltado por discusiones del exterior, que me parecieron ásperas e ingratas. Apenas pude desayunar por el estruendo de los gritos y no tengo inconveniente en admitir que me sentí confuso y aturdido. Durante toda la jornada deambulé entre las pozas donde abundaban los tritones, que las vecinas señalaban con un arremolinarse inquieto. Siempre que me aproximé sentí una gran excitación entre mis compañeras, como si aquellos seres ya más grandes y formados ocultasen algo en su interior. Me sentí intrigado y temeroso en igual medida, a punto de alcanzar un gran descubrimiento. Pregunté muchas cosas a mis compañeras. Cómo nadaban los tritones, cual era su respiración, si mudaban la piel o mantenían la misma siempre, y cuanto pasó por mi mente en el transcurso del día, que no se interrumpió para comer ni para esbozar un reposo, solo cuando mis vecinas señalaban un punto en la distancia, al otro lado de los rápidos infranqueables, y una de esas águilas abandonaba la invisibilidad para atrapar una presa entre las turbulencias del río. Tritones gigantes y oscuros, que se debatían entre sus garras con una muerte rápida. Mis vecinas festejaban el espectáculo, tan bello como cruel, con un escándalo de disonancias que rompían la calma del bosque. Llegó la noche sin Angélica y me acosté sin compañía y sin cena. No me importó el ayuno, otras prioridades ocupaban mi mente.

Me sobresaltó la madrugada, envuelta en un estruendo como de trompetas. Los rápidos rugían en el exterior cuando escuché que Angélica salía de la cabaña y tomaba un sendero oculto entre las sombras. La seguí hasta que se perdió en la espesura, pero aún así vislumbré su rastro en algunas ramas quebradas, en hojas rotas, en el perfume que señalaba el camino. Me sobrepuse al sueño y a la excitación, apresuré el paso y Angélica me condujo entre las pozas. Subió a un promontorio que destacaba sobre las piedras, investido en mi memoria con atributos sobrenaturales. Miró a su alrededor, como previniéndose de espectadores y se desnudó lentamente, iluminada por la tenue plata de las estrellas. Creí enloquecer cuando me llamó con su mirada, tan felina y tan feroz, y reclamó mi encuentro con gesto de su boca. Me dejé seducir por sus ojos y el aliento de mandarinas.

Gocé de Angélica muchas veces en aquella noche de tan aciago recuerdo. Su voz cantaba en mis oídos mientras se derramaba mi deseo en aquella poza de aguas aterciopeladas, en aquella claridad donde nadaban los tritones. Muchas veces enloquecí y perdí el sentido, mientras una sombra enturbiaba mi alma. Abrí un instante los ojos y reparé en que se disolvía el caolín que impregnaba el cabello y la piel de Angélica, que se confundía en una baba de amarillos desleídos. Angélica cantaba y de repente se interrumpió en su canto y venció el silencio. Todo cambio en el instante que me sentí libre del hechizo. Algo sucedió y el agua diluyó el caolín que impregnaba los cabellos de Angélica, que se tornaron ásperos y enmarañados. Se deshizo el contorno de sus ojos, que fueron despiadadamente crueles, y el cuerpo tan bello de Angélica se disolvió en sus arcillas y bellezas, y todas las formas se tornaron hueso y magras encallecidas. La bella que fue provocaba ahora espanto, por su piel arrugada y famélica, por su tacto repugnante y viscoso, por la pestilencia que emanaba de unas mandarinas tornadas en podredumbre, por el miasma de su aliento antes tan dulce. Retrocedí aterrado y me enfrenté a Angélica convertida en una arpía tan infame como el negro bruñido de esas uñas enormes y aceradas que se liberaban del maquillaje de los dedos, del caolín y las resinas. Angélica sonrió con una luz que derrotaba al espíritu y convertía el pensamiento en delirio. Me dejó alejarme en la vigilia de esa mirada felina que sustentaba mi aire. Luego se abandonó al placer que mi semilla proporcionaba a su vientre, y me permitió marchar porque ya había saciado su deseo y mi destino estaba en manos de sus hermanas.

Huí despavorido y solo por fortuna escapé a las trampas de la roca volcánica, que apenas distinguía en una oscuridad de estrellas blanquísimas, tan excepcionales como para diluir mi horror en una sensación de irrealidad. Quise detenerme y poner orden en mis pensamientos, pero algo me impidió interrumpir mi carrera, como si los cantos de Angélica aún resonaran en mi pensamiento y me advirtieran de una noche que lentamente se cubría con el invierno, una noche donde imperarían las nieblas y los murmullos de la oscuridad. Me dominó el pánico y corrí sin descanso ni aliento por un altibajo de piedras. Sentí mis pies alados por el miedo y todo se redujo a un instante del recuerdo de Angélica. Alcancé las cuevas cuando las nubes se tornaban blancas y todo relucía con los relámpagos entre la nieve que ya caía, que ya liberaba los tritones en las tierras altas y medias. Después las fuerzas del río obraron el milagro. Primero llegaron los tritones medianos, los que medían casi dos metros, que las vecinas encontraban en las pozas y daban muerte entre la pestilencia que emanaba de sus cuerpos liberados del barro que purificaba y limpiaba las apariencias.

Oculto entre las piedras, pasé desapercibido al aproximarme a mis vecinas, que parecían discutir alrededor de una poza maloliente. Me mantuve a una distancia sensata, precavido por una inspiración que me salvó la vida. La vecinas, desprovistas del maquillaje de los caolines, eran tan famélicas y horrendas como Angélica, y disputaban la carne de un tritón que se estremecía en los últimos derrotes de su agonía. Antes de que la presa concluyese sus espasmos, otras uñas se hundieron en su carne y las visceras quedaron expuesta a la voracidad de las vecinas, que no dudaron en arrancárselas con una saña como jamás hubiera imaginado antes. Quedé pasmado, transido por el espectáculo de las vecinas disputándose la agonía de los tritones que atrapaban entre sus garras, tan fatales y corvadas. Comprendí que ellas también eran arpías, como las águilas, pero de otra especie, la más atroz. Resonó el río con más fuerza, con un brío impetuoso, y llegaron los tritones mayores, como en oleadas de bestias furiosas. Las dos riberas se tornaron a mis ojos en un erial de árboles marchitos, heridos por los mismos rayos, con las mismas ramas desgajadas y la misma leña podrida. Las vecinas retozaban entre las pozas, hiriendo y matando a los tritones varados.

Pronto se desató un lodazal de sangres y cienos repugnantes, porque los tritones al rasgase y romper sus vísceras entre las afiladas uñas de las arpías, tiñeron las pozas con su sangre y su semen, que es violado y se acumula bajo la piel. Por fin llegaron los tritones mayores, lo que eran gecos de proporciones gigantescas, dotados de un grito tan violento que el río se irritaba con su canto desaforado y estallaba en una locura de espumas que todo lo barrían con un batido de olas pútridas. Entre aquellas bestias mayores, una flaqueó un instante en su lucha contra la corriente. Las arpías gritaron desaforadas cuando una de ellas hundió sus garras entre los ojos del tritón, que bramó de dolor y pareció inflamarse con el frenesí de la venganza. Pero todo había concluido porque el tritón ya era ciego y las arpías se abalanzaron sobre él, que al instante perdió la vida en un marasmo de garras que rasgaban su cuerpo. Libres del barro y de la astringencia de las hierbas, el hedor de las arpías pronto inundó el bosque de esencias infames.

Poco puedo añadir a mi locura. El recuerdo de Angélica me persigue en este sanatorio psiquiátrico en el que me han recluido por mi bien. Dicen que perdí el sentido tras hundirme en los bosque más allá de la última parada del tren, que escuché el canto de las arpías y quede embrujado al instante, apenas descendí en aquella estación que ya no existe. Durante meses permanecí extraviado y me dieron por muerto, pero me encontraron loco y herido al otro lado del bosque. Nadie creyó mi historia porque era imposible que nadie sobreviviese en aquel cazadero de águilas, porque allí la gentes se perdían para siempre y no regresaban jamás, porque nadie escapa del acecho de esas arpías que surgen de la nada y atraviesan la cabeza con unas garras tan armadas y resueltas que provocaban la muerte al instante. Dicen que son esbeltas, tocadas con el atributo de una fiereza sin miedo. Yo, que he sobrevivido a su embrujo, sé que tras la belleza de Angélica, más allá de la timidez de sus hermanas y el canto de las aguas suaves se esconde una verdad aterradora.

Los médicos limpiaron del fango que me impregnaba con una baba repulsiva. La percibo como un marasmo pútrido y hundido en la inconsciencia. Hubo de recurrirse a desinfectantes más enérgicos que el alcohol y otros disolventes fútiles para las causas perdidas, y solo entre los bencenos se encontró una limpieza eficaz. En cuanto a las arpías, poco recuerdo de lo que sucedió en realidad. Quizás la sangre de los tritones propició la disolución de los caolines, quizás al cesar en su canto se obró el milagro de la comprensión. Tampoco importa cual fue la causa que disipó mi ceguera. Al verlas reunidas alrededor de la poza donde agonizaba un tritón enorme, grande como seis hombres, empapadas en la sangre púrpura y maloliente de la bestia, comprendí que Angélica había anulado mis sentidos desde el primer instante, cuando me recogió en aquella miserable estación y me condujo hacia el cubil de las arpías sin que yo sospechara mi destino, y que todo lo bello y limpio que presentí en ella no fue más que engaño. Al escapar de la nube de arpías, mientras fijaba la vista en las vecinas y distinguía sus cuerpos blandos y macilentos, disputándose la agonía de los tritones y matándolos, comprendí que había traspasado un umbral primigenio, anterior al tiempo de los hombres, un umbral cerrado mucho tiempo atrás y que yo profanaba al recobrar la cordura. Quedé mirando a las arpías, que vomitaban su carne al sol, para apresurar su podredumbre y convertirla en un majar aún más apetitoso, más acorde con las tenebrosas almas de aquellos seres.

Acosaban a un tritón al que había desgarrado longitudinalmente y arrancaban sus vísceras en un delirio de verdugo, cuando retrocedí sobre mis pasos, procurando no despertar la atención de las arpías, consagradas a disputarse un festín inacabable y ajenas a lo que no fuera su propia voracidad. Alcancé nuestra cueva y me dirigí a mi cuarto, para recoger mis pocos pertrechos y huir de aquel lugar siniestro. La pulcritud que yo imaginaba en mi alcoba sencillamente había desaparecido en un cieno de excrementos que parecía adherirse al suelo, a las paredes, al techo y a todo lo que existía en la choza de Angélica. El olor era repugnante y me azoró el vértigo de una náusea que turbaba mi pensamiento. Comprendí que las arpías descubrirían mi huida y saldrían tras de mí. Angélica ya guardaba mi semilla y se abstendría de gozar mi muerte, pero para sus compañeras, de las que me había protegido en todo momento, yo no era más que comida que escapaba a su hambre, un festín que no debía perderse y reclamaba su captura y aniquilación.

Me deslicé hacia la soledad del bosque y anduve cauto hasta que me sentí apartado y libre para correr lejos, más lejos, hasta donde nunca llega nadie, y mientras corría pensaba que nunca me hallaría a salvo, que las arpías encontrarían pronto mi rastro, apenas Angélica regresase al poblado de cuevas y sus hermanas comprendieran que ya no me encontraba bajo su protección, que no intervendría para preservar su botín, que mi semilla ya era suya y el resto era una presa que huía. Solo restaba correr tras de mí en la oscuridad, confundirse entre las sombras y deslizarse en la negritud absoluta, entre las ramas, a través de los troncos, con ese fluir acrobático y silencioso que no advierte del ataque inminente, que solo a veces desvela una premonición en el último instante. Me giré confundido por un espejismo de seguridad, y contemplé a los tritones que se removían en las pozas, siempre acosados, heridos, desangrándose, y escuché sus gritos de insoportable agonía, su resistencia ante lo inevitable, y sus voces eran trompetas que bramaban al unísono y que hacían hervir las aguas, agitadas por un rugir de olas espumosas. Desde lejos, sobre un discreto promontorio que supuse seguro, distinguí que Angélica llegaba saltando entre las piedras y se abalanzaba sobre un tritón desprevenido, sumándose a la matanza de sus hermanas, que al instante se detuvieron, sorprendidas de mi ausencia. Inseguras de su suerte, vislumbraron la esperanza que mi prima albergaba en su vientre. Una de ellas miró hacia el lejano promontorio desde el que yo atisbaba la escena, y supe que todas ellas me veían al unísono, que se iniciaba una cacería donde yo era la presa, que ya siempre me acecharían desde la oscuridad, y que solo era cuestión de tiempo que unas garras de uñas corvas y terribles abandonasen las tinieblas ante mis ojos, para hundirse en la carne de mi rostro y arrastrarme con ellas al infierno.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 4 de abril de 2014

Azul hielo

A cuantos inspiraron un sueño


El mensajero se detuvo entre las cumbres sagradas, miró a su espalda y vio la pendiente que se precipitaba hacia el abismo del valle, aún sumido en la noche. Respiró para aliviar la fatiga e intentó distinguir el final de la plataforma de nieve. Más arriba, sobre el circo glaciar, la ventisca había cesado y los cielos se aclaraban con el añil de las primeras luces. El aire era tan diáfano que los picos emergían desde las sombras como bastiones inexpugnables, al oeste se desdibujaban las constelaciones de las estrellas, mientras al este la piedra renacía entre las sombras de una montaña de hielo. El mensajero reparó en un punto en las laderas al norte, un punto de intenso azul marino, que parecía destacar entre las tonalidades grisáceas de la nieve.

De repente las primeras luces nacieron entre las cumbres y el glaciar se inflamó con el purísimo celeste de los hielos fósiles. Entre un caos de blancuras congeladas, perdido en la ceguera de aquellos colores suaves, el punto azul destacaba entre unas láminas de hielo que parecían emerger de la montaña y quedar suspendidas sobre el imponente vacío. Era como si entre los fríos ancestrales se mostrase una tonalidad aún más densa y primitiva. El mensajero contempló otra vez aquel destello y supo que debía pedir la ayuda de los monjes para escalar hasta el lugar, en apariencia inexpugnable, señalado por la mancha azulona del hielo. Miró a su alrededor para visualizar su posición en la montaña, y tomó referencias de promontorios y formas caprichosas en la piedra, y de cuantas señales estimó útiles para orientarse en aquella enorme planicie. A su espalda, las huellas sobre la nieve se perdían sendero abajo, hacia el pueblo lejano, al frente se abocetaban el espacio sin mácula, blanquísimo, que ascendía suavemente hasta la cima del collado. El mensajero dirigió de nuevo su mirada hasta el lugar que había reclamado su interés, a mitad de altura hacia una cumbre septentrional, tomó buena cuenta de su ubicación exacta y reemprendió su camino hacia el paso entre las montañas sagradas.

Alcanzado el monasterio destino de su viaje, el mensajero transmitió al Gran lama Tulku, representante de la autoridad, las importantes misivas que portaba en su misión. Los ejércitos invasores se hallaban muy próximos, a trece días de viaje por los parajes más ásperos. A diferencia de otras veces, los nuevos invasores parecían mejor preparados que los ejércitos de la última guerra, un racimo de tribus nómadas, acaudilladas por un iluminado que se perdió entre la cumbres. Estos habían avanzado sin titubear entre las llanuras y los valles, acometiendo el laberinto de las montañas vecinas merced a la habilidad y el acierto de falsos monjes, que habían desertado de la regla en busca de fortuna y se convirtieron en exploradores a sueldo. Tres ejércitos confluían en valles nacidos de las cimas sagradas, guiados por tres hombres conocidos por su renuncia a los votos y su dominio de las artes oscuras. El mensajero solicitó añadir algo al contenido de su misiva y Tulku le permitió hablar libremente. Dispensado del silencio, el mensajero confesó que se había distraído de su misión para extasiarse en un destello azul durante el camino entre las cumbres, cuando el amanecer despertó el fulgor de los glaciares y el aire se inundó con la pureza de los hielos. El Gran lama Kusha, el monje más anciano, reencarnación directa de un lama tan lúcido como para ser el guardián de la biblioteca, recomendó que una expedición de rescate inspeccionara y decidiese el destino de la veta descubierta por el mensajero. Justificó su respuesta con que se habían pronunciado palabras perdidas, ocultas en libros cuyo conocimiento se encontraba vedado a la sabiduría profana, y por tanto era imposible que un mensajero conociese aquellos textos, así que habrían de ser inspirados. Antiguas leyendas hablaban de almas que se presentían en confluencias incandescentes del hielo. Tulku agradeció a Kusha su consejo y ordenó que se dispusiera lo necesario para la expedición de rescate.

Los monjes alcanzaron el lugar señalado por el mensajero y regresaron con una imponente laja de hielo azul, que se transportaba sobre un trineo improvisado con maderas, cuerdas y otros materiales sencillos. El hielo de aquel sarcófago parecía más de tinta que de agua sólida, y se había cortado con hachas y pulido con cuchillas que lo adaptaron a una forma adecuada al transporte. En su interior, la silueta de un hombre, aparentemente un monje, había motivado la conclusión de los rescatadores, que fue arrastrar el sepulcro hasta el monasterio y ponerlo a disposición de los lamas. El viaje de regreso fue fatigoso y tenso, porque el hielo azul parecía resbalar más que otros hielos, y fue preciso extremar las precauciones y mantenerlo siempre asegurado con cuerdas para prevenir que un accidente lo precipitase ladera abajo y acabara estrellándose contra los peñascos que jalonaban el descenso. El celo y la persistencia con que se entregaron los monjes verdaderos a su deber fue admirado desde las murallas del monasterio, por novicios y monjes en ciernes, que se arremolinaban en los miradores, entre las almenas o encaramados sobre los tejados, mientras los rescatadores escogían la ruta más adecuada para superar un tramo difícil, establecían amarres y puntos de anclaje, con mimo, con tiento, con destreza, para respetar el descanso de un difunto cuyas formas se adivinaban embutidas en el hielo. La llegada al monasterio se acompañó por la curiosidad de sus habitantes, que encontraban en aquel rescate un motivo suficiente de distracción, tan parca entre unos muros siempre sumidos en la monotonía de las reglas. Los lamas aguardaron la llegada del difunto en un pequeño patio interior, convenientemente despejado de novicios y monjes de menor valía. Se escuchaba un mantra único, perdido en la quietud del monasterio, la expectación era máxima.

Vislumbrado con detalle el rostro que se apreciaba tras el aborrascado azul del hielo fósil, se pretendió el saber del lama médico, sucesor de un ilustre lama bibliotecario. Kusha murmuró algo incomprensible y sugirió que se condujese el bloque de hielo a una de las estancias interiores, y que se descongelara al difunto con un fuego suave y se perfumaran los aires con una mezcla de hierbas aromática, cuya composición exacta se describía en un libro guardado a salvo de miradas profanas, por si los hedores de la putrefacción quedaban libres al descongelarse el hielo. Pronto se dispuso un pequeño cuarto donde se ubicó la lámina de azul petrificado, alrededor de la cual los monjes oraron ininterrumpidamente mientras goteaban aguas de purísimo lapislázuli, que se recogieron en vasijas de barro otra vez por sugerencia del lama médico, por si eran útiles para el tratamiento de enfermedades mayores u otros inconvenientes de la salud. Como establecía la costumbre, los monjes se turnarían en la oración hasta que el cadáver se entregase a los buitres para su preceptivo regreso a la naturaleza. Las hierbas aromáticas continuaban purificando la estancia.

El difunto despertó inesperadamente tres días después, sobresaltado por espasmos que lo devolvían a la vida. El revuelo de sus custodios es comprensible si se considera que velaban a un muerto inveterado y que se desconocían casos de reencarnación sobre una carne derrotada por la muerte, que al menos en apariencia siempre había parecido irrevocable. La huida de los monjes aconteció envuelta en gritos que advirtieron a otros monjes de que algo extraño sucedía en la estancia donde se velaba al difunto. Tras el revuelo y la incredulidad por que hubiera vuelto a la existencia alguien tan muerto, los monjes se arremolinaron alrededor del resucitado, que tosía para recobrar la utilidad de su aliento y se agitaba sin fuerzas para abrir los ojos o pronunciar una frase inteligible, menos para aventurar un paso o mantenerse en pie. Permanecía acostado, cubriéndose los ojos para evitar el dolor de la luz, aterido por un frío que parecía fluir de sus huesos y le provocaba violentas convulsiones. Algunos pretendieron tocarlo para bendecirse con el milagro, pero él rehuía todo contacto como si los dedos de sus hermanos fueran pavesas inflamadas que abrasaran su piel. Advertido por aquel síntoma invisible para el profano, el lama médico dictaminó que el alma de aquel monje aún se encontraba atrapada en el hielo, y dispuso que lo introdujeran en agua templada para que su organismo regresara a la vitalidad. Así lo mantuvieron, en contra de su deseo, que se relevaba ante la temperatura olvidada de su cuerpo. Después lo arroparon para preservar el calor incipiente y lo tendieron sobre un lecho de paja que pareció adecuado para arrancar el recuerdo de las aguas coaguladas. Bebió leche y miel y durmió varios días, siempre acompañado por la oración de los lamas y los aromas de las hierbas. Cuando el color cerúleo de su piel se tornó sonrosado, el durmiente despertó y pidió algo de comer. Nadie entendió sus palabras, Kusha desveló que el resucitado hablaba la lengua de los antiguos.

Tulku ordenó que se investigase el parentesco del resucitado con los monjes, los novicios y los fieles del monasterio, por si un rasgo perdido servía para establecer su identidad. Buscar parientes o similitudes ofreció un triste resultado, así que cuando todos los procedimientos ordinarios demostraron su fracaso, se requirió a una experiencia que encontraba en Kusha a su mejor representante. Ayudado de varios libros que unos novicios dispusieron sobre la mesa adecuada, Kusha midió el rostro y el cráneo del desconocido, sus piernas y sus brazos, sus espaldas y sus hombros, buscando irregularidades óseas que pudieran arrojar una luz. Luego revisó unas tablas de diminuta caligrafía donde se consignaban las características físicas de numerosos monjes ilustres, y manifestó su sospecha de los rasgos de aquel desconocido correspondieran a las de un gran lama muerto siglos atrás, un lama maestro de diálogo y concordia y recordado por sus méritos. Según la leyenda, se convirtió en anacoreta de nueve años y desapareció durante su regreso desde las tierras bajas, cuando una tormenta lo sorprendió franqueando las cumbres y su rastro se borró para siempre. Para corroborar sus impresiones, el lama médico pidió que desnudaran completamente al desconocido, y procedió a palpar su cuerpo, deteniéndose en cada pliegue y detalle sin que el desconocido mostrase resistencia. Encontró un pequeño tatuaje que reclamó su interés y que dibujó toscamente, para contrastar posteriormente su forma en un glosario de talismanes. Concluyó que el cuerpo exhausto pretendía recuperarse mediante el sueño y que una dieta equilibrada obraría el milagro de la sanación. También advirtió que aquel hombre era por el momento ciego, lo que en la comunidad de los monjes se consideraba un paso más en la búsqueda del saber, siempre enturbiado por las distracciones de la vista. Otros sentidos como el oído se reconocían más fiables, aunque por supuesto supeditados a los sentidos primordiales, tacto y equilibrio, que tenían predominio sobre los restantes. Añadió también que era primordial favorecer la salud de los ojos, porque el oído, el olfato y el gusto los recuperaría auspiciados por la fuerza de la vida. Los ojos requerían pomadas, oscuridad, penumbras y tinieblas, luz tenue y el sol en última instancia.

Las indicaciones de Kusha se cumplieron escrupulosamente. Al hombre congelado se le acomodó en la oscuridad y se le pidió que abriera los ojos. Después se le puso de espaldas a una vela y se le pidió lo mismo. Se le expuso a dos, tres, cuatro velas, un pequeño fuego y la luz difusa de las estancias. El hombre congelado respondió bien al tratamiento y recuperó parte de la visión. Sus ojos eran azules, pero no azules con un iris azul, sino azules donde debería ser blanco, del azul liviano de los hielos fósiles, y con el iris intenso, profundo, lapislázuli y marino, exactamente igual al hielo que había contenido su sueño. Era imposible sostener su mirada sin experimentar una profunda turbación, porque parecía que aquella mirada petrificase el alma humana y la convirtiera en algo sencillo de interpretar. Atender sus palabras antiguas era sucumbir a la hipnosis de las edades perdidas. Ninguno de los lamas soportó su voz ni comprendió su canto, excepto Kusha, que acertó a expresarse con los símbolos arcaicos del conocimiento. Se supo así que en efecto, el dormido era un lama primigenio, bendito con el don de la concordia y el entendimiento, que portaba una marca inscrita en su piel y había sido preservado de la muerte por la ventura de las cumbres sagradas, cuya sabiduría y eficacia se constataba por la evidencia del lama recobrado. Para Kusha, el nombre antiguo del resucitado, difícil e incomprensible para un neófito, precisaba una adaptación a la vida presente, porque su anterior esencia pertenecía a una etapa pasada y la tradición demandaba un nuevo nombre para la vida nueva. Azul hielo eran sus ojos y así había de conocérsele, porque en esa anomalía confluían su presente y su pasado. Azur sería su nuevo nombre, que significaba en la lengua de los antiguos azul hielo o hielo azul, la transcripción era ambigua, pero en cualquier caso Azur, azul hielo, por el color de sus ojos y la muerte entre los hielos del glacial.

Orientado por sus libros, Kusha constato que en efecto, Azur era un lama que había alcanzado los saberes de la concordia en un pasado tan remoto como la propia edificación del monasterio. Lo corroboraban el dibujo tallado a fuego en su piel y la disposición de las irregularidades de su cuerpo, que se enumeraban en un recóndito manuscrito que sobrevivía al tiempo a pesar de su decrepitud. Por otra parte, las conversaciones mantenidas con el paciente en las semanas de su recuperación mostraban una coincidencia imposible de lograr con el engaño. Los libros no mentían, el Gran lama Azur ingresaba en su nueva vida con el don de la concordia y el mérito de gran maestro. Sus ojos ciegos se adaptaban lentamente a su nueva existencia, y habían sustituido la oscuridad absoluta por una blancura que lentamente se aclaraba en esperanzadores detalles. No obstante, la visión de Azur era muy borrosa, insuficiente aún para desenvolverse en la vida con soltura. Por otra parte, el lama reencarnado no había sido ciego en su vida anterior, lo que explicaba sus dificultades en la manipulación de los objetos minúsculos, y la exigencia de asistirlo permanentemente en sus necesidades cotidianas. También sospechaba Kusha que el insólito color de los ojos de Azur era resultado de la inutilidad de la vista en el interior de los hielos, así como de otros imponderables que habían propiciado aquella singular perturbación anatómica. Afortunadamente la luz ya no era dolorosa y su mirada se mostraba más viva, más sagaz, como si se afinara en las percepción de lo visible. Parecía razonable concluir que la excepcional pureza del agua, la luz y el aire de las cumbres, habían suspendido el proceso de la muerte y permitido la contemplación del lama durante un tiempo que superaba por mucho a la experiencia anacoreta de otros lamas, y que por tanto su alma se encontraba más próxima a la verdad que la de ningún otro lama iluminado. Por su parte, corroborando el saber de Kusha, Azur pronto mostró las habilidades que se le habían concedido en las edades tempranas. Como maestro que fue en alcanzar la concordia, medió en las disputas domésticas mostrando juicio y mesura, y aunque no siempre consiguió el reconocimiento de las partes en litigio, se admitió que resignarse era bueno si se obtenía un beneficio mayor.

Llegaron noticias y se supo que los tres ejércitos se habían reagrupado en el último valle y aguardaban al asalto definitivo. El Gran lama Tulku, último responsable del monasterio, por otorgarle la confianza que merecía su rango, pidió el consejo de Azor, que sugirió el envío de emisarios con invitaciones de paz. Los detalles se ultimarían en el monasterio, donde los conquistadores serían bien recibidos. Se solicitaba la visita de representantes que conociesen la lengua de los monjes, para facilitar la concordia y redactar los documentos al gusto de los nuevos dueños de la montaña. Se esperó, y mientras tanto el Azur y Kusha conversaron en los jardines del monasterio y se recrearon en las distintas estancias, practicando las formas sagradas y deletreando el tiempo concedido. Supo Kusha, por revelaciones de Azur, que el sol era el centro del universo y que el ser no era nada, y de tales hechos estableció constancia con el lenguaje arcano de los primeros hombres, un lenguaje de símbolos abstractos que solo adquirían sentido tras un largo estudio. Los libros establecían su gramática y sus reglas, y allí estaban a disposición de monjes y fieles, para verificar el significado de las profecías. También supo Kusha de secretos de óptica y alquimia, que Azur rescató de tiempos pasados, con gran beneficio para los monjes del monasterio, que pronto dispusieron de lentes que corregían la neblina de los años. Entretanto, la vida continuaba entre las estancias y los patios, en paseos por los alrededores, ocupaciones cotidianas y la observancia de las reglas. Los novicios inundaban el aire con un alboroto que Azur escuchaba a menudo, en compañía de Kusha, que le servía de intérprete y guía en un mundo aún inhóspito. A veces se demoraba Azur en admirar el blanco infinito de las nieves, con esos ojos azul hielo que desvelaban las esencias fundamentales, hasta que Kusha intervenía para que la vista de su amigo no se dañara con el frío excesivo. En la herboristería buscaban el colirio adecuado para el cuidado de ojos tan valiosos, y regresaban a la paz de la estancias interiores, donde se sumían en la oración o adiestraban el ingenio con pasatiempos de lógica y pensamientos afines.

Partieron monjes con misivas a los tres generales enemigos y se les esperó envueltos en la rutina cotidiana. Kusha y Azur se entretuvieron en interminables paseos con el rosario, de gran valor espiritual aunque no consiguieran dirimir cual era el número de granos preceptivo, ciento ocho, aseguraba Kusha ante la inseguridad de Azur, mientras visitaban las distintas facultades, conociendo a tutores, haciendo girar los rodillos de oración, contemplando al buda de la estancia central, tan grande que inundaba la vista, deleitándose en el juego de los novicios y su obsesiva repetición de los mantras, observando la progresión de los monjes durante el primer grado, que muchos no superaban ya por incapacitación o falta de disciplina, quedando indefinidamente en ese estado inicial de la vida sagrada. Con todos conversaba Azur y siempre descubría una enseñanza. Luego buscaba la amistad de quienes emprendían la segunda iniciación y aspiraban a convertirse en monjes completos y mantener la observancia de las doscientas cincuenta y tres reglas disciplinarias. Por último Azur aprendió de los estudiantes monje, que se especializaban hasta doctorarse y alcanzar los verdaderos retiros de iniciación de tres meses, tres años, nueve meses o nueve años. También paseó por el exterior de las murallas, recreándose en una naturaleza cambiante que anticipaba las bondades de la primavera. En este conocimiento del monasterio y sus alrededores transcurrieron las semanas, hasta que el tiempo en las cumbres aclaró y llegaron emisarios con una respuesta de cabezas cortadas.

Se reunieron los lamas y conversaron sobre qué procedía tras una misiva tan sangrienta. Recurrir a la violencia, además de insensato, era contrario a las enseñanzas de la doctrina. Se estudiaron el vacío, la realidad, lo absoluto y cuanto no se puede definir, así como las técnicas fenomenológicas y de meditación, por si era posible alcanzar poderes extraordinarios. También se acordó claudicar ante el enemigo, al que solo le restaba doblegar a los demonios de las cumbres y arrasar el monasterio, no más de cinco mil almas entre monjes y novicios, pocos brazos para oponerse a tres ejércitos bien pertrechados y expertos, como parecían estos por el decir de los valles, donde su progresión había sido tan cruel como arrolladora. Nada restaba por decidir sino rendirse incondicionalmente y velar por la supervivencia de monjes y novicios, prioridad que había de regir las decisiones del Tulku, representante de la administración del monasterio y depositario de la Sabiduría Suprema, que tenía la obligación de velar por todos, aún en el peor de los supuestos, por lo que no procedía oponer una resistencia imposible.

Azur asistió a algunos oficios públicos y se perdió entre los asistentes, para compartir los miedos del pueblo. Sus ojos hielo obraron el prodigo para el que le fueron otorgados y las almas de los fieles se despojaron de sus temores. Supo así de las angustias y el horror de los habitantes de los valles, que asistían al crimen de sus hijos y al sometimiento de sus mujeres. Los invasores ni siquiera dudaban en deshacer los altares al viento y profanar la memoria de los muertos. Nada podía hacerse ante la sin razón de torturar y destruir sin atender a indulgencias ni piedades. Azur escuchaba, comprendía, ocupaba el lugar de su confidente y asentía al motivo y la consecuencia de cada acto realizado, de cada pensamiento concluido. Las penurias, el hambre y la intemperie dejaron huella en su sentimiento, que supo entender las demandas de los hombres llanos del valle. Después, Azur, aún turbado por las fórmulas y mantras de los fieles, conversaba con el lama Kusha sobre filosofía, metafísica, yoga o escuela de meditación, y en todo demostraba su conocimiento y dominio de las diversas disciplinas, ya fuese astrología, pintura, gramática o redacción de manuscritos. Los ojos de Azur mejoraban lentamente, ya reconocía algunos rostros y se desenvolvía con relativa soltura en las tareas monásticas.

Accedieron los generales enemigos a enviar una representación encomendada al celo de los falsos monjes, que a la postre eran sus oídos, en calidad de intérpretes para la lengua de los lamas. Tulku recomendó que se enviasen exploradores para recibir a los visitantes y facilitarles los últimos tramos del camino. Escoltados por monjes del último grado, los falsos monjes y sus guardias armados fueron conducidos a través de las montañas, por veredas a través desfiladeros secretos y espinosos pasos entre las cumbres, hasta descubrir la senda de descenso y llegar al monasterio. Un camino peligroso y difícil, que se convirtió en sencillo como ofrenda al extranjero victorioso. Encomendado a la seguridad del monasterio y sus habitantes, Tulku recibió a los falsos monjes y les ofreció los poderes que ostentaba en representación de una autoridad más digna, con la única súplica de respetar el albedrío de los monjes verdaderos. Los invasores tomaron posesión de su reino y trabaron contacto con sus vencidos, que inmediatamente les sirvieron té con manteca y carne, para que se repusieran de las fatigas del camino, y dispusieron aposentos adecuados para su descanso. Los tres falsos monjes y sus soldados aceptaron la hospitalidad de los monjes verdaderos, y aunque en principio fueron reticentes a separarse de sus armas, finalmente se bañaron, se perfumaron con especias de sándalo y brea, saciaron la sed y el hambre de las campañas de guerra, y se rindieron a las delicias de un sueño bien ganado con su esfuerzo.

Durante tres días los vencedores se entretuvieron en la holganza y el saqueo del monasterio, tomando cuantos tesoros deseaban para satisfacer su codicia, buscando el amor prohibido en la compañía de las novicios o las monjas, a las que preferían por ofrecer una mayor resistencia al placer impuesto, resistencia en la que los invasores encontraban un gusto añadido. Durante las tropelías de los soldados, el Gran lama Azur permaneció inquieto y aterido por una fiebre áspera que lo distraía de la realidad, aletargado en una duermevela que lo alejaba de las sensaciones corporales y lo sumía en visiones más allá de la comprensión de la carne. Su inmovilidad era absoluta, su respiración imperceptible, solo corroborada por el vaho de los espejos y un pálpito perezoso que resonaba en su pecho después de mucha espera. Un latido lejano y distante, casi ajeno a la vida, que marcaba el pulso del conocimiento más profundo, cuando todas las esencias son nítidas y se aspira el bálsamo de las flores. La tercera noche fue calma, monótona, inexistente, y sin embargo el espíritu Azur salió tres veces de su cuerpo insensible y se mostró en el sueño de los falsos monjes, transfigurándolo en un sortilegio de magos con sombreros que se enfrentaban en estricta hilera a una pared, de modo que cada uno veía a sus predecesores en la fila, sin que le fuera permitido girarse o moverse de su posición, así que únicamente apreciaba lo situado ante sí y solo eso. El desafío consistía en determinar de qué color era el puntiagudo sombrero que se portaba sobre la propia cabeza, considerando que dos de los sombreros eran blancos y uno negro, y cada monje contemplaba exclusivamente a sus predecesores en la fila ante la pared. Solo cabía una respuesta y solo una, que habría de aclarar cual de los falsos monjes podía proclamar el color de su sombrero, habida cuenta de que nadie respondía al acertijo. Escapar al hechizo estaba en juego, y solo quien supiese con absoluta certeza el sombrero que portaba sobre su cabeza escaparía al sortilegio de aquel trance intervenido por la voluntad de Azur, que trascendía a la realidad y se adentraba en el vacío absoluto de los sueños. No estaba permitido aventurar un juicio, era preciso responder y argumentar inequívocamente la respuesta, pues tal era el sortilegio y así debía ser aceptado. Transcurrió el tiempo como una realidad vaporosa, sin que se escuchase respuesta. La voz de los falsos monjes se atropelló en la solución al enigma, sin otro premio que el error desde el primer instante, porque sus voces obedecieron al interés y no la lógica. El espíritu de Azur escuchó las respuestas y dictaminó su equívoco, quedando así sumidos los falsos monjes en la inconsciencia, donde permanecerían hasta encontrar la solución a la magia del acertijo.

Tulku temió que los guardias del séquito reaccionasen violentamente a la inconsciencia de los falsos monjes, que se debatían en el laberinto de la ignorancia. Para su sorpresa ni siquiera advirtieron su desaparición, y los supusieron entregados al placer de la rapiña en cualquiera de las estancias del monasterio, fornicando con monjas o novicios, y acaparando mas oro del que necesitarían para su vida, la vida de sus hijos e incluso la vida de descendientes aún más lejanos. La lujuria humana, coincidían todos los manuales, era un deseo torpe, llamado así por no estar relacionado con el intelecto a diferencia de otros deseos más nobles, como la templanza o la caridad, que encuentran mejor acomodo entre las virtudes del espíritu. La gratificación que produce el placer satisfecho solo otorga sosiego temporal, por lo que es preciso trascender a su gozo por medio del razonamiento, liberando entonces a la mente de las penurias mundanas, siempre un ruido de fondo que enmaraña el pensamiento. No cabía duda para los novicios ni por supuesto los monjes de último grado, los preservados a impartir clases en el monasterio, tan doctos que casi rozaban la excelencia.

Transcurrió una semana y la preocupación tomó forma entre las obligaciones de Tulku, que buscó consejo en el alma de las bibliotecas, Kusha, que no acertó a encontrar una respuesta y requirió el consejo Azur, que para entonces casi había recobrado la plenitud de sus facultades, a excepción de la vista, y se entretenía en alcanzar el saber de los libros sagrados, que se hacía leer con el auxilio de cualquier monje o lama que se ofreciese a su servicio. Por confidencias propias de erudito, Kusha supo de recónditos tratados sobre el arte de la guerra, donde Azur había descubierto los fundamentos del hechizo obrado en los guías. No pudo sino admirar su ingenio, al que se comprendió vedado, y admitirlo como la reencarnación primigenia que era, una excepción a la norma que daba sentido a la norma misma y proclamaba la excelencia y la virtud de los saberes ignotos.

Finalmente los vigías informaron que los generales enemigos se habían puesto al frente de sus ejércitos, que unidos al pie de la garganta de acceso al paso de las cimas sagradas, avanzaban fatigosamente con sus pertrechos de guerra, con sus monturas inadecuadas para los senderos de las cumbres, con una maquinaria de guerra que demoraba el ascenso y los entretenía con un sinfín de dificultades sobrevenidas. Los carros de guerra se atascaban en la nieve, las espadas se interrumpían en sus vainas y no constaba guerrero ni siervo que no renegase de su suerte. La garganta era sobrecogedora, ajena al lamento de los soldados que sufrían la congelación y el despiadado helor que sembraba las noche con el fantasma de la muerte. Los hombres combatían el frío con escasas y rudimentarias hogueras que amparaban del viento tras cualquier parapeto de piedras, en las madrugadas brillaban las constelaciones con un fulgor que enloquecía el vértigo y abocaba el pensamiento ante lo que era y podía haber sido, con el consiguiente trastorno para el buen juicio, que se veía mermado y loco en aquel infortunio de equívocos.

Azur se recluyó en la biblioteca, meditando, orando, ayunando y acompañado Kusha, que contaba con una prodigiosa memoria para los textos sagrados, que recitaba para que las palabras santas resonasen en los oídos de Azur y favoreciesen la mejoría de sus facultades, ya muy recuperadas, como demostraba la fortaleza del hechizo en el que había envuelto a los falsos monjes. Por su parte, según se supo, el séquito de los falsos monjes, tan aguerrido e incontestable en la lucha, había sucumbido a los placeres. Los soldados vagabundeaban por las infinitas estancias del monasterio, sumidos en la irrealidad de la hidromiel y el licor de las bayas fermentadas, y siempre acompañados de lujosas copas que anónimos aduladores rellenaban con prudencia y astucia, para mantener sus actos en la discreción y asegurarse de que los invasores vivieran en una ebriedad perpetua, tan intensa que los incapacitase para ejercer cualquier modo de violencia. La decisión final no fue sino el resultado de otras muchas decisiones.

Azur tomó el camino hacia las cumbres sagradas de madrugada, con la luna llena, cuando supo con la certeza de la verdad absoluta que los ejércitos de los generales llegarían al monasterio tres días después, y que pasarían a cuchillo a las casi cinco mil almas que integraban su población. Novicios, monjes, lamas y fieles que se encontrasen de paso, todos verterían su sangre para saciar la ira de los asaltantes, que llegarían en hordas despiadadas, con sus catapultas y sus líquidos incendiarios, con sus caballos enjaezados para la guerra y la sanguinaria crueldad de mil combates victoriosos. Kusha, igualmente bendecido con la clarividencia espiritual, aunque no en un grado tan diáfano como Azur, también vislumbró el horror que se aproximaba, como una neblina turbia que impregnase la noche con la tristeza de los hechos inconclusos. Buscó el consuelo de Tulku, responsable de la autoridad, que recibió a Kusha secundado por el saber unánime de los monjes verdaderos, rectores de las facultades y estudiosos del conocimiento, que coincidieron en que nada podía oponerse al fatal albedrío de los hechos. La suerte parecía decidida, los generales y sus ejércitos se dirigían hacia el monasterio.

La leyenda asegura que Azur escapó del monasterio entre la blancura de la nieve nocturna y que se ocultó bajo la luz radiante, donde era imposible permanecer sin resultar cegado. Allí se mantuvo mientras las huestes enemigas se acercaban fatigosamente a las cumbres, donde Azur aguardaba en la esperanza de que sus sentidos retornasen a la plenitud. Su mirada aún era turbia y apenas distinguía los matices de la nieve. Imperceptiblemente, las nubes ocultaron la luna y se levantó la ventisca, chirriaron los cielos con el estrépito de la tormenta y durante unos instantes solo quedó el silencio de las cumbres. Los generales enemigos alcanzaron la plataforma helada, a salvo de la pendiente que los precipitaba al abismo del valle.

Azur recobró el vigor pleno cuando los ejércitos invasores superaban la ultima dificultad en el ascenso. Vio los cañones que esparcían la destrucción sin atender al honor ni el respeto, las catapultas que arrojarían bolas incendiarias sobre las murallas y los tejados, las lanzas, las espadas y los cuchillos que derramarían la sangre de monjes y novicios. El horror y la muerte se hicieron uno, y Azur comprendió que no cabía diálogo ni concordia, que era imposible dialogar con quien no escucha, que era la vida de los monjes o los otros. Los ojos gélidos y azules de Azur resplandecieron en la inmensidad de las cumbres y se desencadenó el infierno de las tormentas y los vientos. Una furia huracanada inundó la oscuridad. Los rayos fueron luz y la noche renació entre el fuego de las tempestades.

Nunca más se supo de Azur ni de los ejércitos enemigos, durante una semana todo se perdió en la confusión de la ventisca. Los lamas, los monjes, los novicios y los fieles discutieron sobre los sucedido hasta que el cielo se abrió y la primavera retornó a los valles. Las cumbres sagradas amanecieron diáfanas y bendecidas por una transparencia impoluta, los picos de las montañas destacaban sobre el vacío del aire. Un superviviente asegura que el hielo adquirió el color y la intensidad de los ojos embrujados del lama, que de repente surgió entre la nieve y, no recuerda más, su mirada brilló con una intensidad solo atribuible a los demonios de la altura. Azules, incandescentes, aterradores, y todo lo que debía ser fue y la voluntad de los generales se tornó en nada y los ejércitos se perdieron extraviados y los hombres enloquecieron con un fulgor que emanaba del hielo y de los ojos azules del lama, tan intensos y profundos que rompían la oscuridad con un terror que todo lo eclipsaba y rendía a su mandato. Azur abrió los brazos y pareció fulgir sobre la cima del collado, entre los picos malditos, sobre el corazón de las montañas sagradas, con un resplandor incandescente que arrasó los ojos de los invasores, al instante perdidos entre el fragor de las nieves infinitas y derrotados por ese hielo azul que extraviaba sus almas para siempre. Todos buscaron refugio en las oquedades del glaciar y todos sucumbieron a la plenitud del un frío que tornaba la agonía en placidez. Solo uno de los invasores sobrevivió para expiar su culpa en el monasterio, donde ingresó en busca de alivio a su arrepentimiento. Bajo la supervisión del Gran lama Kusha regresó la paz y los monjes volvieron a su meditación y sus rutinas de adentramiento en la verdad. Nada puede añadirse a los hechos, los invasores desaparecieron en el vacío de las cumbres, donde todo se difumina en el aire evanescente.


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