Google+ Literalia.org: junio 2014

viernes, 27 de junio de 2014

La guerra desde lejos

A quienes se mantuvieron apartados


La guerra empezó exactamente a las tres de la tarde de un día de octubre, cuando Lázaro la escribió con mayúsculas en la pizarra de su establecimiento. Dicen que abandonó su faena tras la barra para atender al cartero, y que regresó compungido por la desdicha, con una bayeta y tiza. Limpió la pizarra donde se anunciaban el menú y la publicidad, con las ofertas y recomendaciones diarias, y escribió guerra en mayúsculas grandes, y más abajo, con letra mucho más pequeña, que en lo sucesivo el cartero traería quince periódicos diarios, uno para cada mesa de su terraza frente al mar, lo que repetiría cada mañana para satisfacer la curiosidad de sus clientes, que eran libres de releer la guerra y discutirla si era de su agrado. Naturalmente, el coste de su servicio se mantendría en el valor habitual. Después, Matías hizo sonar una bocina desde su observatorio en el faro del cabo, y por el sonido se supo que venía una tormenta. Los pescadores corrieron a asegurar sus barcos en el puerto, no fuera que naufragasen con un mal viento.

Poco puedo contar de la guerra en otoño, con el horror de sus escaramuzas en el frente y las incursiones suicidas. Lázaro, que apenas sabía leer sin trabarse, conversaba con el cartero en la trastienda de su cocina, donde se hacía con las novedades bélicas que luego comentaba con la clientela, en su mayoría pescadores que atracaban en sus mesas para rematar la jornada discutiendo las maniobras anunciadas por Lázaro para los ejércitos. Su palabra era ley junto a la opinión del cartero y los mapas de los dibujantes en las páginas interiores, que recogían los distintos movimientos de tropas y destacaban con caligrafía negrita los objetivos principales, en muchos casos remarcados por un subrayado o un círculo en rojo del cartero, que señalaba así lo más importante. Por lo demás, la vida continuó más o menos igual, con las redes tendidas para secarse al sol y los pescadores ocupados en repasar los corchos y enmendar cada desgarradura, para que no se resintiese la pesca. Se trabajaba mucho para apurar el buen tiempo y la guerra se reducía a noticias destacadas en los periódicos, noticias que nadie leía excepto el cartero y Lázaro, aunque este a medias, por la dificultad de la lectura y las palabras empleadas por los redactores de noticias, que sonaban extrañas para quienes solo entendíamos de peces y anzuelos.

Matías el farero también se sintió invadido por la inquietud de la guerra, y no perdió ocasión de preguntar a los barcos que pasaban por el horizonte por noticias novedosas, para lo que se servía de un lenguaje de luces parpadeantes que solo practicaban los fareros y los especialistas de los grandes navíos, los únicos que podían aclararnos algunas dudas sobre aquella lucha que parecía haber convulsionado el mundo. Debo reconocer que no tuvo ningún éxito en sus conversaciones con los buques lejanos, que ora pasaban muy lejos, ora se había empañado la linterna del faro o, su excusa favorita, que los especialistas de las compañías que fletaban los barcos no eran más que mercenarios que desconocían su oficio, tan lejos de los auténticos navegantes que habían honrado los mares desde hacía siglos. Él mismo, y Matías lo exhibía con orgullo, mostraba un pendiente en la oreja como distintivo de un marinero de verdad, de los pocos que habían doblado el cabo de los infiernos y sobrevivido al peor océano, lo que le permitía mantener con cierto orgullo que el valor y la determinación obraban lo imposible. Aún así, no encontró respuesta en los barcos del horizonte, que pasaron como siempre de noche, convertidos en luces de la distancia.

Una tarde Lázaro nos presentó a su sobrina María, que era una joven con la primera efervescencia de la juventud, distinguida por unas graciosas pecas en las mejillas y una silueta que de ningún modo pasaba desapercibida a la clientela masculina. Había llegado de la capital donde vivía con sus padres, que la enviaban al pueblo para alejarla de la guerra, que no era buena para los jóvenes ni para los viejos, aunque estos solían preferir vivir donde era suyo y aguardar a que pasasen los malos tiempos, lo que no siempre era posible, porque la guerra solía ser despiadada y no respetaba a nadie. El caso fue que María causó buena impresión entre los clientes de Lázaro, impaciente por señalar que su sobrina había ido a la escuela y no solo sabía leer y escribir de corrido, sino que conocía de cuentas y problemas difíciles, lo que causó gran impresión entre los hombres, poco acostumbrados a una mujer tan lista. María pronto aportó su saber de la guerra, porque siempre había vivido en la ciudad y allí contaban con una información más fidedigna y actualizada de los acontecimientos.

Apenas Lázaro asignó oficio a su sobrina, la presencia de María se impuso en el interés de los pescadores, por la simpatía que derrochaba con la clientela, a la que diligentemente servía sus consumiciones, y por las formas de mujer que se presentían bajo sus ropas, que eran muy sencillas, una falda, camisa blanca y un calzado que variaba entre sandalias y zapatos de fieltro. Solía recogerse el pelo hacía atrás en una coleta muy recta, que tenía algo de insolencia y descaro, nadie supo precisarlo con certeza. También fue mérito de María la discreción del uniforme, para que su tío aceptase las ropas que ella misma había elegido para su trabajo de camarera. Verla revolotear entre las mesas era un placer que atraía la mirada de los pescadores y el recelo de sus esposas, que también frecuentaban el establecimiento de Lázaro, aunque en diferente horario. Pese a la desconfianza inicial, el quehacer de María pronto contó con la aprobación de la clientela femenina, comandada por doña Consuelo, que admitió que la sobrina de Lázaro era limpia y pulcra en su trabajo, tanto que no cabían quejas ni censuras a su esfuerzo, siempre amable y considerado con el cliente. Rápida, eficiente, servicial, Lázaro había ganado mucho con la presencia de su sobrina, más si se considera la naturaleza de su clientela, repartidas entre ellas, las esposas de los pescadores, que ocupaban las mesas desde media tarde, y sus maridos, que llegaban con la oscuridad primera, tras concluir la cena en casa, para rematar con una copa y olvidar la penurias de la mar, que siempre regalaba una pena nueva, con las redes, los aparejos o cualesquiera de los motivos relacionados con la navegación, las mareas o los vientos. Anzuelos y sedales completaban la vida de los marineros, que eramos casi todos en el pueblo.

María pronto demostró saber mucho de la guerra. Leía las noticias con una fluidez y conocimiento que despertaba la admiración de los pescadores. Al parecer todo se reducía a la disputa fronteriza por una mina de cobre de gran valor estratégico, y María insistía en la modernidad del cobre como material esencial para el futuro, porque se requería de sus capacidades para canalizar el milagro de la electricidad, un prodigio moderno que procuraba el progreso de las máquinas, algo indefinible pero esencial para las naciones. Lázaro coincidía su sobrina en este sentir, sin que nosotros nos enterásemos demasiado de cómo funcionaban esas máquinas que cambiaban la vida. María pretendía explicarlo pero era imposible que entendiésemos al recalar en el muelle a última hora, cuando concluía la faena en la mar y arribábamos a puerto con los barcos, derrengados por el trabajo en las postrimerías del buen tiempo y estremecidos por una mar demasiado brava como para adentrarse en ella sin respeto.

Una noche poco concurrida, María jugó al dominó con tres contrincantes que pretendían su sonrisa, y por qué no reconocerlo, su inocencia en el juego. Perdió ocho veces seguidas, convirtiéndose en burla de todos, aunque el escarnio era galante y menos grosero de lo que le hubiese correspondido de ser un hombre. Se sucedieron las incitaciones más o menos veladas desde las mesas vecinas, que con apariencia de broma llevaron el rubor a las mejillas de María, a la postre aún una niña. Se retiró tras la barra y permaneció en silencio, bajo la tutela de Lázaro, que reprendía a los jugadores por abusar de una criatura. Hubo discusión sobre quién pagaba las consumiciones, que eran la apuesta común en el juego, y después de muchas quejas Lázaro consideró saldada la deuda. Luego amonestó a su sobrina por dejarse embaucar por todos los rufianes que llegaban a su casa, un comentario que pese a su apariencia no era ofensivo, porque rufianes era lo mejor que podía decirse de nosotros, hombres de la mar desde siempre. Entonces llegó Andrés.

Alto como una puerta, bruñido por la intemperie y con unas cejas sobresalientes y tupidas, para amparar los ojos del sol, unos ojos incisivos y grises, despiadados en su mirar pero con un fondo tierno. Las facciones eran enormes, con una nariz y unas orejas que podían considerarse desproporcionadas, pero que referirlas al tamaño de Andrés recobraban su proporcionalidad y se reconvertían en armónicas y bellas. A los ojos de una mujer era un buen mozo, y así lo debió percibir María, que al instante se ruborizó de nuevo. Lázaro pidió tregua con las bromas, y Andrés se dirigió a María con su voz grave, de macho en flor, para preguntarle cuántas veces había perdido. María reconoció que ocho, y que las consumiciones habían sido espléndidas, a lo que Andrés respondió que desde mañana jugaría con él de pareja, y que tendría tiempo de resarcirse de su derrota, porque no perdería nunca más. Para cerrar el trato, que era justo, invitaba a una ronda para todos, que naturalmente pagaría la casa. María permaneció pensativa un instante, como maquinando algo, y antes de que Lázaro alcanzase a mostrar su disconformidad, aceptó la oferta de Andrés y alzó la voz para anunciar que la casa pagaba una ronda a todos los que se apuntasen al concurso de dominó por parejas que patrocinaba Lázaro, que no acertó más que a esbozar una sonrisa ante el desafío de su sobrina, muy lejos de su entendimiento. Andrés también sonrió, y los previsibles jugadores de la sala dudaron de su suerte.

Para seguir los acontecimientos de la actualidad, se acordó que antes del concurso María anunciase las vicisitudes de la guerra, porque era conveniente saber quién era quién y de qué parte estaba el pueblo. Se consideró la posibilidad de que los vecinos apoyasen a contendientes distintos, pero en este punto no se encontró acuerdo y hubieron de posponerse las decisiones hasta que tuviésemos una idea clara de los detalles del conflicto. Andrés apoyó activamente esta iniciativa, lo que no pasó desapercibido a María, que encontró un motivo de agrado en el comportamiento de Andrés, que por otra parte se molestaba en esperarla cada noche mientras terminaba su quehacer entre las mesas, para enseñarle algunos rudimentos del juego. El dominó era complicado de entender en su totalidad, practicar un poco sería bueno para su participación en el concurso, dada la cuantía de premio final, recaudado con la contribución de todos los participantes y un generoso donativo de Lázaro, apuntado con Matías el farero de pareja. Eran buenos y pretendían la victoria, así que era conveniente avezarse en algunos trucos. Andrés y María pasaron muchas horas practicando el juego.

Antes de arrancar el concurso, María leyó los acontecimientos de la guerra, con un extracto que había preparado a partir de los últimos noticiarios. Supimos que la disputa se había originado por la posesión de una mina de cobre de colosal riqueza, que el gobierno había olvidado durante incontables años. Nunca importó demasiado porque se consideraba de escaso valor, y se permitió un asentamiento de menesterosos. Nada importante, algunos desastrados que se habían permitido la explotación de mineral que proporcionaba la mina, casi nada y algo de cobre que no era rentable. Pero el milagro de la electricidad había convertido el cobre en un mineral estratégico, y nuestros gobernantes habían encontrado su mina de cobre ocupada y explotada por otros. Las reclamaciones diplomáticas fracasaron y estalló la guerra, y esos eran los antecedentes que podían extraerse de la lectura de los noticiarios, incluidos algunos números solicitados al cartero, que se esforzó sin demasiado éxito. A continuación María respondió a unas preguntas de los pescadores, y Lázaro tomó la palabra para declarar la cuantía del premio final, e insistir en que las consumiciones se pagarían al instante, como siempre había sido, porque a su negocio continuaba sin importarle quien ganara o perdiera las partidas. Mi sobrina cobrará por mí cuando yo esté ocupado en el juego, añadió Lázaro, que inmediatamente se reunió con su compañero Matías para disputar las primeras eliminatorias.

Andrés era hábil, muy hábil jugando al dominó. Contaba las fichas sin un gesto delator de su juego y conocía lo jugado y por jugar sin que titubeara su instinto. Para sus compañeros habituales, alternados por la suerte o el código de las revanchas, coincidir de compañero con él era garantía de triunfo. Con María tuvo paciencia. Empezó perdiendo dos partidas, cuyo importe pagó sin que su compañera se atreviese a compartir los gastos, quizás porque preveía muchas partidas perdidas. Pero Andrés supo sobreponerse a la inexperiencia de su pareja y acertó a adivinar su juego. María se encontró en un envite donde no tenía más que elegir una ficha en cada turno. Se animó al pensar que había sido la suerte del principiante y que acaso se acabase pronto, pero cuando ganó seis partidas consecutivas razonó que tanta fortuna era imposible y que había algo más en una racha tan buena. Miró a su compañero, serio y abstraído en la partida, y al instante supo que jugaba por ella y preveía todas las posibilidades. Andrés levantó la vista y respondió a su mirada con una sonrisa de complicidad. María se sintió arropada por su pareja en el juego, y respondió a la sonrisa de Andrés con un mohín de sus pecas. Luego se permitió ganar las restantes partidas como si fuese muy fácil.

Una tarde por broma, después de que María leyera su parte de guerra, Andrés le regaló una filigrana de cobre que reproducía su nombre con bellos caracteres inclinados. María se sorprendió por el detalle, y declaró sentirse halagada por el obsequio, y Andrés excusó su galantería porque dijo que su torpeza en el juego propiciaba la confianza de los oponentes, que entonces perdían con más facilidad. María se sintió ofendida por el comentario displicente de Andrés y le mostró la lengua en señal de burla, como si fuesen dos niños jugando. Lázaro intervino para restaurar el orden y les dijo que más bien harían en ocuparse de razonamientos más propios de la realidad, azotada por esa guerra que arrasaba todo y ante la que permanecíamos ajenos. Luego tocó la barra, para que el tacto de la madera fuera propicio a la suerte, y dijo que más valía aprovechar la juventud, porque corrían tiempos desgraciados, aunque justo era reconocerlo, nuestro pueblo permanecía al margen de la contienda, que amenazaba con ser universal a juzgar por las vidas que costaban las minas de cobre. A continuación, adoptando una actitud severa, Lázaro advirtió que la guerra tan lejana en realidad podría envolvernos en cualquier instante. Después su semblante se tornó pensativo y áspero, concluyendo que éramos afortunados por vivir en paz. María y Andrés se desentendieron de tanta tristeza y rompieron en risas al recordar algunas incidencias de la últimas partidas.

María confesó a su clientela vespertina, las esposas de los pescadores, que sentía por Andrés una cierta inclinación, quizás fruto de su acierto en el juego. Doña Consuelo, en su perfecto liderato como amiga de sus compañeras, repitió que Andrés era un hombre bello y que si ella fuera más joven no estaría soltero. Luego se excusó de sus pensamientos ante su difunto esposo, muerto en la mar. Otras mujeres rieron de la ocurrencia de Consuelo, y se inició un salpicado de comentarios que instruyó a María de las virtudes de los distintos mozos del pueblo. Bien pensado, y era consejo de mujer a mujer según advirtió Consuelo, Andrés era mejor que ningún otro. Decididos a buscar defectos nadie se salvaba en la purga, pero de Andrés podía decirse que era noble y trabajador desde niño, y poco más necesitaba una mujer sensata, que había de contentarse con un buen macho para disfrutar la juventud y un compañero afable para el resto de la vida. Consuelo exageró su pesar por la juventud perdida, para dejar constancia de su debilidad por Andrés. Luego pidió a María que leyese las últimas noticias de la guerra. Permaneció pensativa un instante y preguntó si también sería posible encontrar otra lectura más grata, a lo que María replicó que la guerra era un asunto muy serio, del que convenía mantenerse informado, pero que no obstante buscaría el modo de conseguir algo complementario. Quizás podría reducir el parte de guerra y añadir algunos textos que imaginase de su agrado. Consuelo y sus compañeras aplaudieron la predisposición de María, y reanudaron sus comentarios sobre los mozos del pueblo, con gran divertimento y sonrojo ante su propios disparates.

La guerra en invierno pareció cobrar menos protagonismo, aunque en el ánimo de los pescadores parecía aún más emocionante. Esta discrepancia entre realidad escrita y sentimiento no se originaba porque los diarios de Lázaro o las siempre impecables lecturas de su sobrina brillasen con mayor o menor fortuna, sino por las continuas tempestades que amarraban los barcos a puerto. Cuando no bullían vientos encontrados era el mar de fondo o una lluvia tan intensa que convertía la navegación en imposible. Abandonamos la terraza y nos refugiamos en el comedor de Lázaro, donde una estufa de leña convirtió nuestra estancia en apacible. La vida se tornó uniforme mientras se deslizaban los días de mal tiempo y las veladas pausadas y tranquilas. Aventurarse en la mar resultaba imposible y había poco trabajo en el almacén de salazones, lo que dejaba margen para el local de Lázaro y la tertulia pausada, donde los pescadores, con Andrés a la cabeza, recalaban apenas a medio día, para abrir el hambre con algún sustento del mar, y luego de comer cada uno en su casa, regresaban con sus esposas a media tarde. A todos invadió la triste melancolía de los días grises, que se revelaba como un pesar en el alma. Tras la barra, María se entretenía en marcar con cintas de colores algunos libros antiguos, remitidos por sus padres desde la ciudad, afortunadamente aún en paz.

Doña Consuelo preguntó por los avatares de la guerra, y María aseguró que en el interior el frío era mucho más intenso y que los caminos se encontrarían anegados de barro si no de nieve, con las comprensibles dificultades para el movimiento de los ejércitos. Tomó una pilada de los últimos periódicos, por los que ya nadie se interesaba, y leyó fragmentos al azar, los que a su juicio consideraba convenientes. Conocimos así al general González, que había sido indio y después sirviente antes de ingresar en el ejército y asumir el mando supremo. Se dirigía hacia la mina de cobre, para anexionarla finalmente a la nación, bien precisada de sus recursos, que eran muchos y bien valorados en los mercados internacionales. También supimos de las bondades del cobre, demandado por la electricidad como caminos por donde discurrir y bobinas que hilar, y María se permitió un inciso al explicar que los motores modernos empleaban profusamente el cobre, para extraer el impulso de la electricidad y convertir su fuego en movimiento, que era la principal virtud de la electricidad, a la postre demasiado compleja para un entendimiento normal. Al instante reconoció que en la capital era diferente, porque la electricidad se entendía por ser casi cotidiana y de gran provecho para el vivir de las gentes.

Con el fin de la pesca y una escasa ocupación en las labores de la mar, los pescadores adelantaron su horario a la tarde, como si todos los días fueran festivos y no tuviesen otro entretenimiento de más provecho que matar al tiempo. El campeonato de dominó se adelantó a horarios más tempranos, pese a la negativa de doña Consolación y otras damas, que preferían escuchar los relatos de María y su novela de amor, gozo que se veía drásticamente interrumpido por las exigencias del campeonato, que limitaba el tiempo de novela al descanso entre partidas, y siempre de una extensión limitada al intermedio disponible.

Durante unos días María simultaneó su participación en el campeonato con sus lecturas del parte de guerra y sus descansos con la novela de amor, que lentamente también despertó el interés de los pescadores, solidarios con sus esposas en aquellas penas tan lejanas. En el momento oportuno, siempre con una amable disculpa por el tiempo consumido, María interrumpía el relato de la novela y regresaba a sus obligaciones con Andrés, que la envolvía con sus ocurrencias y sus bromas desde el primer instante, con preguntas sobre la guerra o la continuación de la novela, a lo que María se negaba a responder por mantener el misterio. Después Andrés se concentraba en la partida y pretendía el conocimiento íntimo de su pareja, a la que adivinaba en el juego con una facilidad igual al estupor de sus contrarios, que aún pensaban que derrotar a María y Andrés era fácil, quizás porque nadie daba crédito a que María hubiera aprendido con tanta rapidez los rudimentos del dominó, y no se limitase ya a las jugadas de mero trámite donde no era preciso pensar, sino que maquinaba la siguiente jugada y entreveía la intención de su compañero, a quien acompañaba las fichas con una precisión que sorprendía a sus rivales. Concluyeron las últimas eliminatorias con Andrés y María como campeones absolutos en número de partidas ganadas. Quedaba lo más difícil, las semifinales y la gran final, donde habrían de decidirse los vencedores del concurso. Matías y Lázaro tampoco habían perdido ninguna partida, serían un rival difícil cuando llegase el momento.

La tempestades se sucedieron inclementes. Con diferencias mínimas, doña Consuelo y sus amigas coincidían en el salón de Lázaro con sus esposos los pescadores, retenidos por una interminable sucesión de días borrascosos y poco propicios para la faena, porque cuando los vientos eran buenos se enfrentaban a corrientes intensas o mar de fondo, de modo que la navegación era muy arriesgada. También eran frecuentes las relampagueantes tormentas, que convertían cualquier mástil en fuego fatuo y despertaban la superstición de los marinos más curtidos. Incluso Matías el farero tartamudeaba ante aquellas chispas sobrenaturales. Pronto, para conciliar las diferencias entre damas y pescadores, se acordó que María leyese un resumen de las noticias de la guerra exactamente a la seis de la tarde, que era el momento adecuado para reclamar una pausa y oír el parte diario, antes de iniciar con la competición, que se prolongaba mientras las noticias se discutían en las mesas, a veces con escepticismo, a veces con el acaloramiento de posturas divergentes. Doña Consuelo y sus amigas fueron llamadas al orden más de una vez, porque se atribularon con las vicisitudes de la guerra, defendiendo a los nuestros y negando la razón a los invasores, que solo esgrimían argumentos tan inconsistentes y contrarios a la ley que ya habían propiciado el rechazo de las potencias vecinas. Ahora se enfrentaban a nuestros ejércitos mientras se retiraban hacia la mina, con más determinación que éxito, perseguidos por su derrota y sin más afán que hallar refugio. Tras alguna protesta, Doña Consuelo sosegó su parecer sobre los combatientes, para permitir la concentración de los jugadores.

La imposibilidad de trabajar en la mar obligó a emplearse en las despensas de los secaderos de pescado, que por suerte se habían colmado por la buena temporada y contaban con reservas suficientes para satisfacer las necesidades del pueblo, bien aprovisionado a pesar de la guerra. Según explicaba María cada tarde entre las mesas de Lázaro, el ejército requería un considerable esfuerzo de intendencia, porque no solo proporcionaba sustento a los combatientes, sino también ropa para los largos meses de invierno, donde el frío y la lluvia aumentaban las penurias del soldado, cuyo sustento decaía o mermaba en su regularidad. Los caminos solían embarrarse tanto que las caravanas de abastecimiento se trababan en el lodo y encarecían las penurias del viaje, en ocasiones demorado semanas enteras, comprometiendo el suministro normal del ejército, que podía quedar sin víveres suficientes, o algo peor aún, sin munición, lo que era más peligroso que la guerra misma, de momento estancada en el invierno. Además, las interioridades de la mina en litigio se había infestado de rebeldes que acechaban entre el fango de las galerías. Según el general González era mejor esperar, porque la tropa estaba extenuada y no era prudente emprender una ofensiva con hombres hambrientos.

El campeonato de dominó superó finalmente sus etapas previas y llegó a las semifinales, muy disputadas hasta que se impusieron los mejores en un torneo a cinco partidas. Para la gran final se dispuso una solitaria mesa en el centro del salón y filas de sillas para que los curiosos pudieran contemplar el espectáculo. Las señoras también se sumaron al evento, pero agrupadas en un extremo, a salvo de sus esposos y algunos niños que revoloteaban por la sala, también sumados al acontecimiento. Lázaro, Matías, Andrés y María se sentaron cada cual frente a su pareja, y se inició la partida. Durante las fases preliminares, incluida una eliminatoria menor que se saldó en tablas, se habían estudiado minuciosamente. María no participó en dicho estudio, su conocimiento del juego aún se hallaba lejos de la sutileza necesarias para estas apreciaciones de maestro. La partida transcurriría en el centro del salón, en una mesa rodeada de sillas que acomodaron a los curiosos, incluida doña Consuelo y sus amigas, que apoyaban a María con una fidelidad solo concebible entre mujeres. La partida comenzó y se sucedieron los silencios pensados, el resonar de la fichas al golpear la mesa, los comentarios de los jugadores.

La mayor parte de la final transcurrió con igualdad de fuerzas entre los contendientes. Lázaro y Matías tuvieron suerte en el reparto de las fichas y supieron aprovechar la mano para mantener una ligera ventaja. La compenetración de su juego era casi perfecta, y poco pudieron oponer sus contrarios a la eficacia con que tramaban sus jugadas. Andrés y María ganaron cuando le correspondió algo de fortuna o si sus oponentes cometían algún error importante, pero era muy difícil, porque Lázaro y Matías habían competido juntos desde tiempos inmemoriales. También jugaban muy rápido, en apariencia sin pensar, para impedir que Andrés adivinara sus fichas. La expectación fue máxima en las dos primeras partidas, que concluyeron con empate. En tercera partida, la definitiva, el público enmudeció para mejor apreciar el talento que se derrochaba en el juego. Incluso doña Consuelo guardo silencio, sobrecogida por la inminencia del desenlace. Con el tanteo próximo a su fin, cuando Lázaro y Matías rozaban la victoria, Andrés se detuvo a pensar cuando aún sostenía seis fichas en la mano. Su compañera pareció sorprenderse por la demora, que aclaraba las intenciones de su juego, más para Lázaro o Matías, que a instante se consideraron ganadores. Entonces, con una voz sosegada y cauta, Andrés declaró que la partida había concluido y ganaban ellos. Luego sonrió a María, y descubrió sus fichas sobre la mesa. Jugó su ficha y no hubo más que responder a su juego. Lázaro el dos pito, María el pito tres, y así con cada una de las jugadas restantes, todas obligadas e irremediables, con lo que Andrés y María alcanzaron victoria y el público estalló en una ovación de reconocimiento a su destreza en anticipar las fichas. María sonrió incrédula, aún le restaban cinco fichas por disputar pero la secuencia de su juego era victoriosa, porque Andrés había dictado cual sería el inapelable orden de las jugadas. Se levantó para recibir los aplausos y las felicitaciones, y estrechó la mano de Lázaro y Matías, contrariados por aquella súbita derrota. Después besó tímidamente a Andrés en la mejilla, para agradecerle sus enseñanzas y reconocerle el mérito de la victoria.

Mejoró el tiempo y supimos que era primavera porque Lázaro reabrió su terraza frente a la playa. Tras una semana de lluvias débiles y olas encrespadas, nos reencontramos con la mar apacible y tendimos nuestras redes. Nos sorprendieron las primeras pescas, que fueron generosas para aquella época del año. Parecía como si los peces se hubieran multiplicado desmesuradamente durante el invierno, y así debió ser, porque durante cuatro meses había sido imposible faenar por el mal tiempo, que fue peor que otros inviernos también recordados por sus tempestades continuas. La pesca fue tan generosa que pronto se completaron de las reservas de pescado y faltó espacio para almacenar tanta abundancia. Algunos vecinos sugirieron que podríamos vender las salazones a la tropa, porque nuestros almacenes rebosaban de pescado y difícil sería que sufriéramos penurias encontrándonos a principio de temporada. Doña Consuelo y sus amigas estuvieron de acuerdo, porque ya lo habían discutido con sus esposos y no encontraban impedimento a un buen negocio. Por supuesto, Lázaro apoyaba esta iniciativa, que procuraría un suculento beneficio al pueblo y parecía exenta de riesgos. Solo María alzó su voz en contra, era preferible tirar el pescado a despertar el interés de los militares. Nadie estuvo de acuerdo y se pensó en negociar las condiciones del abastecimiento. Andrés se ofreció voluntario y María sintió que perdía a un amigo, porque tras la victoria Andrés la había esperado cada noche para mantener una conversación mientras recogía las mesas y ordenaba la barra para la mañana siguiente.

Andrés marchó hacia el frente a lomos de un caballo escuálido, que serviría para aliviarle el camino hasta la mina de cobre. Esa misma mañana supimos por la prensa que un nuevo material había irrumpido en el escenario de la guerra, el acero cromado, que ya blindaba el casco de los nuevos buques de la marina, unos navíos destinados a revolucionar la guerra en el mar, porque el nuevo acero también permitía cañones con un poder de destrucción superior al usual. Los pescadores coincidieron en que el acero era un material beneficioso, como lo probaban los anzuelos empleados en sus aparejos, y doña Consuelo y sus amigas comentaron que de sobra conocían sus virtudes, por las labores con la aguja y lo doloroso de su picadura en los dedos. Después pidieron silencio a sus esposos, María se preparaba para recitar pasajes escogidos de un libro de amor. Los pescadores atendieron con el interés de cada tarde, porque las aventuras de los enamorados eran apasionadas y dramáticas. Para Consuelo y sus amigas, no era extraño que una historia tan descarnada sobrecogiera el corazón de los hombres, que en su escaso entendimiento también sabían de compromisos y delicadezas de amor, aunque su naturaleza más ruda los abocase al desafuero y la arrogancia.

La falta de Andrés aumentó la sensación de peligro. Las lecturas de María congregaron a más público y el local rebosó de una clientela que atendía a las noticias de la guerra. Se supo que el general González, consideraba la importancia estratégica del acero, que convertía a la marina en invencible. Esgrimiendo este argumento, proclamaba la oportunidad de bombardear la mina desde la distancia. Los buques de guerra se aproximarían por mar, lo cual según los pescadores era indiscutible por tratarse de barcos, y sepultarían las posiciones enemigas con un fuego de artillería tan enérgico que hundiría las minas y convertiría a los rebeldes en rebeldes aplastados. Inmediatamente se alzaron partidarios y detractores de los planes del general González. Los argumentos cubrieron todas las posibilidades, desde las extremas de algunos pescadores, que pretendían apoyar a la marina con sus barcas de vela y remo, a las lánguidas proposiciones de algunas damas, que consideraban oportuna una merienda con el enemigo para conversar sobre el conflicto. Doña Consuelo y Lázaro parecieron coincidir y discrepar en igual medida, pero el contraste lógico de los argumentos y la buena fe de los discrepantes pareció encontrar coincidencia en los méritos de Andrés, que se había enrolado voluntariamente en una aventura de dudoso término. Todo lo demás quedaba apartado hasta su regreso, y había de considerársele como el hijo pródigo del que cabía esperar regreso. Igualmente coincidieron en la conveniencia de prevenirse de la guerra, que invadía todos los ámbitos en la ciudad, según el testimonio del cartero, a quien siempre se otorgó crédito. Los mayores coincidían en que la guerra siempre era mala, aunque en un pueblo tan perdido quizás fuera menos mala. Todo estaba por ver, pero la preocupación presente había de ser Andrés, perdido en ese mundo en guerra, según Consuelo tan traicionero y cruel.

Supimos de András por dos confidencias diferentes. Por un lado el cartero confió a Lázaro que se había detenido a un espía que merodeaba por el frente, un espía que concordaba en su descripción con el desaparecido Andrés, aunque esta coincidencia no podía considerarse una prueba definitiva, porque el espía no había reconocido ninguna de sus culpas y acaso fuere inocente, aunque en manos de los interrogadores quizás confesara cualquier disparate para ser culpable y terminar cuanto antes. Según Matías el farero, esto era lo común entre los prisioneros, aunque la descripción física era la de un hombre corpulento y poco más, si acaso tostado por el sol, pero así podían encontrarse muchos, por lo que no debía prestarse más fundamento a este rumor. Por otro lado, María tuvo la deferencia de leernos una carta personal que se había hecho escribir Andrés, aunque el cartero la había entregado sin remite, pero las formas y algunas frases aisladas, adivinaban el sentimiento de Andrés, que había usado este modo tan personal para mantenernos al tanto de sus aventuras. María no la leyó entera porque demasiados fragmentos eran privados y hacían referencia a su compenetración en el juego, pero entre los párrafos que leyó concluimos que Andrés había llegado hasta la mina de cobre y se infiltró entre los combatientes, que constituían un irreductible desorden de hombres temerosos y desorientados. Por el momento buscaba con quién hablar sobre nuestra propuesta de vender el pescado excedente, aunque seguía intentando encontrar al mando adecuado para exponer su propuesta. La estructura y funcionamiento del ejército eran difíciles de comprender, y continuaba esperando que una suerte imprevista lo situase ante la persona adecuada. Para corroborar la auditoría de Andrés, María sacó del sobre un presente de acero, un presente que garabateaba su nombre como ya lo hiciera Andrés con el cobre, así que el recordatorio de alambre se convirtió en prueba fehaciente de la autoría de la carta. María sonrió feliz de recordar a su compañero de juego.

Pendientes del destino de Andrés, las tardes y las noches se convirtieron en un releer de noticias antiguas. El pueblo entero coincidía en que era preciso entender las vicisitudes del frente para ayudarlo si esto era posible. Por sugerencia de Lázaro se habilitó una mesa para simular la disposición de las tropas, y el mapa de nación se trazó con tiza sobre la madera, para que todos los vecinos y clientes pudiesen hacerse una idea del devenir de la guerra y opinar en consecuencia. Con piedras y caracolas se simularon las posiciones de los ejércitos, y a la vista de las tropas se discutió sobre cuales serían los siguientes movimientos y qué beneficio reportarían las distintas posibilidades de Andrés. Era pura especulación, porque desconocíamos su paradero e incluso había quienes lo presumían preso después de semanas sin noticias. Mucho hablamos sobre las supuesta destreza de Andrés para escapar del enemigo. Una tarde de discusión arrebatada, muchos lo consideraron muerto y ofrecieron a María sus condolencias por una desgracia tan dolorosa, porque además de su compenetración en el juego, les había parecido percibir una inclinación mutua más allá de la mera camaradería de jugadores, lo que se sumaba a la pérdida de un compañero de juego tan estimable. Doña Consuelo se apresuró en defensa de la afligida María, que no disimulaba su abatimiento ante los torpes comentarios de los pescadores, y aseguró que Andrés era mucho Andrés como para considerarlo vencido sin pruebas. Finalmente, tras mucha incertidumbre, durante las siguientes semanas doña Consuelo se convenció de la fatalidad, hasta que manifestó a María sus sentidas condolencias, y todos creímos que había sucedido lo irremediable.

El pesar por Andrés se prolongó hasta los primeros días del verano, cuando María declaró sentirse indispuesta por una repentina fiebre e interrumpió las lecturas de la tarde para dar largos paseos por los alrededores del pueblo. Supusimos que se trataba de tristeza y convinimos que la soledad sería beneficiosa para mitigar su pena. Pronto le sorprendió a Lázaro que el humor de María mejorase bruscamente, como si hubiese superado la pérdida del amigo y pareja de juego. Pensó en investigar el cambió de su sobrina, pero las discusiones con Matías el farero y doña Consuelo lo arrastraron hacia deliberaciones más trascendentes y propias de tiempos convulsos. Los noticiarios eran parcos y las lecturas de María tediosas, excepto lo referido a la novela de amor, que continuaba con sus gozosas penurias y sus arrebatos de pasión irrefrenable. Sin embargo, existía un elemento novedoso en los avatares de la guerra, un elemento que señalaba una derrota nueva. Matías, en una de sus observaciones desde el faro, advirtió que una gran escuadra se congregaba en el horizonte. Al principio pensó que se enfrentaba a meras casualidades de la mar y sus rutas, pero después lo asaltó la sospecha y confirmó que eran demasiados barcos juntos para suponer una casualidad. Además, después de algunas señales que transmitían información íntima sobre la guerra, las luces del mar enmudecieron en sus destellos y solo quedó el silencio de la noche en el horizonte. Pero los barcos se encontraban allí, aunque por la mañana la distancia los convirtiera en puntos invisibles. Matías no albergaba duda, su instinto lo advertía aunque los ojos no confirmaran sus sospechas.

A la hora habitual, María tomó el noticiario de la mañana y empezó a leer su reseña de la guerra, pero las palabras escaparon al texto del escrito y en confidencia reveló que Andrés continuaba vivo y a salvo. Nos atropellamos y tuvimos de organizarnos en turnos para sacar provecho del alboroto. Apenas conseguimos sosegarnos, María respondió a nuestras preguntas y acordamos que el sigilo propuesto por Andrés era lo más conveniente, y que además era preferible aguardar hasta estar seguros de que no era una trampa del general González, que parecía habernos tomado por traidores. Doña Consuelo coincidió con Lázaro en establecer un discreta vigilancia por las afueras del pueblo. La advertencia de exploradores o patrullas de vanguardia serían signo alarma, y se establecieron turnos y cuadrillas para otear en busca de cualquier indicio que delatara la presencia de un intruso. Entretanto, María era la persona adecuada de contacto con Andrés, porque así lo determinaba el destino y a la postre ya se había demostrado la discreción de este método, porque ninguno de los presentes había sospechado el regreso de nuestro vecino.

Supimos por María que Andrés se encontraba oculto, y por Matías que los barcos continuaban ocultos en el horizonte, aunque por supuesto se habían incrementado en su número. El regreso ileso de Andrés se consideró unánimemente una gran noticia y pronto decidimos ir a su encuentro. María nos previno de nuestro error, y confesó que se ocultaba entre los sacos del almacén de salazones, y que se había presentado de improviso, mientras disponía el local para reemprender la rutina. A decir verdad, Lázaro también conocía el secreto y se encargaba de las últimas tareas, para adelantar el asueto de su sobrina y saber de Andrés, que no parecía herido y mostraba el mismo humor de siempre, aunque eso sí, prefería mantenerse oculto por motivos de seguridad. Quizás lo hubieran seguido los soldados y la facilidad de su huida solo fuera aparente, o quizás hubieran mandado patrullas en su búsqueda, para rastrear los caminos e inspeccionar cada refugio posible. Por eso era conveniente tomar precauciones y no pecar de confiados, y Lázaro atenuaba la voz para asegurar que ya celebrarían el oportuno festejo cuando pasase el peligro. Después, declaraba su confianza en María, que además de ser su sobrina era una joven de gran valor y tan astuta como para dar rodeos y moverse sin ser vista por el enemigo, que ahora, con Andrés oculto podría encontrarse al acecho.

Durante las siguientes semanas María se encontró con Andrés en el almacén, donde llegaba al oscurecer, con la certeza de que nadie había recalado en el pueblo a la caza de espías o desertores. Andrés protestaba porque él no era una cosa ni otra, sino un simple pescador, y así lo había contado mil veces a cuantos lo interrogaron, porque cuando llegó a la guerra comprendió que era muy distinta a como se leía en los periódicos, un suplicio de miseria y desgracia que parecía no concluir jamás, y cuanto más se acercaba al corazón de la contienda, más terrible era la supervivencia, y al final los alrededores de la mina de cobre no eran más que un erial calcinado por el continuo martilleo de la artillería, un lugar que olía a tierra removida y abrasada. Entonces fue cuando lo capturaron y sufrió una semana de interrogatorios. Se limitó a responder siempre lo mismo y fue ascendiendo en el escalafón militar para repetir sus respuestas ante militares de mayor graduación, hasta que llegó hasta el mismísimo general González, que lo felicitó como si hubiese hecho algo importante, y lo despidió con la promesa de concertar una entrevista adecuada en el futuro. Regresó al pueblo dando un rodeo y cuidándose de perseguidores, porque después de tanto interrogatorio desconfiaba que lo hubieran dejado irse tan fácilmente. Por eso se escondía entre los sacos del saladero, para no comprometer al pueblo con su regreso.

Lentamente nos convencimos de que el peligro había pasado. Por voluntad propia, Andrés se presentó una noche en la lectura de María, y todos simulamos que no había faltado de su lugar nunca, porque habíamos discutido cuál era la actitud más adecuada para eludir sospechas, y convinimos que lo mejor era imaginar que Andrés había asistido con nosotros a cada una de las lecturas de María, que nos mantenía informados de los pormenores de la guerra. Discretamente brindamos por los últimos planes para conquistar la mina de cobre desde el mar, que según los puntuales informes de Matías habían congregado a una escuadra invisible de no menos de mil barcos. Si encendieran sus luces de posición al unísono, de seguro que convertirían el horizonte en una línea iluminada. Aprovechamos una pausa en los acontecimientos para poner al corriente a Andrés de la novela leída por María, por si lo interrogaban que sus palabras coincidiesen con nuestro testimonio. Lo demás podía inventarlo sin demasiado esfuerzo, porque la vida en el pueblo había continuado siendo la misma.

Estalló la batalla y el horizonte se convirtió en un relumbre de tornasoles. Los estampidos, que empezaron a medianoche iluminaron la madrugada hasta el alba, cuando cesaron bruscamente y luego de una pausa para recuperar los oídos retornó el canto de los pájaros, que pese a la noche de pesadilla saludaban como siempre al nuevo día. Por la mañana, los noticiarios de Lázaro daban cuenta de la ofensiva y exponían las razones del general González, que había construido una flota de barcos de acero, y con cañones de excepcional calibre desplegó un fuego sincronizado con la artillería terrestre, hasta convertir la mina en un revuelto de escombros de cobre. Durante las noches siguientes nos congregamos en la playa por si la marea arrojaba algún resto de la guerra pero no tuvimos éxito en nuestra espera y solo escuchamos el revoloteo de los peces voladores, que parecían inquietos por el retumbar lejano de su cañones, interrumpido cinco minutos antes de las horas exactas, para continuar cinco minutos después. Matías aseguró que esta pausa se debía a la necesidad de rectificar periódicamente el alza de los cañones, que distinguían su objetivo en la distancia por el relampaguear de las explosiones en tierra, muy lejos de la costa y solo visible desde el pueblo como un vago resplandor en el horizonte.

Durante las noches siguientes, mientras el bombardeo teñía de luces el horizonte, María y Andrés se alejaron por la playa hacia donde los pescadores nunca llegaban, por ensenadas y playas que pocas veces habían acogido una huella humana. Jugaron a buscar un paso entre rocas cuando la marea ocultó la orilla, y se descalzaron para sentir el frío de las aguas al atravesar una playa de arenas limpísimas. También hubieron de atravesar grandes espacios invadidos por las algas, pero superaron las dificultades con facilidad, porque la luna era generosa con su luz y la oscuridad frágil y llena de reflejos. En general fue un paseo apacible que se inició como una amistad entre jugadores, se prolongó en confidencias sobre la guerra, y concluyó con una sincera exposición de sentimientos varoniles, que encontraron inmediato acomodo en las ilusiones de María, desde el regreso de Andrés envuelta en un gozo extraordinario. Regresaron al pueblo cogidos de la mano, ajenos al tronar de la guerra lejana.

Una mañana Lázaro anunció que los titulares de los periódicos eran inequívocos, y María pidió unos minutos para preparar un adelanto inmediato de los hechos. Tras comprobar algo en las páginas interiores, explicó que la guerra había terminado como consecuencia de varios factores que podrían merecen diversa crítica, pero a la postre no admitían duda. La mina se había hundido sobre sí misma, quedado los pozos, las galerías, los corredores, y la valiosas vetas de cobre sumergidas en el interior de la tierra, aplastadas por la destrucción de los cañones de la marina, que se había cebado en su objetivo con una sobrecogedora precisión. Sin embargo, pese a la colina convertida en escombro, y a que el paisaje yacía bajo una montaña de cascotes de inabarcables dimensiones, no se habían registrado víctimas en aquella victoria indiscutible, porque los rebeldes huyeron con las primeras explosiones. Se había ganado la guerra, aunque la mina fuera ya completamente inservible y todo hubiera estallado en un marasmo de polvo y rocas pulverizadas. Reanudar su actividad era sencillamente inviable, pero el general González se declaraba satisfecho, porque los rebeldes habían abandonado la mina, que nunca más volvería a servirles de refugio.

Los vecinos nos miramos al comprender la importancia de la noticia. Doña Consuelo gritó entusiasmada y abrazó a cuantos descubrió a su lado. La imitamos alborozados por la felicidad de vivir una fecha destacada para la historia. Andrés y María se besaron fugazmente en los labios, y enmudecimos un instante para renovar nuestro júbilo con nuevos gritos de alegría. Lázaro alzó la voz para proclamar que por una vez invitaba la casa y que ahora llegaría la electricidad al pueblo. Matías llegó apresurado a la fiesta, para confirmar que su sentir de los barcos habían desaparecido del horizonte y que la mar anunciaba calma. Finalmente, la guerra concluyó cuando Lázaro sostuvo una breve conversación con el cartero recién llegado a la trastienda de la cocina, y retornó al comedor entusiasmado por la confirmación de la buena nueva. Limpió su pizarra y escribió con pulcros caracteres mayúsculas la palabra paz, y luego distribuyó los periódicos por las mesas. Andrés y María continuaban besándose tras la barra.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 20 de junio de 2014

Los colores del aire

A las almas libres


Me llamo Kim y nací en las montañas del río gris. Soy pastor y me enorgullezco de mi oficio, que no es el mejor ni el más cómodo, porque los animales apenas descansan y debo velar la madrugada para disuadir a las panteras y los lobos. Durante muchas lunas he caminado por los senderos de la selva, un viaje que concluirá en la ciudad blanca, donde se alza el palacio del Nizam y yo cumpliré mi destino. Aún me encuentro a un día de distancia y pronto habré de hallarme ante el dios viviente, cuyo favor ha regido el mundo hasta donde yo recuerdo, que no es mucho porque siempre viví en mi aldea, ajeno a lo que no fuese mi ganado.

Un día sentí que enmudecía la selva y todo se inundaba con una niebla que corrompía la vida bajo un turbio velo, como una cizaña que invadiese el aire y lo convirtiera en mortecino y podrido. Olía a ciénaga y excrementos, quizás de murciélagos o insectos venenosos. Los animales enfermaron y muchos sucumbieron a una peste que se extendía rápidamente. También algunos de mis vecinos sintieron el mal y cayeron postrados por la fiebre, mientras la luz del cielo se marchitaba tras un vaho que encogía el corazón de los hombres y las bestias. Durante algunas semanas nadie supo a qué se debía nuestra desgracia, mientras las moscas se multiplicaban y el olor de la carroña invadía la selva, hasta que alguien dijo que debíamos al Nizam parte del último tributo, cuya cosecha habíamos disfrazado para engañar al hambre. De nada servirían nuestras lamentaciones, quizás los contables reales habían descubierto el maquillaje de los números y la voluntad del Nizam hubiera invocado una maldición para castigarnos por nuestra mentira. El hechicero reparó en que habían desaparecido los pájaros y aseguró que nuestro pesar brotaba del silencio. Nada podíamos hacer y meditamos a la espera de una señal que nos devolviera la esperanza.

El pájaro llegó a mí la noche que cayeron las estrellas, mientras descansaba junto al rebaño y me distraía en la contemplación del cielo más allá de la niebla. A mi alrededor todo se impregnaba con un sórdido algodón que se interponía a cualquier horizonte, excepto al celeste, donde las estrellas titilaban apenas empañadas por una tenue neblina. La bruma era espesa en cualquier dirección, pero su altura era escasa y durante la madrugada se reducía hasta flotar bajo las copas de los árboles. Recuerdo que me inquietaba ese contraste entre el manto lechoso que reducía mi entorno a una alternancia de penumbras, y la transparencia apenas velada del firmamento sobre la selva, que se despejaba durante la oscuridad para cubrirse de nuevo a la salida del sol, cuando la niebla perdía su carácter rastrero y nos arropaba en jirones macilentos. Quedé dormido, envuelto en la amargura, hasta que desperté reclamado por un zumbido que insistía en arrancarme del sueño, un zumbido que reclamaba mi vigilia.

Abrí los ojos iluminado por la luna, y allí, frente a mi rostro, un pequeño pájaro aleteaba furiosamente. Pensé que aún dormía y parpadeé varias veces, para alejar lo que imaginé una ilusión. Pero aquella figura diminuta, no mayor que tres o cuatro dedos, permanecía estática en el aire, como una forma ingrávida cuyas alas se moviesen a tal velocidad que escaparan a la contemplación de la vista. Me levanté y el pájaro se levantó conmigo, intenté acercarme y el pájaro se alejó, manteniéndose siempre a la misma distancia. Miré al pájaro, situado sobre mi cabeza, y reparé en las estrellas tras su forma suspendida, que escaparon de su posición para caer hacia el horizonte, dejando un rastro moribundo en los cielos. Luego sufrí un trance y me vi arrastrado hacia un lugar oscuro. Se cegaron mis ojos y vislumbré un destello que emanaba del espíritu y decidía mi lugar en el destino. Instintivamente supe que había de dirigirme hacia la ciudad blanca. Después me adentré en un abismo sin límites, que se prolongó hasta las primeras luces.

Al despertar reparé en la presencia cercana del pájaro, que aguardaba en una rama próxima y era de un intenso color azul. Regresé al poblado y el pájaro me acompañó revoloteado a mi alrededor. Me presenté ante el hechicero, que tras imponer sus manos sobre mi frente y ungirme con aceites sacros, concluyó que nuestras oraciones habían sido escuchadas y los espíritus de la selva me habían confiado el presente que saldaba nuestra deuda. Era preciso entregar el pájaro a Nizam, para que perdonase nuestra culpa y nos permitiera vivir en paz. Luego dijo que yo era el elegido, porque el pájaro permanecía junto a mí, y me excusé por no saber llegar ante el Nizam ni qué decir en su presencia. Aseguró el hechicero que las palabras llegarían a mi boca en el instante oportuno y que esa no habría de ser mi mayor preocupación, sino la magia del Nizam, que embozaría mis sentidos para distorsionar la realidad conforme me aproximase a su palacio. Me despedí del hechicero, que me deseó suerte en el viaje, y me retiré convencido de cuál era mi deber. A la mañana siguiente encomendé mi rebaño a un pariente, tomé mi honda de pastor y emprendí el camino.

Durante el largo viaje observé que la niebla y el silencio no solo oprimían mi aldea, sino también las aldeas vecinas y aún lejanas, como si la selva entera hubiese enmudecido simultáneamente, envuelta en un miasma que trastornara a las gentes y enfermase al ganado, que se debilitaba rápidamente y caía en una postración que agriaba su leche y amargaba su carne, hasta el punto de que tras el sacrifico era preciso quemar los cadáveres para impedir que se extendieran la peste de la desolación. Pregunté mucho hasta comprender que nadie en mi mundo conocía verdaderamente cómo llegar al Nizam, porque la ciudad blanca se encontraba demasiado lejos y jamás se había emprendido un viaje tan largo. De él se decía que era inmortal por un sortilegio de juventud eterna, que reinaría siempre y que su castigo era despiadado. También se le conocían gestos de nobleza, por la llegada de algún dignatario extranjero, por obsequio a una nueva concubina o por mero capricho personal. En algunos poblados del camino me detuve para conversar con los mayores, y solo los ancianos más viejos recordaban leyendas de otro soberano muy lejano en el tiempo, famoso por sus cacerías de tigres y las piedras preciosas que engalanaban el cuerpo de sus concubinas, conocidas por su belleza mucho más allá de las fronteras, donde el suelo es áspero por la proximidad del desierto. Entretanto, el pájaro viajaba conmigo y guiaba mi rumbo por parajes que escapaban a mi conocimiento.

Aproveché un cauce de aguas mansas para apresurar mi viaje, y navegué entre una espuma de peces hinchados que se amontonaban en la superficie. Pronto recalé en el último poblado de la selva, abruptamente interrumpida para dejar paso a una planicie de hierbas altas en cuyo centro se alzaba la ciudad blanca. Una lejanísima sombra parecía contenerse en todos los horizontes, mientras sobre la llanura el cielo brillaba radiante, como si la maldición del Nizam solo encontrase su fuerza en la espesura, empañada en la distancia por una espesa calima. Decidí demorarme unos días, para reponerme de la sofocación de la selva, donde había visto multitud de monos, serpientes y lagartos muertos por la niebla, y donde yo mismo agonicé cada noche mientras el pájaro descansaba siempre en una rama cercana, aunque a prudente distancia de mis sueños.

Vagabundeé mientras recuperaba fuerzas con una brisa que provenía de la ciudad blanca, y aproveché para indagar entre las gentes y aprender cuanto pudiera serme útil en un futuro inmediato. Así, por la indiscreción de un eunuco y el decir de los camelleros, supe de la existencia del harén de las mil ventanas, desde donde las mujeres de la corte contemplaban el ir y venir de las gentes sin ser profanadas por las miradas impúdicas de los hombres. También de la pasión del Nizam por las perlas, traídas desde el lejano mar por caravanas que también acarreaban especias y ricos tejidos, y de su reciente amor por los pájaros, que coleccionaba en una pajarera de extraordinaria belleza. Igualmente me confiaron que el mal de la niebla se había extendido a los confines del mundo conocido, y que progresaba con menor virulencia conforme se aproximaba al palacio, inmune a toda perturbación maléfica y señalado con un fulgor superior al de otros tiempos. como si todas las abundancias se hubieran centrado en la persona del Nizam, cuya divinidad convertía la memoria de sus antepasados en un recuerdo menor. Decidí que me demoraría ante aquella llanura exenta de niebla, para saber más sobre el Nizam y la pajarera que constituía su último capricho. Pronto supe que se alzaba en mitad de los jardines de palacio, y que era vista y oída desde una enorme distancia. Presté atención y escuché lo que decían de los pájaros.

Amaneció un día fresco y acariciado por la brisa, miré al cielo inmaculado y abandoné el pueblo en la inmediaciones de la selva. Anduve entre campos verdes y brillantes, salpicados por las vestiduras de las mujeres que recogían el mijo y los azafranes que luego ofertaban en los mercados de la ciudad. Las distinguía a los lados del camino, flanqueando mi paso con cántaros de arcilla o cobre que portaban sobre la cabeza, llenos de agua para refrescarse del sol, con sus túnicas de vibrantes colores, que rompían la cercanía y la distancia con un moteado de contrastes. También distinguí a labriegos que faenaban las tierras, segando la hierba o roturando los barbechos, y algunos promontorios distantes, donde se distinguía el poso amarillento de la siega lejana, que aún destacaba como una mancha en el estridente verde del paisaje. El barro del camino era untuoso y resbaladizo, por lo que anduve con precaución hasta llegar a un promontorio donde dormiría al raso antes de alcanzar la ciudad blanca.

Lentamente fraguaba la certeza en mi ánimo de que portaba conmigo la última pieza de la gran colección de aves del Nizam, el pequeño pájaro azul que completaría a los habitantes de las pajareras reales. Por confluencia de muchos testimonios, me constaba que todos los pájaros cuya belleza habían merecido halago, encontraban espacio en el corazón de cristal y varillas de hierro que presidía los jardines del palacio. Desde la distancia, la gran bóveda señalaba el centro de la ciudad blanca, donde el Nizam entretenía su tiempo en la contemplación de aquellas maravillosas aves. Al alba y el crepúsculo el sol se reflejaba sobre la cúpula, despertando un reflejo que enaltecía la inspiración y arrebataba a los pájaros en una música de esplendorosa dulzura. La ciudad enmudecía a esa hora excepcional y las calles y los zocos callaban para que las gentes se entregasen a una lúdica contemplación. Flotaba un aura sobrecogedora y el viento mismo quedaba suspendido a la espera de la oscuridad.

Esa madrugada escuché de nuevo el zumbido del pájaro y permití que entrara en mis sueños. Supe que era el último de su especie y que la única hembra que sobrevivía se encontraba en el interior de las pajareras reales. La colección del Nizam nunca estaría completa sin él, porque su más delicada cautiva solo pondría huevos estériles. Por eso era tan valioso, y en este punto no pude sino sentirme afortunado en mi sueño, porque una estirpe única se extinguiría sin la presencia de mi pájaro en las pajareras reales, lo que me prestaba una elocuencia que pretendía emplear a mi favor. Asenté mi convicción al admitir que me aguardaba un beneficio extraordinario, y sentí que cesaba el zumbido y una pequeña forma se acomodaba entre mis ropas. Sonreí en mi sueño y cobijé al pájaro, que dormiría al calor de mi cuerpo.

Alcancé las puertas de la ciudad blanca en la confusión de una caravana. Los guardias aceleraron pronto nuestro paso, porque eran comerciantes de paz y solo portaban especias, que según me contaron encontrarían valioso acomodo en los mercados locales o, si eran de calidad extraordinaria, en los almacenes de palacio, donde se les asignaría mejor y más provechoso destino. Aún me parece oler la canela, el cardamomo y la vainilla, que eclipsaban todos los demás aromas. Recuerdo que las puertas de la ciudad eran enormes y al pasar bajo su dintel se distinguían arqueros en la penumbra del interior de la muralla, y que su presencia casi invisible proclamaba un celo encomiable en el cumplimiento de la ley.

Entretuve el resto del día en perderme entre las calles, que constituían un gigantesco laberinto en el que era difícil orientarse, un marasmo de casas pequeñas y a lo sumo de doble altura, alineadas en callejas que se repetían irregularmente, conformando un igual que pronto resaltaba por la similitud de sus motivos casi idénticos, de gentes iguales que vivían en barrios iguales y frecuentaban comercios iguales. Luego llegué a una gran explanada, que parecía ofrecer un mercado permanente, donde a lomos de caballos y camellos llegaban mercancías traídas de muy lejos. Una infinidad de puestos se alzaban abigarrados, con sus toldajes sumidos en un desorden caótico. Reinaba una multitud alborotada y pronto observé que el azar solo era aparente, y que en realidad me encontraba en un área destinada a las carnes, con profusión de cabras y ovejas que se exhibían en canal para su consumo, y grandes bandejas de pasta de sangre adobada, que los carniceros repasaban una y otra vez, como si ninguna imperfección en la forma pudiera desmerecer la calidad de su genero. Después atravesé un mar de verduras que competían por mostrar su exuberancia, dispuestas con una meticulosidad obsesiva, por hortelanos cuya única tarea consistía en la disposición preciosa de sus pirámides de ciruelas, melocotones, manzanas y otro sin fin de frutas que yo solo conocía por encontrarlas en la selva, y de las que evocaba sus texturas y sabores sin necesidad de conocer sus nombres. Las apilaban por tamaño y color, de forma que sus tonalidades ofrecían un sutil degradado de verdes y maduros. También encontré tomates, cebollas, ocras, arroz y un sinfín de trigos, cebadas y otros granos más valiosos, amén de un universo de especias, como orégano, nuez moscada, clavo y cilantro. Entretanto, el pájaro continuaba oculto junto a mi pecho, bajo las vestiduras. A veces lo sentía removerse, pero en general parecía tranquilo.

Durante el crepúsculo, la ciudad languideció bajo la luz magnética que desprendía la cúpula de la pajarera del Nizam, que resonaba con unos trinos tan dulces que adormecían el alma. Todo quedaba en suspenso mientras las gentes se recogían en la oración. Sus semblantes se tornaron anaranjados, y también el mío, que contemplé en los espejos de uno de los bazares. El trinar de los pájaros se arpegiaba en una melodía de indescriptible hermosura, un sonar tan dulce y excelso que enardecía el alma con las más sublimes pasiones. En los puestos, compradores, tenderos y curiosos se interrumpían en su actividad, pasmados ante los reflejos incandescentes de la pajarera, vencidos por aquellos trinos tan bellos que acaramelaban aire. Desde que se consolidó el atardecer hasta que se extinguió el ocaso, la ciudad blanca permaneció extasiada ante la belleza de una melodía que embriagaba los sentidos y sumía a sus habitantes en un gozo indescriptible. El amor por el Nizam se reflejó en los rostros, en posturas inmóviles, en palabras enmudecidas ante la música de los pájaros. Los habitantes de la ciudad blanca creyeron alcanzar la felicidad.

A la mañana siguiente asistí a la audiencia pública donde el Nizam recibía a sus súbitos, que llegaban desde los confines del reino, ya para comparecer como reos de la guardia, ya para solicitar su favor en un asunto mundano. Durante la espera me distraje en admirar las tracerías que remataban las columnas de mármol, los ventanales que se prolongaban hasta la cenefa sobre el perímetro del techo, bajo un artesonado enaltecido con esmaltes que repetían motivos geométricos. Las paredes se decoraban con caobas y nogales cuya alternancia servía de escenario a gigantescos tapices donde se plasmaban escenas de caza con elefantes, rendiciones de enemigos feroces y solemnes retratos de Nizam antiguos, dioses que vivieron entre mortales y regresaron al olvido. Rostros jóvenes, con barbas y bigotes delicadamente atusados, con expresiones valientes y decididas, el último con un monóculo de rubí que enrojecía la mirada de uno de sus ojos, como en un guiño a la intrascendencia, y ese otro antepasado más antiguo, cuya vejez se recordaba por su cama elevada y de talla descomunal, construida para yacer cada noche con cinco mujeres.

Al concluir la audiencia alcé la voz para solicitar una gracia del Nizam, que me miró y señaló con su dedo. Se me otorgó la palabra e hice salir al pájaro de entre mis ropas. Revoloteó como un destello azul en el aire y fue a situarse frente a los ojos de Nizam, que al instante quedó extasiado por la belleza de su vuelo. Alcé la voz y dije que era el último de su especie, un macho, y que la última hembra volaba en la pajarera del palacio. Os lo entrego como presente y quedo a la espera de vuestro deseo, añadí. El Nizam me llamó a su presencia, a la que me aproximé con el respeto que exigía mi sumisión. Ascendí por los escalones que elevaban el trono y permanecí a sus pies. Pídele que flote sobre mí, ordenó mi Nizam, y así hizo el pájaro, sin que yo interviniera. Dime que tiene este pájaro para vivir entre mis pájaros. Su color aunque bello, desmerece otras combinaciones más osadas y brillantes, sin duda tampoco es especial por su canto, y el Nizam guardó silencio a la espera de mi respuesta.

Admití que su plumaje, aunque intenso, no podría competir con otras plumas más luminosas, y que sus trinos eran escasos y poco gratos. Señalé a continuación que el auténtico mérito de aquel pájaro era su vuelo, superior en destreza a otros vuelos, que si bien podían ser más rápidos, pecaban de menos bellos. Luego expliqué atropellado que sus alas se mostraban diferentes y las movía con tanta celeridad que eran invisibles a la vista, también capaces de articularse para volar en línea recta, a la inversa, hacia arriba o abajo, e incluso de forma invertida, evoluciones que el pájaro ejecutaba ante los ojos del Nizam conforme yo hablaba sin disimular mi temor. Luego el pájaro, apenas concluidas su exhibición, regresó a mi lado y se situó por encima de mi cabeza, aunque naturalmente no puedo asegurarlo porque solo escuchaba su zumbido a mi espalda y no me atreví a faltar al respeto alzando la mirada.

Seguí al Nizam y su séquito a través de los aposentos privados del palacio, entre guardias que me vigilaban de cerca. El esplendor era inimaginable, con profusión de alabastros, ébanos, marfiles, caobas y jades que yo apenas entreveía en las escasas ocasiones que osaba alzar la mirada para guiar mi rumbo. Atravesábamos un patio donde los susurros del agua eran omnipresentes, cuando el pájaro escapó de mi cabeza y se deslizó tras una ventana que daba paso a las interioridades del harén. Me sentí perdido cuando se escucharon gritos de mujer y risas alborozadas. Un eunuco llegó corriendo para informar a su amo de que había estallado el júbilo entre las concubinas por la presencia de un pájaro que volaba estáticamente y a escasa distancia de una de sus favoritas, lo que parecía un signo de predestinación y fortuna. Se presintieron unos pasos presurosos y livianos, intuí que descalzos, e incliné la mirada para que mis ojos no contemplaran una belleza prohibida. Escuché el aleteo del pájaro y palabras dulces de mujer que preguntaban por la procedencia de aquel gracioso animal. El Nizam respondió a más bella de sus bellas y, tras satisfacer su curiosidad me encomendó la obediencia del pájaro, que sin saber yo cómo abandonó a la favorita y regresó junto a mí, lo que me proporcionó un íntimo júbilo al comprender que solo aquella sumisión inmediata salvaba mi cabeza.

Poco puedo recordar de las estancias de palacio, porque mis ojos permanecieron la mayor parte del tiempo fijos en el suelo, cuyas losetas y mosaicos competían por destacar en su riqueza. Mármoles, jades, lapislázulis, y ágatas se alternaban para conformar el piso de los salones que atravesábamos envueltos en el resonar de nuestras pisadas, solo mudas cuando cruzábamos alguna sala donde las alfombras convertían nuestro caminar en un murmullo. Persiste en mi memoria la sensación de amplitud, cada corredor competía en magnificencia y sería difícil escoger entre las distintas maravillas que me asaltaron fugazmente cuando osé desviar la mirada. Recuerdo columnas de ónice, figuras talladas con una diáfana minuciosidad, y profusión de oros y platas que constituían la tónica de los objetos cotidianos que por azar recalaban ante mis ojos. Después salimos a los jardines interiores y nos adentramos entre macizos de arbustos deliciosamente recortados y un océano de flores cuyos dulces aromas embriagaron mi olfato.

Distraje la vista levemente al llegar a la zona donde trabajaban los astrónomos, y admiré los relojes de sol y las doradas esferas que empleaban para confeccionar sus cartas astrales y calcular la llegada de los eclipses. Aquellas figuras en el suelo, mapa de las estrellas y los cuerpos celestes, con infinidad de finas trayectorias blancas que definían el movimiento de los astros, se me antojaron una obra superior del conocimiento, más emparentada con la brujería que con el ingenio humano. Después atravesamos el palacete dedicado a las perlas, donde una decena de artesanos inspeccionaba cada esfera de nácar para catalogarla según su valía. Solo las más grandes y puras se reservaban para las esposas del Nizam. Luego fueron los talleres de joyas, donde se trabajaban las piedras más prometedoras, hasta arrancar el alma que habitaba en ellas. Diamantes y rubíes era las comunes, aunque también había zafiros y amatistas de diferentes transparencias. El Nizam tomó una enorme piedra azul, recién pulida, mayor que un puño, y me la arrojó a las manos. Sonrió y dijo por tus servicios, y entendí que me entregaba una recompensa porque el pájaro era de su agrado. Por último atravesamos las mesas de los orfebres, con sus filigranas de oro y plata para engastar las joyas y destinarlas al harén o conseguir de ellas un mayor beneficio en el mercado. La piedra resplandecía entre mis manos con un azulón purísimo, como si correspondiese a la esencia del pájaro.

Por fin llegamos a la pajarera, que si era grande desde fuera, más grande aún parecía en su interior. Inmediatamente me impresionó el sonido, que era un clamor de mil voces estridentes, como si una infinidad de piares resonasen al unísono. El Nizam me ordenó que elevase la vista y contemplase la cúpula. Alcé los ojos y quedé maravillado por el tamaño y la magnificencia de un espacio cuya luz parecía endulzar el aire y dotarlo de una mayor transparencia. Un entramado arbóreo se alzaba frente a mí, con ramas preciosas que componían un bosque en otoño, cuando los árboles resplandecen espectrales y desnudos sin sus hojas. Pero no eran árboles sino artesanías de diferentes maderas, que se ensamblaban en estructuras que se erguían y desafiaban al vacío bajo la cúpula, que superada la primera ilusión se percibía como un entramado de hebras oscuras sobre el cielo, porque la transparencia del vidrio era tal que no suponía obstáculo a la luminosidad de la tarde.

Caminó el Nizam por el sendero de pizarra oscura que se abría entre unos parterres de flores, y encauzados entre rosas alcanzamos un espacio más amplio, en cuyo centro se alzaba una fuente. El Nizam se detuvo y anunció que permaneceríamos allí. Los pájaros bullían en la estructura de árboles, muchos revoloteaban en círculos, o de aquí para allá y saltando de una a otra rama. Unos pocos se descubrían inquietos, atareados de arriba a abajo o a la inversa, siempre tras un propósito que guiase su instinto. Su colores eran tan variados como las infinitas combinaciones del arco iris, porque tanto se veían jilgueros, verdecillos, cardenales y canarios, como otra infinidad de pájaros de diversos y entreverados colores. Los trinos eran pocos y obedecían al albedrío de las aves.

El Nizam confesó que la gran cantidad de pájaros de la pajarera le impedía conocer las singularidades de cada uno, pero los esclavos que velaban por su cuidado lo habían advertido de que en efecto, el pájaro que portaba sobre mi cabeza era el macho correspondiente a una hembra de su posesión, cuya pareja sus ojeadores aún no habían encontrado, así que eso lo convertía en un ejemplar valiosísimo. Estimaba la prontitud y oportunidad de mi viaje, que creía haber recompensado suficientemente. Solo por contradecir a sus expertos, solicitaba mi saber en cuanto a la nidificación del pájaro, aunque comprendería mi desconocimiento, porque sus sabios fracasaban muchas veces y en ocasiones la naturaleza era inexplicable.

Dije que jamás había visto un pájaro como el mío, tan azul y perfecto, pero que otros similares construían sus nidos con musgos y telas de araña, para hacerlos más suaves y cómodos, materiales que allí no destacaban por abundantes, con lo que acaso esa fuera la razón de los nidos malogrados. El Nizam se mostró satisfecho de mi respuesta y me preguntó cómo había de alimentar al pájaro. Admití que mi observación aconsejaba alimentarlo con néctar de flores, preferentemente las de color rojo o naranja, que gozaban de su especial predilección y consumía sin mesura, aunque tampoco despreciaba el sustento de los insectos, que devoraba en cuanto tenía oportunidad. Entonces, siempre envuelto en la sonrisa, el Nizam me pidió que ordenase al pájaro buscar a su compañera.

Antes de que acertase a esbozar un pensamiento, el pájaro se elevó en el aire hasta casi perderse en las alturas, se desplomó rápidamente, describió una especie de parábola y de nuevo ascendió para repetir un movimiento cíclico que no aparentaba tener ningún sentido pero que sin embargo constituía en su singularidad la esencia de un cortejo. Repitió esta danza, tres, cuatro veces, y de repente llegó otro pájaro similar a él, que también flotaba en el aire y se unía a su baile en las alturas. Ascendieron juntos, descendieron igualmente juntos, ascendieron de nuevo y volaron hasta perderse en el techo de la cúpula, desde donde se precipitaron hasta confundirse entre el ramaje de los árboles preciosos. El Nizam asintió complacido.

Continué presente mientras el Nizam se interesaba por la supervivencia de los huevos que diariamente se contabilizaban en los nidos, y se declaró satisfecho por los informes favorables de los responsables de la pajarera. También requirió su atención el grano consumido, el equilibrio de las distintas especies, la vitalidad de los polluelos según el estadio de su crecimiento, y en definitiva cuanto pudiera afectar al perfecto bienestar de los pájaros. Inesperadamente, un siervo encargado del reloj de sol anunció que se iniciaba el crepúsculo y el Nizam pidió silencio. Los pájaros enmudecieron mientras un aura anaranjada se adueñaba del aire. Durante unos instantes todo permaneció estático al tiempo que nuestro alrededor de convertía en un océano de fulgores. Un pájaro voló en las alturas, inmaculadamente rojo, y otros pájaros se sumaron a su vuelo. En apenas unos instantes, el aire se tornó irisado y todo resplandeció con un canto sobrenatural. Mis ojos se confundieron en un vendaval de centellas emplumadas y mis oídos claudicaron ante una algarabía de trinos. Millares de pájaros aunaron sus trinos en una deliciosa melodía. Permanecí en ausencia de mis sentidos y nada recuerdo de aquel trance, más que una embriagadora música. Creo que perdí el sentido ante la sublimación de la belleza.

Salí de mi espejismo cuando el Nizam encomendó a su guardia mi custodia hacia el exterior, donde me encontré después de pasar exactamente por los mismos talleres, las mismas estancias y los mismos corredores que había recorrido antes. Anduve por las calles aledañas del palacio mientras se cerraba la noche, pensando en el pájaro que había entregado al Nizam, en mi viaje desde los misérrimos confines del reino y en el prodigioso espectáculo que había presenciado en la pajarera. El aunado cantar de los pájaros persistiría en mi recuerdo durante varias horas más, hasta que mis sentidos encontraron sosiego en la profundidad de las estrellas.

De madrugada, fruto de una luna derretida en plata, la cúpula de la pajarera se encendía con un relumbre metálico. De repente los astros se desplomaron de los cielos, o quizás sufrí un espejismo y acepté llegado el momento de asumir mi destino. Busqué la honda entre los bolsillos interiores de mis vestiduras, y la piedra azul y preciosa que me obsequiara el Nizam. Cargué la honda con su proyectil, la hice girar en el aire con un silbido veloz, contuve la respiración para afinar mi disparo, solté la cuerda y permití que la piedra escapara hacia las alturas. La vi alejarse en la oscuridad, como un testigo que surcase los cielos. Tras el silencio escuché un estruendo de rotura que provenía de lo más alto.

Un crujido indescriptible estremeció la noche mientras un torrente de colores escapaba de la cúpula y ascendía hacia los cielos infinitos. Rojos, amarillos, añiles, violetas y un sinfín de otras tonalidades inundaron el aire con una infinidad de matices que contrastaban con el plateado riguroso de la luna. Todo pareció iluminarse y resplandecer ante un torrente que colmaba los cielos con sus trinos, una vitalidad incontenible se adueñó del viento y las tinieblas se inundaron con un fuego que se deshacía en la aurora. La ciudad blanca despertó del letargo para enfrentarse a la existencia real.

Por la mañana emprendí el camino de regreso a mi aldea en los confines del reino. Una paz diferente flotaba sobre los campos, una paz que se hizo más nítida conforme me alejaba de la ciudad blanca, pálida en la distancia durante varias jornadas, hasta que se perdió en la nada y yo me interné en la selva, limpia, fresca, sin rastro de la niebla cenicienta que había propiciado mi viaje. Caminé varias jornadas más, hasta encontrar mi ganado y mi aldea, donde había regresado la alegría y de nuevo resonaba el bullicio de la naturaleza. Me sentí feliz al reencontrarme con mi vida anterior, que sin embargo había cambiado para siempre. El canto de las aves resonaba en el bosque y respiré el olor de las resinas, de la luz diurna, de la libertad de los hombres y los pájaros.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

sábado, 14 de junio de 2014

Iris y Elia

A todas las princesas


Había una vez una princesa que desayunaba miel y mermelada de violetas, dormía sobre colchones de algodón y se cubría con edredones de pluma y seda. Soñaba con dragones, aventuras heroicas, arco iris sin nubes y nieblas con sol. Por soñar soñaba que era libre y se prometía a un apuesto príncipe que llegaba en un velero desde el otro lado del mar. Su reino era grande, muy grande, y gozaba de una paz duradera y próspera. En los últimos meses, solo una sombra enturbiaba la felicidad de sus súbditos. Un enorme oso, llamado Melitón, poblaba las canciones populares con toda suerte de terribles hazañas. Se conoció en la frontera norte y descubría su rastro atacando establos, apriscos y pocilgas con igual fiereza, y siempre arrancaba una presa con que saciar su hambre. También irrumpía en los graneros para robar las mazorcas, los higos secos o cualquier otro manjar que despertase su glotonería. Los cazadores intentaron atraerlo con pescado ahumado y carnes frescas, pero el animal eludía cuantas trampas y argucias se empleaban para su caza, dejando a su paso un rastro de granjas saqueadas.

Poco importaban las andanzas del oso a la princesa Elia, cuya vida cotidiana se limitaba a sus travesuras por palacio, donde era dueña y señora en virtud de su título y una traviesa juventud que no encontraba punto de cordura. Sus imprudencias eran tantas que algún consejero real recomendaba imponerle reflexión, al menos hasta remitir el alboroto de una adolescencia que afortunadamente dejaría pronto atrás, para alivio de su padre, demasiado atareado con las tareas reales e incapaz de oponerse al carácter caprichoso y revuelto de su hija. Para alejarla de la infancia, que según la opinión paterna quedaba muy lejos, el rey decidió privarla de su séquito infantil y sustituirlo por un hombre de su confianza, que la acompañase en la última etapa de su educación. La reina aprobó el parecer de su rey, porque era el rey y porque también creía que Elia se encontraba en gracia para encontrar a un príncipe que asegurase su futuro. Pronto cumpliría dieciocho años, excelente edad para asumir algunas responsabilidades, y era momento de familiarizarse con ciertas disciplinas que le procurarían una conciencia más real de la vida. Por lo demás, el rey sabría obrar en consecuencia. Mientras tanto, dispondría lo necesario para una fiesta de cumpleaños, con juegos de sombras y marionetas, que servirían para presentar a la princesa en sociedad.

Amarilio era un renombrado caballero del reino, vencedor en innumerables batallas y famoso por su gallardía y destreza con las armas, pero la madurez cercana y una paz de mucho tiempo habían mermado su destreza y poco podía esperarse de su furor en combate. Cada mañana, hasta el mediodía, entrenaba en el patio de armas con enemigos ficticios, otros soldados de la guardia que practicaban también allí sus simulacros de lucha. Pese al empeño en mantener la calidad de su espada, Amarilio flaqueaba y se le conocían oponentes, que ya aminoraban su ímpetu por respeto a la leyenda del héroe, ya fingían la derrota con un golpe mal errado o simplemente se empleaban con más esfuerzo del necesario. Amarilio era consciente de su merma, que durante algún tiempo achacó al ocio de la bonanza, pero cuando su vista flaqueó y se multiplicaron las canas, comprendió que algo había cambiado para siempre. Aún le restaban algunos años de juventud, pero su espada languidecía ante adversarios superiores.

Pidió a su rey que le encomendase un gran servicio, y éste, aún reconociendo el esfuerzo de Amarilio, supo que la naturaleza seguiría su curso con el valeroso guerrero, que pronto lo acompañaría en la vejez. El monarca asintió al considerar que aquel era el triste destino de todo hombre y nada se ganaba con oponerse a lo irremediable. De poco serviría una espada frágil en la paz, y menos aún en la guerra, así que deseoso de agradecer sus méritos, decidió que encomendaría a Amarilio el más valioso tesoro, su joven hija Elia, cuya arrebatada hermosura despertaba el interés de numerosos príncipes de los alrededores. Muy pronto alcanzaría la mayoría de edad y se convertiría en una princesa digna del mejor partido. La reina ya disponía una recepción a la nobleza, cuyos mejores y más apuestos representantes vendrían a pugnar por sus favores. Un enlace con cualquiera de los príncipes estabilizaría la grandeza del reino, y Elia nunca sería más bella que en aquel día afortunado. Sin embargo, en su comportamiento, la princesa aún era una niña y era preciso introducirla adecuadamente en la edad adulta. Como primera espada y hombre de confianza, el rey ordenó a Amarilio la salvaguardia y custodia de su amadísima hija. También la tutela en la fase última de su educación, que habría de dictar la reina, pero cuyo aprovechamiento y diligencia se encomendaba exclusivamente a él, que tras cumplir este cometido encontraría justa recompensa a sus servicios, en cualquier señorío o villa de su querencia. Por lo demás, no importaría en lo sucesivo el menoscabo de los años, porque desde ese instante era consejero real, como en la práctica lo había sido en tantas guerras y batallas. Amarilio permaneció pensativo, obtuvo dispensa para hablar y dijo que precisaba los servicios de un bufón. Uno de tu confianza será el adecuado, concluyó el rey.

Belarmino era el nombre del bufón, una criatura verde que mal servía para su oficio, porque ni era tullido ni menoscabado en sus formas. Mas bien estilizado y de facciones armoniosas, hubiera parecido esbelto de estirar su figura encogida, y también bello de rostro, según la armonía de unas facciones difíciles de reconocer. El maquillaje exagerado y una sorprendente habilidad para plegarse sobre sí mismo y adoptar posturas inverosímiles, lo convertían en un bufón suficiente, al menos a juicio de Amarilio, que había formulado su petición por motivos que prefería mantener en secreto. Belarmino era más cáustico que gracioso y más cínico que cortés, pero sabía envolverse en la gentileza de sus palabras, siempre floridas y apropiadas a la ocasión, despertando aplausos por su ingenio más que por su oficio burlesco. El decir oportuno y el hablar con mesura cautivaron a la princesa Elia en su primer encuentro, en el que Belarmino se limitó a expresar admiración por la belleza de su dueña y el gozo que sentía de ser su sirviente. Luego, con gran ceremonia, desplegó unos sencillos trucos de naipes que despertaron el interés y la perplejidad de la princesa, que así aceptó la compañía de Amarilio y Belarmino, caballero y bufón que habrían de acompañarla para procurar su seguridad y divertimento.

Tras despedirse del ama que la había acompañado siempre y ahora se veía relevada de sus obligaciones, la princesa Elia inició una serie de estudios previstos por su madre la reina, que le procuró los mejores maestros para completar su educación. Amarilio y Belarmino custodiaban allí donde el maestro impartía sus lecciones, ya fueran de música, dibujo, poesía o protocolo, que de todo debía saber una princesa. La exigencia de los maestros era mucha y Elia pronto se sintió desbordaba por la fatiga. Al concluir la mañana, se retiró a los jardines para descansar, y permaneció ociosa el resto de la tarde, entretenida con el piar de los pájaros y las ranas de unos estanques que se abrían entre los macizos de flores, tan coloridas y variadas que embriagaron sus ojos hasta el oscurecer. Sus acompañantes aguardaron en silencio, mientras ella, entre colibríes y nenúfares, se interesaba por el contar de sus sirvientas, que referían historias de Melitón, huido del cautiverio de una gitana, que ahora había irrumpido en un gallinero convertido en ruina con gran escándalo de aves. Cuando los campesinos se unieron para rendirlo, el oso se alzó sobre sus patas y les hizo frente, provocando gran confusión y seis heridos, que convalecían escarmentados y maltrechos.

Se cumplía un mes de clases matinales y largas tardes en el jardín, cuando Belarmino entró antes del alba en la habitación de su princesa, dormida plácidamente en un sueño que se rompió ante los destemplados gritos del bufón, que parecía declamar una letanía de rimas poéticas. Elia despertó sobresaltada y reclamó el auxilio de su guardia, que al instante llegó personalizada en Amarilio, aval de los deseos de la reina a la insolencia de Belarmino, que apresuraba a la princesa para que abandonase el lecho y lo acompañara a las cocinas de palacio. Elia protestó por un trato tan grotesco, y Amarilio le impuso silencio, mientras el bufón se plantaba ante la princesa, sacaba la lengua, agitaba los ojos y se preguntaba en voz alta si era conveniente provocar a un hombre acorazado, en referencia a su custodio. La princesa esbozó un mohín de disgusto y admitió que no. Belarmino concluyó su actuación e instó a Amarilio a que aplaudiese. Resonó un tintinear metálico, por las láminas de la coracina que protegía su torso, y los tres rieron del estruendo, y Belarmino dijo vieja lata, deberías engrasar esas protecciones. Ni que decir tiene que Amarilio protestó y que Belarmino lo llamó vieja lata una vez más, para regocijo y risa de la princesa. Después, el bufón señaló un bol de migas de pan y leche, para horror de Elia, acostumbrada a desayunos menos serviles. Por lo demás, era tan temprano que solo la jefa de cocinas se ocupaba de los fogones, y no hubo más menú que el estipulado por Amarilio.

Subieron hasta las almenas, atravesando numerosísimas estancias y ascendiendo los interminables escalones de una de las torres, hasta llegar a lo más alto del más elevado torreón, donde Elia, Amarilio y Belarmino disfrutaron del alba, al menos hasta donde lo permitió la princesa, que con sus interminables protestas ensombreció el espectáculo del sol. Después, cuando el día completó su amanecer, Belarmino dijo algo tan irreverente como Elia no protestes más, he comprobado que no sois una verdadera princesa, al menos en el sentido de la tradición, y antes de que Elia protestase por el atrevimiento, el bufón suavizaba sus palabras con algunas muecas cómicas. La princesa sonrió por la expresión ridícula de Belarmino, con ese atuendo verde y los rellenos que malograban su figura, y volvió a sonreír cuando remató la insolencia de sus palabras con una displicente mímica, tan persuasiva y acertada que convertía sus palabras anteriores en farsa. Después insistió en mortificar a la princesa sin que esta interpretara más que juego, y añadió solemnemente que se ratificaba en sus palabras acusadoras, y confesó que había ocultado un guisante bajo el colchón, como establecía la leyenda, y ella, tan princesa y perfecta que se consideraba, había dormido toda la noche sin percibir ninguna molestia en su sueño, por lo que se había ganado contemplar el alba por primera vez y emprender una vida nueva. La princesa no entendió las palabras de Belarmino, pero Amarilio hizo un gesto de asentimiento, lo que enfundado en su ruidosa vestimenta reflejaba la autoridad del rey, así que Elia asintió, Belarmino también y Amarilio, en segundo término de la escena como correspondía a su cometido prudente, se limitó a moverse para que resonaran las protecciones metálicas. Todos rieron tras el ruido de las escamas herradas.

Por expreso deseo de la reina, y por tanto con el beneplácito de rey, la princesa, asistió en compañía de sus sirvientes a todas y cada una de las clases impartidas por sus maestros, siempre arrastrada por la dictadura de su bufón, que entre chanzas dictaba sus obligaciones. Las tardes de jardín se suspendieron en favor de laboriosos repasos de lo enseñado por los eruditos, que Belarmino no solo conocía como si hubiera memorizado cada frase, sino que escenificaba hasta que la princesa era capaz de seguir sus movimientos y por tanto recordar las enseñanzas de sus tutores. Si empleaba bien el tiempo, Belarmino la premiaba con una cena digna de su condición real, donde ella escogía los platos que estimaba de su gusto, si por el contrario su comportamiento era altivo o descuidado, tras muchos halagos a su hermosura, Belarmino sentenciaba que prefería unas viandas más modestas, por motivos de templanza y ayuno, y entonces jugaba con Amarilio a elegir el menú. Cuando elegía el bufón, la princesa se alborozaba porque la elección era benévola, cuando elegía el caballero, la princesa desfallecía porque irremisiblemente era morralla frita, vísceras estofadas, y moras, arándano o grosellas, como si no existiesen alimentos más apropiadas a su alteza.

Durante las tardes de estudio pronto aconteció algo sorprendente. En el repaso a una clase de poesía, donde el bufón destacaba por su sentido del ritmo y la escenificación, la princesa recitaba un fragmento propuesto en la mañana cuando Amarilio rompió en sollozos. El caballero, tan férreo, tan bruñido y presto al combate, quedaba derrotado ante los primeros versos. Bastó una poesía sencilla, corta, anónima, que glosaba la heroica gesta de un guerrero humilde, un paladín del reino como él mismo se reconocía en un ayer muy lejano. Amarilio se recordó aclamado entre la milicia por méritos propios, bendecido con una fuerza que mucho sudor le exigía y provisto de un arrojo temerario y derrochado en mil batallas. Ahora se limitaba al entrenamiento diario y las penalidades livianas, porque ninguna guerra se esperaba en unos tiempos que rezumaban paz. De repente lo distrajo Belarmino, que supo encontrar partido de tanta desdicha y glosó la desventura en cuento, con tanto candor que Amarilio agitó su láminas metálicas en señal de aprobación a su ingenio. Después, enjugándose unas lágrimas indignas de su renombre, Amarilio admitió que aquellas estrofas irregulares le recordaban una vida que fue suya y lo hermanaban con las vicisitudes del héroe. También había sentido temor, y la convicción de que su vida presente se extinguiría en el primer instante de la lucha, como jamás ocurriera en su vida de héroe, y lo atenazó un miedo como jamás sintiera en combate. Se descubría a sí mismo incapaz de iniciar un carga, detenido en un marasmo de temores, y se reconocía como un completo miserable, tal y como el héroe de la poesía había confesado sentir en su primera vez, y esto le causaba una impresión peculiar, porque coincidía en el sentimiento del héroe en un principio, que después había superado como el héroe superó su miedo, pero con la merma de facultades renacía ese mismo miedo con una fortaleza más allá de la valentía, con una intensidad tal que irremisiblemente lo abocaba a sentirse cobarde. Era una culpa muy honda, que lo hacía dudar de sí mismo. Necesitaba una prueba de su valor. La princesa Elia y su bufón guardaron silencio, sin saber que decir para consolar a su amigo.

Inapropiadamente, por la convivencia de tantas horas de esfuerzo diario, nació una singular amistad entre la princesa, el caballero y el bufón, una amistad que era sencilla y basada en el favor mutuo. La orden de una princesa no admitía reticencias ni demoras, pero Amarilio representaba el deseo del rey, y Belarmino era su gracioso protegido, así que Elia buscó en ellos el modo de embaucar a su padre con menor esfuerzo, por lo que admitió una camaradería y familiaridad más propia de parientes que de siervos. Preocupada por esta transigencia plebeya, requirió el consejo de su vieja ama, que buscó aprovechando una tarde de asueto en la semana de clases. Coincidieron en los jardines y aprovecharon para conversar y recordar otros tiempos, mientras el ama la llamaba niña Lia y evocaba cuando la princesa se perdía a menudo en las estancias recónditas o entre los árboles del jardín, con gran alboroto y preocupación de la servidumbre, tanto que una vez rebuscaron en los aljibes, por si se había caído y acaso ahogado. Su madre corría de un lado a otro, temiéndose lo peor, mientras su padre se desesperaba al presentir la desgracia. Entretanto, los súbditos, rogando, implorando, deshaciéndose en lágrimas, hasta que apareció tras unos sacos de harina, tan inocente como si jamás se hubiera escondido. El júbilo por encontrarla eclipsó al castigo que merecía su travesura, que no fue la única, porque si había destacado por algo era por rebelde, subiendo a las almenas, corriendo por los adarves y molestando a los centinelas, que no sabían si reprenderla por distraer las obligaciones de su guardia o acatar ciegamente sus desvaríos. De todas las vicisitudes de la infancia, rieron el ama y la princesa, hasta que la vieja consejera selló sus labios con un dedo que ordenaba silencio, y la iluminó sobre el valor y la etereidad del pasado, que a nada sirve más que al recuerdo, sin que esto suponga un menoscabo a su valía. Niña Lia ríndete al destino, que de todos está escrito y nada puede obrarse para mutarlo, señaló el ama, y la princesa dio por bueno el consejo de su nodriza de tantos años. Luego, por acercarle las novedades, el ama aseguró saber sin duda que Melitón había asaltado un secadero de carne, devorando tanto tasajo ahumado que había provocado la ruina de los propietarios. Por fortuna, los hechos acontecieron en la impunidad de la noche y no se lamentaban víctimas.

Por iniciativa de Belarmino, la princesa mejoró su equitación gracias a los consejos de Amarilio y su empeño por que montase los corceles más briosos, a fin de que se familiarizara con la brusquedad de las monturas salvajes, poco acostumbradas a los protocolos y modos de la realeza. Tras la segunda caída de Elia y en previsión de que demasiado rigor ocasionase un daño más grave, Belarmino abandonó su postura encogida y saltó a la grupa del caballo, situándose tras su dueña y haciéndose con la bravura del potro, tan solo con su voz acaramelada y con un ligero golpeteo de sus tacones, para indicar al animal sus propósitos. Entonces la princesa, aleccionada por el ejemplo y las indicaciones de Belarmino, espoleó ligeramente a su montura, que pareció enfurecerse y coceó al aire, saltó encabritada y levantó las manos en un intento por desmontar a sus jinetes. Belarmino apretó su cuerpo contra la princesa al tiempo que le susurraba limítate a pensar como un caballo. Elia protestó por lo que parecía una petición insensata, y Belarmino insistió con una voz dulce y cariñosa, pidiéndole que dejase de protestar y se limitara a pensar como un caballo. La princesa pensó en zanahorias, en campiñas y establos, e imaginó a su caballo saltando y corriendo por un prado en primavera. Entonces deseó girar hacia la derecha y su montura giró a la derecha, luego a la izquierda y así fue cuantas veces quiso mudar su rumbo, hasta que Belarmino le susurró que se tranquilizase y ordenara parar a su montura. La princesa Elia escuchó las palabras de su pasajero y el caballo corrió libre, ajeno a su deseo. Belarmino murmuró otra vez piensa como el caballo, y le dijo que imaginara la hierba blanqueada por la escarcha, que pensara en cumbres nevadas y viento en las gargantas y los cañones montaraces, donde los caballos eran felices y vivían en libertad. Después piensa mi amor en los arroyos frescos, cuando relinchan las manadas y se presiente el águila en los cielos. El caballo se detuvo y Belarmino felicitó a su princesa por su facilidad para convertirse en un caballo. Después, le dijo, habéis de poner nombre a vuestra montura, un nombre que la haga digna de ser vuestra, y deberéis susurárselo tal y como yo he hecho con su alteza, para que de ese modo sepa que sois su dueña. Elia se ruborizó, porque Belarmino la había llamado amor, pero atribuyó su descaro a los privilegios de bufón y las dificultades de la doma, y lo consintió como algo intrascendente y gracioso. Luego se mantuvo pensativa y dijo que Primavera era un buen nombre.

En los siguientes días la princesa Elia pareció incómoda por las familiaridades que se había tomado Belarmino durante la doma, pero su bufón derrochaba ingenio y a todo sacaba punta con el comentario oportuno, de modo que Elia pronto olvidó la descortesía de su súbdito y no solo eso, sino que se dejó embaucar por sus palabras cuando recitaba poesía durante la tarde, o por su habilidad para la interpretación cuando escenificaba las situaciones del protocolo para que recordarlas resultase más fácil. Así supo qué responder a cada pregunta formulada, cómo eludir una sinceridad embarazosa y cuál de las aptitudes habría de adoptar ante la zafiedad de un desprecio, cosas esenciales para la vida de princesa, aunque las viera anacrónicas y sin sentido en muchos casos. Por eso agradecía que Belarmino las aderezara con una nota de humor, al imitar la torpeza de quien había bebido demasiado en una fiesta, la mirada perdida que no comprende nada o la risa explosiva de un niño sorprendido. La princesa reía mientras montaba a Primavera, reía mientras se ocultaba entre los parterres de flores y reía mientras Amarilio gimoteaba al leer poemas, motivo de cariñosa pero aguda burla de Belarmino, que no comprendía como un guerrero tan temible y despiadado pudiera haberse tornado tan manso y tierno. Amarilio sonreía y aseguraba haber descubierto un mundo nuevo con la poesía, agitaba los hombros con sonoro estruendo de las escamas, y su acusador, el bufón, volvía su fingida ira contra si mismo y se ridiculizaba en un instante, repitiendo la historia de sus antepasados bufones, siempre en una versión distinta, o cualquier otro disparate que pasaba por su imaginación.

Durante un paseo por el jardín, envueltos en el lejano murmullo metálico de Amarilio y sus láminas, Belarmino saltó ceremoniosamente ante la princesa, interrumpiendo su paso, y la instó a que describiese lo que se encontraba a su alrededor. Flores, respondió indolente la princesa. Sí, pero cuáles. De colores. No es suficiente. Cuáles, replicó airada la princesa, y Belarmino respondió que amapolas como tus labios, lirios azules como tus ojos y prímulas blancas, como tu piel. Elia enrojeció un instante, reparó en que solo eran palabras de bufón y esbozó una sonrisa que animó a Belarmino a seguir con sus juegos. Aprenderemos las flores de vuestros jardines, porque la belleza sin nombre es menor, y no es de ley que una verdadera princesa desconozca el nombre de lo que tanta dicha ocasiona. Y Belarmino anduvo entre rosas azules, blancas y rojas, para que su princesa reconociera que las tres desprendían similares aromas y mostraban formas casi idénticas, solo difiriendo en el color, que se alzaba como la verdadera diferencia entre ellas. Después, reconocido el mérito de las rosas azules como superior a los demás, Belarmino la invitó a reparar en el amarillo de los narcisos y el carmesí de las amapolas, así como otras flores similarmente bellas, como los jazmines y las silenes. Finalmente, Belarmino se apartó hacia otros parterres menos prominentes y señaló el valor de lo humilde a su princesa, mostrándole las borrajas, los analgalis y las jaras, que no por menos reconocidas desmerecían a la vista ni al olfato.

Una tarde, Belarmino se apartó del sendero entre las flores y se encaramó a una piedra enorme, quedando en suspenso casi en el aire, plegado sobre sí mismo en un intento por mantener el equilibrio en el vacío. Olvidas que soy una princesa, dijo la princesa. Nunca majestad, respondió Belarmino, y la instó a que intentase subir junto a él. Es fácil, añadió, ni siquiera deberéis emplear las manos, bastará con que penséis como una cabra. Imaginad una montaña rocosa y unas hierbas en los alto. Ved ahora la piedra que se alza ante vuestros ojos y buscad un descanso para vuestros pies. Pareció que la princesa titubeaba y Belarmino le explicó cómo buscar apoyo entre los salientes de la piedra, para ascender con seguridad y precisión. Probemos ahora algo más difícil, y el bufón se desplazó fuera del alcance de la princesa y la instó a que lo siguiese pensando como una cabra. La princesa quedó en equilibrio sobre unos pequeños asideros en la piedra, y pareció calcular sus movimientos, hasta que encadenó una serie de rápidos saltos y llegó junto a Belarmino, que la esperaba con una sonrisa y la propuesta de un nuevo juego. Abajo, Amarilio aguardaba pacientemente, fiel a su custodia. Después el bufón instruyó a su princesa sobre pájaros y telas de araña, secretos del bosque que no debían pasar desapercibidos a quien por su condición real debía saber del pueblo y su tierra.

Anunciaba la reina que los preparativos del cumpleaños se hallaban ultimados, cuando las hazañas de Melitón cobraron protagonismo en una aldea próxima. Elia sucumbió a su ansia de aventuras y persuadió a Amarilio para inspeccionar el escenario del último ataque del oso, en una aldea cercana, lo que Amarilio prometió consentir en cuando la princesa aprendiese los bailes necesarios para la fiesta en su honor, tan próxima y crucial, según el sentir de la reina. Al instante se declaró Belarmino maestro en todos los bailes, con gran desconfianza y burla de Amarilio, al que el bufón enmudeció sin más que esbozar los primeros compases de una conocida danza. Después, irguió su cuerpo encogido hasta alcanzar la calidad de bailarín y gentilmente invitó a la princesa a que lo acompañara en el baile. Con gran ligereza y donosura, Belarmino evaluó el saber de la princesa en materia de música, que se limitaba a meros rudimentos, y tomándola de la mano la introdujo en la exquisita belleza de la danza. Permitidme princesa que os llame mi amor, para familiarizados con la esencia de la música y para preveniros de las lisonjas de vuestros enamorados, se burló Belarmino. Numerosos príncipes llegarán desde tierras lejanas, y a todos habéis de admirar con los modales de vuestro baile, aunque solo a uno habréis de escoger, el que se os antojase más gallardo y digno de vuestro amor. Entretanto, Elia alza más los pies, afloja la rigidez del cuerpo y esa cabeza siempre alta, que eres la princesa y no debes regalar tu mirada. Concéntrate en este paso y sitúa la pierna de este modo para adelantarte al siguiente esfuerzo, y así una y otra vez, hasta que Elia y Belarmino se fundieron en una grácil danza que despertó el halago de Amarilio por diestra que parecía bajo la dirección y batuta del bufón, que al tiempo del baile se entretenía en esbozar la música, revelando buena voz y una destreza desapercibida para tararear melodías. Belarmino se disculpó por sus insolentes conocimientos en materia de música y danza, y lo atribuyó a las necesidades que imponía su oficio de bufón. También pidió disculpas por su tratamiento enamorado, que justificó por que así se dirigían los príncipes a sus princesas, y por tanto le convenía estar habituada a estos modos de la pasión.

Abandonaron el palacio a medianoche, por un pasadizo secreto, desconocido incluso para el rey, que habría de contentarse con un informe posterior a los hechos. Amarilio consintió en el deseo de la princesa porque el bufón despertó su orgullo al recitar una copla maliciosa que corría en boca de las cocineras y otras gentes de palacio. Amarilio buen vasallo, corre y monta tu caballo que a defenderme vas, y quizás no volverás porque Melitón esta muy fuerte y a ti da pena verte, cantaban en las tabernas y en las fiestas, como retándolo en nombre de oso, o al menos así lo sintió Amarilio, que se veía reflejado en las numerosas poesías que exaltaban su ánimo, como si sus gestas de juventud se difuminaran en el ayer y solo restase un vago recuerdo. Por eso consintió en la travesura de la princesa, porque entendía que su alma real anhelaba las últimas travesuras infantiles y no le correspondía a él negar ese deseo. Consideró que entrañaba poco riesgo acercarse hasta la aldea, y decidió transigir a la insistencia de Belarmino y los deseos de la princesa. Amalirio volvería a la realidad al concluir el pasadizo, que desembocó entre unas piedras enmarañadas por el matorral de las proximidades del palacio. Miraron hacia el castillo, engalanado para la fiesta inminente, que rebosaba de gallardetes y bandolas ondeando desde las almenas. Algunas nubes amenazaban lluvia cuando tomaron el sendero del bosque.

En la aldea, la princesa insistió en entrar en la taberna, a lo que Amarilio se opuso, porque era demasiado arriesgado para una dama, pero Belarmino alegó que la princesa usaba ropas sencillas y adecuadas para no despertar sospechas. Señalados por la fatiga de los caminos, pasarían perfectamente desapercibidos. Si les preguntaban dirían que eran peregrinos de paso hacia algún pueblo, en busca de una feria de ganado o un empleo para ganarse la vida. Se fingirían perdidos si era necesario. La princesa y él se harían pasar por hija y siervo de un comerciante adinerado, mientras que Amarilio sería escudero de la señora, por deseo de su padre, hombre de fortuna en el comercio que contaba con una discreta hacienda. Amarilio aceptó hacer de convidado de piedra, y permaneció tras sus protegidos mientras estos disfrutaban de unas jarra de cerveza, que la princesa probó por primera vez y fue de su aceptación. Algunos campesinos conversaban junto al fuego y el ambiente fue sosegado y risueño durante la cena, una sopa que atemperó el frío y una carne que la princesa comió por primera vez con las manos, por indicación de Belarmino, que había disimulado su maquillaje con barba y bigote, para no ser reconocido por su oficio. También había compuesto su figura, que aún desgarbada parecía más esbelta, al menos lo suficiente para no llamar la atención. Fue una velada agradable, en la que Belarmino hizo reír a la princesa con sus chistes y ocurrencias. Por burla aconsejó a su princesa la conveniencia de romper el protocolo en favor del incógnito, así que se aprestara a chuparse los dedos cuantas veces deseara mientras durase la carne, y que ni se le ocurriera pedir tenedores ni cuchillos, porque las gentes de allí comían sin remilgos ni cuidados. Elia obedeció emocionada por la aventura, y concluyó la cena envuelta en una locuacidad que Amarilio, a su espalda, llamó varias veces al orden con un sonoro estremecerse de láminas metálicas. Tras el postre, la posadera, una mujer rolliza y amable, les vendió dulces y una jarra de miel, que introdujo en un pequeño saco para su mejor transporte. La princesa preguntó por Melitón y la posadera aseguro que sabía por buen decir que su olfato se anticipaba a los cazadores en cualquier lugar, y que podía eliminar a un hombre en un parpadeo. En el valle se respiraba miedo, aunque otra vez lo imaginaban lejos. Pagaron y salieron satisfechos, y aunque la princesa insistió en acercarse a una taberna próxima para conocer otro ambiente y otra cerveza, Amarilio insistió que el camino era largo y la noche cerrada, así que convenía emprender la vuelta y apresurar el paso. La princesa protestó, Belarmino se encogió de hombros y Amarilio pidió silencio y paso rápido.

A mitad de un regreso invadido por las sombras de la luna, en una noche que invitaba a las ensoñaciones, Belarmino cantaba y desleía aterciopeladas palabras que despertaban la burla de la princesa, de tan lánguidas y bobas que parecían en su halago. Amarilio pidió silencio, le había parecido oír algo. Se escuchó una lechuza y el caballero dijo que en marcha, llovía suavemente y se protegieron con las capas. Mala noche para aventuras, dijo Amarilio en voz alta, y Belarmino asintió, súbitamente enmudecido por la sospecha de un peligro. Continuaron andando entre las fatigas del barro durante un largo trecho, hasta que al atravesar unos charcos Amarilio empuñó su espada y se puso en guardia. Belarmino también calló, y la princesa, que supo entender la oportunidad del silencio.

Melitón salió de unos arbustos y avanzó directamente hacia Amarilio, que aguardó espada en mano, dispuesto a terminar con la bestia, pero el oso paso junto a él a la carrera y se limitó a golpearlo en la rodilla. El hierro chirrió y Amarilio cayó a tierra sin acierto en frenar al oso, que continuó hacia donde se encontraban la princesa y Belarmino, que ya corría a interponerse ante su dueña. No os mováis mi princesa, cerrad los ojos y apenas respiréis. Melitón los esquivó en el último instante, rehuyéndolos con un quiebro de su carrera. Otra vez atacó y la princesa quedó inmóvil, paralizada por el terror. El oso corrió enloquecido, atacándola y eludiendo su encuentro cuantas veces quiso. Belarmino imitó el andar plantígrado y lateral del oso, con pasos que parecían danza y se interpusieron ante su dueña. Princesa, mi amor, dijo, piensa como un oso que en eso nos va la vida, y Belarmino atrajo la atención de Melitón, que arremetió contra él y lo eludió en el último instante, como si en realidad no le pretendiese ningún daño. La princesa continuaba inmóvil.

Puesto de nuevo en pie a pesar del lastre de su peso metálico, Amarilio se interpuso entre el oso y su señora, haciendo frente a los gruñidos desaforados de la bestia con su valor de siempre y la escasa protección de su jubón herrado, y de nuevo cayó a tierra cuando Melitón lo rodeó para acometerlo por la espalda y derrumbarlo bajo su peso. Después el oso olió a Amarilio y pareció olvidarlo a su suerte mientras se giraba de nuevo hacía la princesa y Belarmino, que permanecían inmóviles mientras el caballero luchaba por levantarse de nuevo y Melitón se alzaba y gruñía para imponer su autoridad. Piensa como un oso mi amor repitió el bufón y la princesa pensó en cachorros que aprenden algo nuevo cada día, en comer, protegerse, sobrevivir, en una grulla en el río, neblina al amanecer, pasos en la nieve y lobos a lo lejos, entre la hierba alta, descubiertos por el viento. Elia supo que los osos pueden olfatearte desde cualquier lugar y son capaces de eliminarte con un simple abrazo y también aceptar que formes parte de su vida.

Otra vez intervino Amarilio y fue derrotado en un instante, con gran alboroto de hierros, porque, pese a la aparente parsimonia de sus movimientos, en realidad Melitón era muy rápido, tanto que pronto se vio que no tenía posibilidad de derrotarlo en la corta distancia. Con una lanza o una ballesta hubiera sido diferente, pero así, solo con la espada era imposible contener al oso, parecía que hubiese participado en muchas luchas y supiera como cuidarse de un caballero y su espada. Amarilio se derrumbó envuelto en un estrépito de láminas abolladas. La princesa retrocedió y el bufón también, saltando para distraer la atención del oso con sus saltos. El bufón estaba perdido, a merced del furor del oso, que ya se dirigía hacia él y lo consideraba su presa. Entonces, sin saber por qué, la princesa atrajo la atención de la bestia. El bufón gritó entrégale la bolsa mi amor, e instintivamente la princesa entregó la bolsa al oso, que la tomó bruscamente, como los osos toman las bolsas, como si quisieran atrapar un pájaro en el aire. Me llamaste mi amor, mi amor, exclamó la princesa, que no daba crédito a lo que habían escuchado sus oídos ni dicho sus labios. Os traté según acordamos en nuestro juego del baile, y ahora retroceded lentamente, mientras el oso se entretiene con la bolsa, ha olido la miel de la posadera, por eso nos siguió, en busca de los olores del dulce. Melitón había roto la bolsa y golosineaba con la miel y el bizcocho.

Regresaron al palacio por el mismo pasadizo que facilitó su salida, y decidieron mantener en secreto su aventura, bastante peligrosa como para preocupar a la reina por lo que no había sucedido y por tanto podía olvidarse sin más que encomendarse al silencio. Un buen acuerdo, propuesto por la princesa, con el que todos saldrían ganando, aunque por diferentes motivos. Amarilio, con sus protecciones maltrechas por la derrota ante Melitón, aseguró que pasaría por el herrero para recomponer sus defensas, y que comunicaría a la reina su predisposición a dar por concluido el aprendizaje de la princesa y por tanto el servicio encomendado por su majestad. Se preguntaba que había sido peor, si la poesía que trastocaba sus emociones o la dicha de la vejez malograda por la memoria infausta del oso. Lo oportuno y elegante era retirarse y emprender una vida más pausada, porque los hechos imponían una evidencia que avergonzaba al caballero de antes. Luego Amarilio se despidió de su princesa hasta la fiesta de su mayoría de edad, que acontecería al inicio del verano. Belarmino retomó su papel de danzarín enamorado para despedirse con unos versos al amor que había escrito para deleite de su dueña.

Durante las siguientes semanas, la princesa se ofreció a las modistas, los peluqueros y cuantas autoridades del vestir y acicalarse propuso la reina. Entretanto, un acelerado faenar de albañiles, carpinteros y otros artesanos ultimaban los preparativos para su cumpleaños. Pronto llegaron los artistas que animarían la celebración. Músicos, bailarines, prestidigitadores, acróbatas y otro sinfín de distracciones para los invitados y dignatarios de los reinos vecinos, que asistían para honrar su mayoría de edad y ofrecerle un presente. Según la reina, debería escoger a quien fuese de su agrado para satisfacer los deseos de su padre, que establecería lazos políticos de gran provecho en el futuro, pero apenas se sentía obligada por este deseo materno, porque el rey había ordenado llevarla ante su presencia para advertirle que no debía sentirle obligada a comprometerse en este primer encuentro con los príncipes, que habría de considerar como meros pretendientes, sin necesidad de inclinarse por preferencia alguna. Luego la despidió con un beso de buenas noches y le deseó suerte en su elección.

El día de su cumpleaños la princesa se levantó antes del alba y desayunó apresurada por presenciar la salida del sol desde las almenas, como hiciera con Amarilio y Belarmino durante varios meses. Los echó en falta y reconoció su compañía grata mientras permanecieron a su servicio. Añoraba las bromas continuas de Belarmino y la seriedad tintineante de Amarilio, siempre tan correcto y eficiente. Después sus ojos recalaron en una vela blanquísima que se alzaba en la lejanía marina, rumbo hacia un puerto seguro en la costa próxima al palacio. Lo consideró una señal de buen augurio, y se apresuró a bajar de las almenas y presentarse ante sus sirvientas, porque aún habían de lavarla, secarla, perfumarla, pintarle las uñas de las manos y los pies, esculpirle el cabello con el tocado decidido por los peluqueros, introducirla en un vestido de sedas y encajes primorosos y marfiles, espolvorear su rostro, acicalar su mirada y enjoyarla adecuadamente, como correspondía a una princesa que escogía a su príncipe. Superados estos pesares, Elia sonrió al comprender que había llegado el momento, contempló su imagen ante el espejo y se supo radiante y dispuesta para iniciar una nueva vida.

En la tribuna, junto al lugar de preeminencia que le correspondía a la izquierda de su padre, la princesa escuchó el discurso admonitorio y fervoroso que la adentraba en la edad adulta, leído por un fraile reconocido por su piedad y ayuno. El rey declaró iniciados los juegos, y al instante la explanada entre las tribunas y las gradas se inundó de malabaristas, funámbulos, comedores de fuego, lanzadores de puñales y otras atracciones que despertaban el entusiasmo del público. Se sirvieron algunas bebidas y unos manjares ligeros, porque el verdadero festejo empezaría a continuación. Tras este primer refrigerio, desaparecieron los artistas y se tendió una alfombra roja para honrar a los príncipes, que entraron envueltos en sirvientes, precedidos por criados que portaban valiosos obsequios, incluso un caballo de pura sangre que le ofrecieron para las cuadras reales. Muchos dignatarios desfilaron con gran boato y magnificencia, mostrando su gentileza y narrando algunas de las hazañas de sus antepasados. Se sucedieron los árboles genealógicos, las certificaciones de pureza de sangre y cien listas de difuntos ilustres, sin que ninguno de estos méritos reclamase la atención de la princesa, que ya se retiraba cuando un último invitado suplicó su atención.

El príncipe Iris llegaba sin más compañía que un guerrero que vestía una armadura blanca, con gola, guanteletes, escaracelas, cangrejos, glebas y cuanto se precisaba para convertirla en completa. También morrión y visera, que ocultaban su rostro mientras se mantenía inmóvil a la espalda de su señor. El príncipe se disculpó por la parquedad de su séquito, reducido a un mero guarda personal, lo que había convertido en breve un viaje que de otro modo le hubiera impedido rendirse ante su dueña en la fecha establecida, porque cualquiera que fuese la elección de su señora, le había bastado contemplarla un segundo para reconocerse vencido por su belleza. En prueba de su amor le ofrecía un anillo de compromiso, que portaba una valiosa joya perteneciente a su familia desde un tiempo inalcanzable, y el príncipe Iris tendió a la princesa Elia un enorme rubí engastado en una sortija de oro, tan grande que sobresalía al dedo anular de la princesa. Elia sonrió tímidamente al recrearse en la feliz incandescencia de la piedra sobre su mano, y respondió al presente con un pañuelo que desanudó de su cuello y anudó al brazo del príncipe, que luego de una reverencia se retiró junto a los demás príncipes. La princesa entornó la mirada y reconoció íntimamente que el príncipe Iris había sido de su agrado.

Antes de que pudieran servirse nuevas viandas o anunciarse la reanudación de los espectáculos, se escuchó un alboroto en la tribuna, y gritos de pánico y chillidos de autoridades asustadas. Melitón, surgido de la nada, desbarataba los maderos de una grada y sembraba el pánico a su alrededor. Algunos príncipes corrieron a protegerse, otros buscaron un arma con que hacer frente al oso, pero solo el príncipe Iris y su guerrero se abalanzaron efectivamente hacia Melitón, esquivándolo y confundiendo su furia a la espera de doblegarlo. De repente, el oso corrió hacia la tribuna de los reyes y la princesa intentó confundirse entre sus damas. El guerrero se interpuso y Melitón se alzó sobre sus patas traseras, mostrando el tamaño enorme y su temible ferocidad con un gruñido que sobrecogió a los presentes. La armadura rechinó ante el envite del oso, y los brazos del guerrero quedaron trabados por el abrazo de Melitón, con la espada empuñada y firme, pero sujeta e impedida de escapar. Luego, el metal durísimo chirrió, la espada tembló en la mano que forcejeaba, y la armadura crujió al hundirse por la terrible presión. Por fin, el oso se desprendió del guerrero con un golpe seco y brutal, que le arrancó parte de las protecciones de su cabeza. La princesa Elia se encontraba indefensa y expuesta al peligro.

Melitón se detuvo ante la princesa y gruñó suave, sin rastro de la ferocidad que había exhibido antes, y en ese preciso instante el príncipe Iris irrumpió en la escena, tan ágil y rápido que la princesa lo reconoció como una silueta afortunada, que ejecutaba unos arriesgados saltos ante los ojos del oso y escapaba hacia un lateral para atraer su atención. Entonces la princesa, gritó piensa como un oso, y el príncipe Iris respondió piensa tú por mí mi amor, que me va la vida en ello, y al instante Elia supo que hablaba con Belarmino, y creyó que el alma de su bufón se había encarnado en el príncipe, y sin tiempo para más pensar imaginó praderas llenas de flores, riachuelos de aguas cristalinas, macizos de adelfas silvestres donde zumbaban las abejas. Por instinto tomó un enorme pastel, roto junto a una de las mesas, y corrió hacía Melitón ofreciéndoselo con las manos. El oso se detuvo y giró hacia Elia cuando Amarilio llegó rebelándose el guerrero del príncipe Iris, que había perdido el yelmo con el último manotazo de Melitón, y aún trastornado regresaba para proteger a su princesa. Entonces el oso aventuró un golpe y Amarilio cayó de rodillas entre el oso. Elia llegó hasta el derrotado Amarilio y tendió el pastel a Melitón, que olfateó el aire y luego tomó el dulce que le ofrecía la princesa. El príncipe Iris pretendió sumarse a Amarilio para sujetar la cabeza del oso, que se limitó a seguir comiendo su pastel, ajeno a los esfuerzos por distraer su gula. Luego Melitón se desprendió de quienes lo sujetaban con más deseo que fuerza, y lamió las manos de la princesa, manchadas de bizcocho y nata. Antes de que la guardia del rey atacase al oso, el príncipe Iris aseguró que solo era un animal perdido, que debidamente alimentado tornaría su fiereza en mansedumbre, y tomó del suelo otro pastel que tendió al oso, engolosinado por la comida que llegaba a sus fauces. Apenas saciado y atemperada su hambre, Melitón permitió que Elia e Iris lo acariciaran sin temor, ante el asombro de los presentes, ensimismados por comprender que aquella bestia terrible se doblegaba ante la belleza y magnificencia de los príncipes.

Poco más puede añadirse a la historia de Iris y Elia. Los reyes escucharon las explicaciones de Amarilio y Belarmino, que resultó ser un príncipe que viajaba de incógnito, con quien había cruzado armas en la aérea angostura de un puente sobre los rápidos del río, con final tan sorprendente y cómico que hubieron de salvarse de morir ahogados, y en su forcejear y ayudarse entre las aguas quedó trabada una amistad. Por conversaciones de jinetes que cabalgan juntos, Amarilio supo que el príncipe Iris venía atraído por la belleza y lozanía reconocidas a la princesa, aunque receloso por algunas murmuraciones que la tildaban de caprichosa y soberbia. También lo descubrió noble y sensato, y dotado con un habla instruida y un ingenio alegre. Cuando su rey le confió la misión de servir de instrumento a la educación de la princesa, pensó al instante que el principie Iris sería mejor compañía que la suya, y que el oficio de bufón era bueno para trabar un conocimiento desenfadado y más propio de la juventud. Después los arrastraron los acontecimientos y la simpatía de la princesa. El rey asintió satisfecho del buen fin de la historia, y todo concluyó con los mejores deseos para la pareja de los príncipes enamorados. Amarilio encontró su retiro en un valle entre montañas que fue también del agrado de una cocinera amante de sus virtudes, y Melitón halló lugar en el blasón del rey y hartazgo a su glotonería en los bosques de palacio, donde nunca le faltó con qué saciar su hambre y recobrar la mansedumbre. Iris y Elia supieron pensar el uno como el otro, heredaron un reino doble al que ya tenían y vivieron felices para siempre.


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