Google+ Literalia.org: Kalhat III

viernes, 31 de octubre de 2014

Kalhat III

- III -

Adsler Krockner, el maestro, el genio, el hermano que escapa a las normas de los hombres. Su silueta encapuchada aún aletea en mi memoria con la intensidad de la primera vez que mis ojos descubrieron su presencia, y el eco de sus palabras resuena en mis oídos con la elegancia de cuando descubrió mi secreto.

―Es inútil. Ha borrado sus huellas. No tenemos pruebas que corroboren nuestras acusaciones. Solo tú y yo conocemos la identidad del asesino. Debemos esperar. Antes o después nos respaldará la evidencia.

Nuevamente me he adelantado a los acontecimientos. La premura por descubrir a los personajes de esta historia, el caos que renace del recuerdo y la infinita torpeza de mi elocución, lejos de excusarme ante los testigos que juzgarán el interés de mis revelaciones, acrecientan la gravedad de mi falta y me sumergen en las aguas del egoísmo y la intransigencia. Si fuese un hombre joven, si aún no hubiese descubierto la traición del tiempo, no dudaría en regresar al instante en que se ocultó la última luna llena y supe que el bálsamo de las nieves había triunfado sobre el veneno del licántropo. ¡Qué júbilo exultante! ¡Qué plenitud porque mi destino se arropaba con la vulgaridad de todos los destinos! Pero la felicidad del reencuentro con mis padres y el orgullo con que mostraba las cicatrices de mi hombro deberán permanecer entre los secretos del pasado.

Tampoco exigiré de mi pulso la continuidad del relato. ¿Qué importan una semana, un mes o un año ante la inminencia del ocaso? Los hechos que entonces fueron relevantes se difuminan y alteran para conformar nuevos hechos que, aún desapercibidos en su momento, ahora se perfilan en mi memoria como el verdadero inicio de lo anunciado por los profetas. El abrazo de mi padre y las lágrimas de mi madre se desvanecen ante las congratulaciones del Predicador.

―¡Muchacho, has escapado a la peor de las muertes! ¡Todos hemos suplicado por tu restablecimiento!

¿Por qué habrían de impresionarme estas frases anodinas? Durante aquella semana las había escuchado de los prohombres que destacaban en la vida social, de los campesinos, los alfareros y los maestros en el arte de curtir las pieles de los animales. Felicitaciones a las que yo apenas replicaba con un tenue agradecimiento antes de que se deslizaran al olvido, felicitaciones que ahora encendían mi conciencia y proclamaban que el Predicador se enfrentaría pronto a la muerte. ¿Cómo vislumbré el futuro con una certidumbre inquebrantable? ¿Qué presagio me reveló la verdad? No encuentro en las palabras del Predicador presagios que alertaran mis sentidos. Sus ademanes fueron tan parcos como se espera de un iluminado por la fe. Ningún sobresalto distorsionó la quietud de su rostro, y tras la dureza de su mirada solo se vislumbraban la benevolencia y la cordialidad. Pero muy pronto arderían las velas funerarias en su honor y lo enterraríamos a las afueras de Kalhat, convirtiéndose así en la primera víctima de la maldición que pesaba sobre nosotros.

Esperé a que se confirmaran mis sospechas. Durante dos semanas elevé los ojos hacia la cima de la colina y aguardé a que la silueta del templo aliviase mis temores al amanecer, cuando las sombras clareaban en el horizonte. Los torreones de piedra recortados contra el cielo, cuya visión bajo aquella luz me hubiera sumido en el espanto poco antes, ni siquiera suscitaban en mi ánimo una sombra de inquietud. El tejado de pizarra, las penumbras que envolvían el atrio y el perfil de los campanarios, apenas eran elementos del paisaje donde se concretaría la tragedia. Mi vigilia terminaba cuando el Predicador abría las puertas del templo y un soplo de aire invernal se elevaba por el interior de las bóvedas y los torreones, como si el renovarse de los aires estancados fuese la señal de que ningún peligro amenazaba nuestra convivencia. Después, la mañana descendía sobre las tierras de Kalhat y, ya envuelto en la caricia de las sábanas, escuchaba el removerse de mis padres en el lecho, el fluir de las aguas distantes y el arrullo de los trinos que rompían el silencio de los bosques. Y cuando los primeros rayos de sol calentaban la tierra, me envolvían los efluvios de todas las esencias. Olores de resina y madera, olores de flores exuberantes, de almizcle y espliego, de peñas agrestes y manantiales de agua templada, olores tan distintos a los olores que se presentían entre las fragancias nocturnas, que despertaban en mí el asombro y la admiración ante las maravillas del viento. No acierto a explicar cómo entre un millar de fragancias puede distinguirse el inequívoco perfume del sol, ni como el mismo torbellino de fragancias puede envolverse con los efluvios de la luna. El olor del sol es áspero, el olor de la luna es dulce.

Una noche, poco antes del crepúsculo, el desasosiego del licántropo me envolvió como un fuego que incitaba a cobijarse entre el ramaje de los árboles. Perdido en una inquieta duermevela, alcancé la madrugada en la certeza de que se confirmarían mis temores. El mismo sueño se repitió con insistencia. Un desfiladero donde la lujuria de las plantas ocultaba las aristas de las rocas, el torrente que serpentea sobre una cortina de hiedra, la laguna de aguas cristalinas y yo, oculto entre la floresta de una pared alzada hacia las alturas del desfiladero. Ningún murmullo, ningún rumor, solo el alboroto lejano de los pájaros y el zumbido de los insectos. La hojarasca anuncia la proximidad de una presa. Contengo la respiración, se prolonga la espera durante unos segundos. Hasta que un cervatillo abandona la espesura y avanza hasta situarse a mi alcance. Un salto y la presa será mía.

Desperté sobresaltado en mitad de la madrugada. Me precipité hacia la ventana y contemplé la silueta del templo. Instantáneamente supe que se había consumado la tragedia. Abandoné mi cuarto, crucé junto a la habitación de mis padres, abrí la puerta sin que ningún sonido delatase mi vigilia y me encontré bajo el aliento de las estrellas. Una brisa suave traía el aroma de la muerte. También, mucho más intenso, percibí un olor entre salado y agrio. Mientras ascendía hacia la colina me preguntaba cómo había presentido con tanto acierto la fatalidad. Recuerdo la imagen de unas retamas, un grupo de piedras que se amontonaban para configurar una forma fantástica, y las huellas de un animal entre la maleza. Por fin, alcancé el escenario del crimen.

Me dirigí hacia el centro de la explanada que se extendía ante las puertas del templo y me detuve ante el cadáver que aguardaba mi llegada. El rostro del Predicador, aún desfigurado por el pánico, mostraba una solemnidad que difícilmente se ajustaría a mi descripción. En sus facciones, la inequívoca faz de miedo se fundía con la templanza, como si la violencia de la muerte no hubiese podido arrebatarle la paz que había cultivado durante tantos años, o como si el ejercicio de una existencia consagrada a la virtud sirviera para adecentar el absurdo de un fin incomprensible. Solo los canallas mueren a la intemperie, pero allí yacía el cuerpo desmadejado y roto del Predicador, sobre un cristal de escarcha, sin otro destino que alimentar a los carroñeros y exhibir sus entrañas hasta que un alma bondadosa ocultase la crueldad de su muerte.

Una herida había bastado para descubrir la intimidad de las vísceras. No experimenté ninguna repugnancia ante el desorden de sus intestinos, ni ante la imagen de unos órganos que aún se agitaban en sus convulsiones postreras. Me ruboricé al sentir que un delicioso placer surgía desde las profundidades de mi conciencia. Un placer que mi mente negaba con la fuerza de la razón, pero mi instinto acogía con el deleite del paladar que se inclina ante el más apetecible de los vinos. Intenté que la piedad se impusiera a todas las consideraciones, pero no acerté a reproducir el vértigo que un mes antes me hubiera asaltado en aquellas circunstancias. Ni un atisbo de misericordia, ni el consuelo de una tristeza redentora. Los sentimientos humanos habían desaparecido de mi alma. Y lo que aún era más aterrador, aquella convicción ni siquiera suponía para mí la molestia de una incomodidad. Sentí una presencia cercana y dirigí mi mirada hacia las sombras del atrio. Una figura me observaba atentamente.

―¿Por qué lo has hecho? ¿Quién eres tú para arrebatarle la vida? ―grité mientras me dirigía a su encuentro.

―¡Tu ingenuidad es conmovedora! ―me respondió―. Al instante, por la cadencia de sus palabras, supe que no era culpable de aquella muerte.

―¿Quién entonces? ¿Y por qué?

―Ante todo, mi nombre es Adsler Krockner y nací en las tierras de Ashengold. Soy un peregrino en busca de respuestas.

―Poco me importan tu nombre o tu cuna. ¿Viste cómo escapaba el responsable de esta carnicería? ¡El Predicador era un hombre bueno! ¿Reconocerías el rostro del asesino entre los rostros de la multitud?

―No he visto al asesino. Ni tampoco he presenciado el crimen. He llegado tarde.

―¿Has llegado tarde? ¿Cómo lo sabías?

―El destino de este infortunado estaba escrito en el aire. Tú mismo lo descubriste hace ya algún tiempo.

―No creo tus palabras. ¿Qué ocultas tras esa capucha que me impide contemplar tu rostro?

―¡Nada! ¡La capucha me protege del frío! ―el extranjero se desprendió de la capucha.

Su rostro correspondía a un varón de mediana edad. Aunque la juventud ya había cedido definitivamente ante la madurez, en sus facciones se adivinaba el chisporroteo de la inocencia. Una barba discreta y grisácea otorgaba a su semblante la misma firmeza que se desprendía del timbre de su voz.

―¿Y bien? ¿He superado tu examen?

―¡No! ¿Quién sino tú pudo cometer este atroz homicidio? ¡Nadie que conociese al Predicador habría cometido un crimen tan vil!

―Todos podemos cometer un crimen. Yo no soy especialmente fuerte. ¿Crees que habría podido infringirle esas heridas? ―alegó mientras señalaba el cuerpo del Predicador.

―Supongo que no. Parecen las heridas de un animal.

―Sabes que ningún animal ha rondado por las inmediaciones de Kalhat.

Adsler Krockner esbozó una sonrisa y pensé que un aura extraña envolvía la figura de aquel desconocido. Cuando agitaba las manos o arqueaba las cejas para expresar la perplejidad que le producían mis afirmaciones, yo apreciaba en cada uno de sus gestos el beneplácito o la repulsa que mis palabras infundían en su ánimo. Instintivamente supe que mi interlocutor ya había desentrañado los pormenores de un crimen que para mí aún se envolvía con el misterio de lo inesperado.

―¿Inesperado? ―y Adsler Krockner había seguido el flujo de mis pensamientos.

―¿Cómo?

―¡No importa el cómo! ¿Inesperado? ¡Sabías que a este hombre le aguardaba la muerte! ¿Por qué llegaste aquí antes que tus vecinos? ¿Por qué acechabas en la quietud de la madrugada?

―¿Soy el culpable? ¿Me venció el espíritu del licántropo? ¿De nada sirvió el bálsamo de las nieves?

―No insistas en tu ignorancia ―interrumpió Adsler. ―Conocías el destino de este infortunado porque habías olido el hálito de la muerte en su persona.

―¿El hálito de la muerte?

―Un olor que ni siquiera sabrías identificar, pero que te advirtió de esta tragedia.

―Pero si yo no soy el asesino y tú tampoco, ¿quién entonces?

―Agudiza tus sentidos, la respuesta a tus preguntas aún flota en el aire.

Durante unos instantes contuve la respiración. Apenas desapareció el sopor que embriagaba mi olfato, permití que se me revelase la identidad del asesino.

―¡Despertemos al pueblo! ¡Su crimen no puede quedar impune!

―Es inútil, ha borrado sus huellas. No tenemos ninguna prueba que corrobore nuestras acusaciones. Solo nosotros conocemos su identidad. Debemos esperar, antes o después nos asistirá la evidencia.

―¡Algo debemos hacer! ―balbuceé sumido en el desconcierto.

―Vámonos ahora. Regresaremos más tarde, cuando Kalhat descubra el horror de esta muerte.

En el horizonte se presentían las primeras luces del alba, un millar de olores flotaban en el aire. Olores confusos, olores entremezclados, olores difíciles. Y entre todos los olores, el olor agrio y salado del asesino.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Que la nobleza sea contigo, amable lector, ten paciencia con este triste anciano, disculpa su ignorancia y trátalo con misericordia. (Cuida tu ortografía, te vigilan ... los otros).