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sábado, 14 de marzo de 2015

Kalhat XII

- XII -

Pocos días después, nuestra espera encontró su recompensa cuando una decena de jinetes nos despertaron con el alboroto de sus cabalgaduras. Resonaron unos golpes en la puerta. Abrí, todavía envuelto en sueño, y me encontré frente a Elm, que deseaba conocer a mi maestro. Era la primera vez que el tirano relegaba las formalidades del trono y descendía hasta sus súbditos.

―¿Vive aquí el extranjero que responde por Adsler Krockner? ―preguntó Elm con una cortesía que provocó mi estupor.

―Vuestras informaciones son acertadas. Aquí vive Adsler Krockner ―acerté a responder.

―Quisiera conocerlo.

―Señor, disculpadme, me ha turbado vuestra presencia ―me excusé en previsión de que un comportamiento poco solícito causase enojo. Sus ojos, tan negros, me parecieron extraviados―. Pasad a vuestra humilde posesión. Aunque no dispongo del espacio necesario para honrar a mi señor, procuraré atender vuestras necesidades.

―No os esforcéis en complacer mi capricho, solo deseo entrevistarme con Adsler Krockner ¿Es tu maestro? Me aseguraron que lo acompañaba un discípulo.

En ese instante, Adsler salió hasta el umbral de la puerta y simuló que me amonestaba por desatender las formalidades de la hospitalidad. Después sonrió al déspota y lo invitó a entrar en la vivienda.

Elm se acomodó en un asiento junto a la chimenea y aguardó a que mi maestro encendiese el fuego del hogar. Contempló la estancia durante unos instantes e inició la conversación expresando su gratitud.

―Me consta que sois el sabio más grande de nuestro tiempo. Sin vuestra intervención, me habría adentrado en el reino de los muertos. Sé que desdeñáis los cumplidos superficiales, por lo que no insistiré en mi gratitud. Estoy aquí para cumplir mi promesa y otorgaros una recompensa por vuestros servicios ―concluyó Elm con un estremecimiento de su rostro, aún consumido por la postración. Los huesos de sus pómulos resaltaban bajo las mejillas, el cráneo parecía recién afeitado y los arillos dorados de sus orejas continuaban reclamando mi atención. Su mirada me pareció perturbada.

―No merezco ninguna recompensa porque os traté como a cualquiera de mis pacientes. No guardé deferencias especiales ni protocolos extraordinarios. El antídoto que salvó vuestra vida es el mismo antídoto que erradicará el mal de la lluvia roja.

―Sin embargo, tan docta contribución al saber es digna de reconocimiento. Permitidme compensar vuestros desvelos. En mi nombre y como voz de los habitantes de Kalhat ―insistió Elm.

―Mi paso por la ciencia es demasiado torpe para merecer honores ―respondió Adsler―. Declino cualquier recompensa que enturbie el desinterés que rige mis estudios, y os ruego que no consideréis mis palabras como un agravio a vuestra persona.

Elm guardó un prolongado silencio. Me pareció que reflexionaba sobre la humildad de mi maestro. Tampoco yo comprendía las palabras de Adsler. Rechazar la invitación del tirano entrañaba un riesgo que admitiría el calificativo de temerario, pero la experiencia demostraba que las intenciones de Adsler no siempre eran sencillas.

―Quizás mi maestro no desea una recompensa material ―me atreví a sugerir.

―¡Eso es muchacho! ¡Ningún tesoro complace a quien obedece los dictados del espíritu!

Adsler me amonestó por mi intervención y supe que había acertado en mis suposiciones. En sus reproches no se ocultaba la censura sino el agradecimiento.

―¿No os opondréis a que complazca vuestras inquietudes inmateriales? ―preguntó Elm.

―Si os preocupaseis por el destino de Kalhat...

―¿El destino de Kalhat? ¿No os comprendo? ¿Acaso no depende el destino de Kalhat de mi voluntad? Yo la convertiré en la más envidiada de las ciudades, y el fulgor de su nombre resplandecerá en la historia de los pueblos.

―Sin duda que refulgiría por vuestros méritos ―y la adulación de mi maestro era preludio a sus críticas―. Pero, y no quisiera propiciar vuestra ira, me temo que nuestro destino se encuentra amenazado por un peligro que ni siquiera alcanzáis a sospechar.

―¿Un peligro? ―y la incredulidad afloró al semblante de Elm―. Mi tropa se enfrentará a cualquier peligro.

―Sospecho que fracasaría en esta empresa.

―Ya había advertido que mis soldados adolecen de una cierta relajación en la esencia militar. Siempre he considerado que la disciplina es la virtud que transforma a una horda de maleantes en el más eficaz de los ejércitos. Ordenaré a mis generales que practiquen las artes de la guerra con ejercicios gimnásticos y simulacros de lucha.

―Sin duda que tales medidas mejorarían la condición de los hombres, pero no existe ejército capaz de amenazar vuestros dominios.

―Mis generales corregirán estas irregularidades ―repitió Elm varias veces, mientras se acarciaba con ambas manos la cabeza, en un gesto que delataba temor y perplejidad.

―Vuestros soldados no tendrán que medirse con ningún ejército extranjero. Al menos, no un ejército en el sentido tradicional de la palabra.

―No os comprendo. ¡Explicadme!

―¿Conocéis la amenaza que pesa sobre Kalhat? ―preguntó mi maestro.

―La Muerte Negra solo es un desvarío que se transmite de generación en generación ―respondió Elm.

―Con el debido respeto a vuestra autoridad, lamento advertíos que la leyenda es tan cierta como que sois amo y señor de estas tierras.

―¿Y en qué consiste esa amenaza? ¿Por qué mi ejército no podrá vencer a sus enemigos?

―Vuestros soldados jamás podrán competir con las hijas de la Reina Negra. No se enfrentarán con un ejército de hombres, sino de bestias.

―Ninguna bestia conoce las artes de la estrategia, verdadera ciencia que alienta el corazón de un ejército.

―Las panteras de la meseta de Nom son criaturas racionales. Obedecen a su reina, la más cruel de las fieras engendradas por la naturaleza.

―Mi ejército es diestro en la caza de alimañas salvajes. ¡Será como si nos entretuviésemos en un juego de habilidad!

―¿Quién de vuestros hombres se enfrentaría a una pantera que alcanza la alzada de un buey? Y de estos valientes, ¿cuántos la vencerían si atacase por la espalda? ¿Y si no fuese una pantera, sino cientos de panteras, organizadas por una voluntad única? Desengañaos mi señor, no existe ningún ejército sobre la tierra capaz de enfrentarse con las hijas de la Reina Negra. Frum, Ashengold y Prim también eran ciudades que contaban con el mejor de los ejércitos. Su gloria se extinguió durante una madrugada.

―¿Acaso hemos de resignarnos a una suerte adversa? ¡Existirá un modo de contrarrestar tan terrible amenaza! ―exclamó Elm―. Quizás, aunque sea una respuesta vergonzosa al ataque del enemigo, convendría abandonar Kalhat hasta que se desvaneciese el peligro. O buscar una alianza con otras ciudades malditas.

―Huir no serviría de nada. Ni siquiera serviría que los habitantes de Kalhat se diluyesen en el olvido. Las panteras seguirían nuestro rastro hasta que ningún hijo de Kalhat hubiera sobrevivido a la maldición. Vuestra segunda idea es mejor, pero cada una de las ciudades escogidas se encuentra a muchas jornadas de cualquier otra ciudad. No tendríamos tiempo para enviar mensajeros, ni para entrevistarnos con sus mandatarios ni para convocar sus ejércitos.

―¡Es preciso que exista una respuesta a la amenaza! ¡Siempre hay una alternativa! ¡Sois sabio entre los sabios! ―y Elm me pareció temeroso mientras gesticulaba de un lado a otro.

―Vuestra consideración hacia un pobre anciano es desmesurada ―recalcó mi maestro―. Solo soy un aprendiz de los secretos de la naturaleza.

―Un aprendiz aventajado ―puntualizó Elm―. Sospecho que sabéis cómo derrotar a la maldición.

―Reconozco que me alientan algunas esperanzas, pero a veces sospecho que mis presunciones se encuadran mejor entre la demencia senil que entre la luz de la razón ―reconoció Adsler, y su modestia arrancó la sonrisa de Elm y la mía. Sentí un escalofrío al contemplar la dentadura rota del tirano y sus ojos extraviados, y recordé que había perdido dos dientes en un accidente infantil.

―Me sentiría honrado si compartieseis conmigo vuestros pensamientos ―admitió Elm, adoptando una expresión que me pareció falsa.

―Las fechas son las únicas armas que podrían contrarrestar el ataque de las panteras ―reconoció Adsler.

―¡Pero una fecha jamás será tan efectiva como una lanza o un hacha! ¡Sus heridas son insignificantes ante los destrozos de la espada! ―me atreví a discrepar.

―Una flecha puede envenenarse. Mi afición a la herboristería me ha conducido en numerosas ocasiones hasta los venenos de las plantas. Algunos de estos venenos son extremadamente rápidos. Y no olvidemos que la flecha permite que el ataque se efectúe a gran distancia.

―¡Un batallón de arqueros derrotaría a las bestias! ―exclamó Elm.

―Os equivocáis, mi señor. Sin duda porque no conocéis la naturaleza de nuestras enemigas ―corrigió mi maestro―. Las hijas de la Reina Negra eludirán el ataque de los arqueros. Su agilidad no es comparable a la de ningún otro animal. Causaríamos algunas bajas, pero habríamos perdido la batalla en cuanto los arqueros hubiesen disparado la primera andanada de flechas. El intervalo requerido para montar una nueva saeta bastaría para que las panteras superasen nuestras defensas. Su victoria se habrá consumado en cuanto alcancen las calles de Kalhat.

―¿De qué nos servirán entonces los arqueros? ―preguntó Elm.

―Mi señor, reparad en que yo no he mencionado a los arqueros, sino las flechas ―puntualizó Adsler.

―¡Explicaos! ―ordenó Elm.

―He diseñado los planos de una máquina de guerra que nos permitirá lanzar flechas de modo mecánico. Imaginad un arco que disparase quince, veinte o cincuenta flechas en el tiempo que un arquero prepara una flecha única. Imaginad después un centenar de estas máquinas y veréis los cielos cubiertos de muerte.

―¡La lucidez de vuestro intelecto deslumbra a cualquier eminencia conocida!― Y con esta frase Elm reconocía la superioridad de Adsler Krockner.

―Esas flechas se habrán envenenado con la oportuna mixtura de hierbas. Aún así, dificultaremos el movimiento de las panteras. ¿Cómo? Las espinas del zarzal de los pantanos es la respuesta a la pregunta.

―¿El zarzal de los pantanos? ―preguntó Elm―. ¿De qué nos servirá en la defensa de Kalhat? Es un buen material para fabricar piezas de carpintería, pero jamás había escuchado que se emplease en el arte de la guerra.

―No creo que se le haya encomendado tal utilidad ―convino Adsler―. Pero arrojad al suelo sus espinas tetraédricas, las únicas que cortan la piel por cualquiera de sus aristas. Después, descalzaos y andad sin las debidas precauciones. Suponed ahora que he impregnado las espinas con mixtura venenosa. Las posibilidades de supervivencia mermarían si además os encontraseis bajo una lluvia de flechas.

―¡Asombroso! ―y así se resumía la insignificancia de Elm ante el saber de mi maestro.

Confieso que también yo me sumaba a la admiración del tirano. En los labios de Adsler, aquel derroche de astucia no parecía el resultado de una mente preclara, sino las conclusiones de una lógica infantil. ¡Cómo si no tuviera mérito! ¡Cómo si cualquiera pudiese haber ideado sus estrategias! Siempre me ha sorprendido la pureza que se percibe tras los razonamientos más audaces.

―¡Vuestra valía es incalculable! ¡Merecéis todos los honores! Desde mañana, desde hoy mismo, os considero la única autoridad de mi ejército. Los generales obedecerán vuestras consignas como si las hubiera impartido yo mismo, y nadie se atreverá a discutir una orden rubricada con el nombre de Adsler Krockner. Abandonaréis esta cabaña y os instalaréis en las dependencias de mi palacio. Una legión de esclavos atenderá vuestras necesidades y disfrutaréis de cuantos placeres ofrece la vida. Las mejores comidas, las mejores bebidas, las mejores hembras. Y autoridad sobre vida y haberes. Sí, también os concederé el don de sentenciar o exculpar a los hombres. Vuestro discípulo podrá acompañaros si así lo deseáis ―ofreció Elm mientras yo reconocía en mi interior que hubiera admitido sus proposiciones sin demasiados escrúpulos.

―No aceptaré ninguno de esos honores que me brindáis tan generosamente ―se disculpó Adsler―. Solo, y si me lo permitís, consentiré en comunicaros mi parecer cuando así lo requiera vuestra dignidad.

―¡Desde este instante sois mi consejero! ¡Vuestra opinión es para mí la única opinión válida! Pero, trasladaos a mi palacio ―suplicó Elm.

―Perdonad mi atrevimiento si respondo con una negativa. Considerad mi edad y que aquí se encuentra mi laboratorio, y considerad así mismo que el bullicio palatino sería pernicioso para mis estudios. En este humilde lugar encuentro el sosiego que preciso para comprobar mis suposiciones. Además, los quehaceres de la inventiva requieren una disciplina austera ―se disculpó mi maestro.

―Sabed que mis oídos siempre atenderán vuestras sugerencias, y que las puertas de mi palacio se abrirán ante la visita de quien cuenta con mi estima y confianza.

―Quisiera, si me lo permitís, que os unieseis conmigo en una reflexión. Probablemente sea necesario que vuestros súbditos colaboren en la defensa de Kalhat. Un niño, una mujer o un anciano no sirven para las artes convencionales de guerra, pero sí valdrán para sembrar las espinas venenosas o dirigir una máquina. Si vuestra justicia se suavizara con caridad, quizás el agradecimiento infundiese valentía en el ánimo de los cobardes. Incluso el tarado y el inválido serán útiles a nuestra causa.

Comprendí que las sugerencias de Adsler nos habían salvado de la barbarie y el terror. La paz descendería sobre las calles de Kalhat.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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