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jueves, 30 de abril de 2015

Kalhat XV

- XV -

Una vez más, con la llegada de la luna, la fortaleza del lobo emergió de las profundidades de mi alma. Recuerdo que, apenas brillaron las estrellas, Adsler tomó los instrumentos de la escritura y se sumergió en un sinfín de cuadraturas y diagramas. A veces abandonaba la mirada entre las sombras más allá de la ventana, como si buscase inspiración entre las tinieblas, y luego regresaba a su maraña de círculos y rectas sin sentido.

La luna rompió el perfil de las montañas y Adsler se desprendió de sus ropas hasta quedar completamente desnudo. Próximo al hogar donde ardía el fuego, se distrajo con el chisporroteo de las llamas. Entonces vislumbré el porqué de la sabiduría de mi maestro. Una profunda cicatriz serpenteaba en su costado derecho. Reconocí el signo del licántropo.

―Durante el plenilunio rehusarás la compañía de los hombres y buscarás a tu hermano en la espesura ―murmuró Adsler.

Me reuní con mi hermano bajo la luz de la luna y corrimos hacia donde jamás hubieran dejado su huella los hombres. El silencio era diáfano y majestuoso. Atravesamos los campos de cultivo próximos a Kalhat y el páramo abierto por la deforestación de las hachas, y nos internamos en la frondosidad de los bosques. La vegetación era en algunos momentos casi impenetrable, pero no ofrecía ninguna dificultad para la destreza del lobo. Ascendimos por la ladera de una montaña que me pareció escarpada. Desde su cima, Kalhat era una sombra en la lejanía. Escuché el ulular de un búho y corrimos hacia el cobijo de un valle. Después avanzamos entre la espesura de una cañada. Durante todo este tiempo me comuniqué con Adsler mediante gruñidos que carecen de lógica para el oído humano, pero que para los hijos del licántropo suponen un lenguaje completo. Los murmullos de la noche eran un canto al espíritu.

Se sucedieron los desfiladeros que franqueaban nuestro avance, se multiplicaron las aldeas que dejabamos a nuestra espalda, y florecieron las evidencias de que ningún hombre había profanado la virginidad de aquellos parajes. El rumor de las hojas, la caricia de las hierbas y el olor de mil torrentes convertían la carrera en un deleite para los sentidos. ¿Cómo explicar el universo que registra las pupilas del licántropo? El gris de los hombres es un color mortecino y triste, pero los grises que percibían nuestros ojos se matizaban con una plenitud superior a la paleta del mejor de los pintores. Un sinfín de matices englobados para el ojo humano dentro de la oscuridad, convertían el paisaje en un teselado de radiantes penumbras.

Un sonido brotó de la garganta de mi compañero y supe que giraríamos hacia el noroeste. A lo lejos, tras los valles y las cadenas montañosas, destacaba un fulgor lejano. Escuché el rumor de las gentes, más allá de un río, y sentí su olor en la brisa nocturna. Era un olor insalubre y tuve náuseas. Después descubrí a unos cervatillos y la gineta que acechaba desde las ramas de un árbol. Por unos segundos me asaltó la emoción de la caza, hasta percibir un olor de batracios y lodos descompuestos. Chapotear de castores y de nutrias, valles donde crecían los cereales, rebaños de ciervos, de nuevo el bosque, con sus misterios y sus dudas, el alto de una colina y otro valle y otro mar de cereales. Al fondo, una luz en la montaña. En la inmensidad de la noche, el resplandor que guiaba nuestra carrera se concretó en un glacial montaña arriba. Nacería en cualquier lugar oculto, fruto de mil vertientes, y serpentearía entre laderas y barrancos hasta la falda de la cordillera.

A partir de este punto me resulta imposible dar fe de mis recuerdos. Adsler me explicó que había sucumbido a una suerte de fiebre común en los licántropos jóvenes, que alterados por la luna perdían el sentido de la realidad y se prepicipaban en visiones propias de lobos más maduros, adentrándose en territorios de difícil regreso. Analizando las distancias y los tiempos, se razonaba que era imposible admitirlos como ciertos, pero Adsler me otorgaba el beneficio de la ilusión del licántropo, tan diáfana que puede calificarse de inspirada. Según él, estas visiones eran valiosas por su poder predictivo, y convenía tomarlas en consideración. Nuestra aventura, y mi maestro fue rotundo, terminó cuando buscamos un lugar donde concluir la noche. Ahondando en mi memoria me parece distinguir una oquedad entre las rocas. Presumo que encontramos cobijo al alba y nos entregamos al sueño durante las primeras horas de la mañana. Nada subsiste de cómo regresamos a Kalhat ni qué aconteció en los días siguientes. Sin embargo, sí recuerdo que mi viaje prosiguió en compañía de mi maestro, con tanta nitidez como si obedeciese a la realidad, y que pronto el contacto del hielo me produjo una sensación agradable. Miré hacía mis pies descalzos y me sorprendió que no mostrasen las fatigas de la carrera. Tampoco sentía la herida del frío. Supuse que la fortaleza del licántropo había endurecido mi piel y reparé en que Adsler parecía atento a las indicaciones del viento. Contempló las crestas que se alzaban a nuestro alrededor, estudió varias piedras de forma irregular e inspeccionó unas huellas sobre la nieve. En su semblante se alternaron la perplejidad, el asombro y la certeza.

Nos detuvimos ante una grieta del glacial. Para mí era igual a otras muchas grietas que habíamos dejado atrás, pero para Adsler parecía el umbral a un universo desconocido. Iniciamos el descenso por una gruta que se internaba en las entrañas del hielo. Se sucedieron los desniveles, las curvas, los pozos y los estrechamientos. A cada paso se multiplicaban las dificultades. Nos envolvió una oscuridad tan intensa que apenas se abocetaban siluetas en la nada. Pensé en la distante Kalhat. En sus calles, en sus gentes, en el delirio de Elm y la profecía. Pronto comprobé que la grieta era más angosta, y me pareció que se filtraba una tenue luminosidad, pero me convencí de que era fruto de la ilusión. A veces nuestro camino subía y bajaba como desbocado por los caprichos del subsuelo, se retorcía en mil revueltas sin sentido o se empañaba con una humedad marchita. Percibí olores de mohos insalubres, de polvo estancado, de insectos *descompuestos. Una corriente de aire llegó a mi rostro y me apliqué al camino con la esperanza renovada. Otra vez distinguí una luminosidad entre las tinieblas. Las penumbras se definían a nuestro alrededor.

Desembocamos en el abismo de una caverna que se extendía bajo el glacial. Sobre nosotros, el techo de aquel subterráneo resplandecía con un fulgor que iluminaba la oscuridad. Muy abajo, tras la base de la pared de roca se extendía un desierto helado. Intenté ver algo más, pero no se distinguían otros límites. Ignoro si las restantes paredes se encontraban a una distancia imposible o si por el contrario eran próximas. Me esforzaba en buscar un descenso cuando Adsler saltó hacia un lugar a nuestra izquierda. Pensé que se despeñaría sin remedio, pero alcanzó su objetivo sin más incidencia que un giro en el aire. Me sonrió desde su nueva ubicación, y supe que había mirado con ojos de hombre lo que requería una mirada más valiente. Esos insignificantes asideros, esas aristas feroces o ese hueco apenas esbozado, nunca servirían para mantener la torpeza humana, pero bastaban para satisfacer las necesidades del lobo. Salté sin temor y me encontré sobre una cornisa que antes me había parecido inalcanzable. Distinguí otro saliente más abajo.

El suelo de la caverna era una hojarasca gélida que se resquebrajaba bajo nuestros pies. Ignoro cómo supe que nuestra carrera nos adentraba en el corazón de las brumas septentrionales, pero me constaba que lenta e inexorablemente nos dirigíamos hacia el norte. Miré el rostro de mi maestro y observé que el aliento se despeñaba desde su boca en un vaho blanquecino. Comprendí que el frío era muy intenso y me inquietó no sentir sobre mi piel la desazón del aire helado. Otra vez reparé en el semblante de Adsler. Los párpados oscurecidos por la vigilia, las ojeras aún más hundidas en los pómulos, el respirar sofocado y trémulo, como si la fortaleza del lobo se desvaneciese ante los imperativos de una naturaleza superior. En su mirada no presentí otro cansancio que el de la experiencia ni otro pesar que el de las mentes iluminadas, pero me inquietó una llamarada de desasosiego que no había observado más que en los ojos de los moribundos. Deseché mis preocupaciones. Ningún mal amenazaba la salud de mi compañero.

Me pareció que el vigor regresaba a los pasos de mi maestro cuando nos dirigíamos hacia una neblina de coloración indefinida. Pareció afinarse cada nervio de su sensibilidad y cada fibra de su ser, esperando una respuesta que llegaría desde la distancia. No comprendí por qué tanta expectación ni cómo el valor puede difuminarse ante una amenaza intangible. El desasosiego se había adueñado de un hombre que, ante la crueldad de los infames pobladores de las ciénagas, mostraba una entereza que merecía mi reconocimiento. Después de brillar entre todos los peligros, Adsler cedía ante la inconsistente presencia de la nada.

Nos envolvió la bruma y mis ojos sucumbieron a relámpagos polícromos. Acerté a sobreponerme a la ilusión y me vi envuelto en colores carmesíes, ocres, amarillos, cobrizos, índigos, anaranjados y otro sinfín de tonalidades que no describiré en estas páginas porque considero de escasa o nula relevancia la precisión de aquellos recuerdos, y porque apenas servirían para demorar nuestra aventura bajo los hielos. La proximidad de Adsler se limitaba al roce de unos pasos, el susurro de un aliento y la certeza de que su destino y el mío se encaminaban hacia un fin común. Ignoro cuánto corrimos entre brumas coloreadas. Periódicamente la inconsistencia de aquellos éteres me sorprendía con destellos que aproximaban los fulgores hacia el ámbar o el granate. Un océano de partículas tamizaba los blancos de la niebla y el hielo.

El techo de la caverna había descendido y la uniformidad del paisaje cedía ante algunas irregularidades del terreno. Otra vez nos envolvió la niebla y salimos a una oquedad entre la espesura blanca. Observé que una selva de estalactitas heladas se había concretado a nuestro alrededor. Me pareció descubrir algo siniestro en aquel paisaje, pero mis impresiones tuvieron que esperar a que un nuevo receso de la niebla me mostrará las peculiaridades del entorno. Fosforescencias indeterminadas, un relámpago, más fosforescencias. El tiempo escapaba a sus contenciones naturales. Nunca supe si permanecimos en aquel aire de fuegos y quietudes durante una eternidad o apenas un instante.

Nos detuvimos en el centro de un vacío entre la bruma. Me pareció, y lo que en principio fue una sospecha se convirtió en certidumbre, que las formas del hielo no obedecían al azar de los accidentes geográficos. Presentí una conjunción de esencias indignas, un removerse de la perversidad en su mundo subterráneo. Sí, ahora lo sé con absoluta certeza, las revueltas de las grietas, el arremolinarse de las depresiones y el trazado de las hendiduras del suelo respondían a una plegaria para invocar a criaturas que renunciaron a la vida. Tras los horrores de la muerte se extienden las pesadillas de los muertos.

En lo más profundo de mi conciencia, sentí un horror inabarcable que poseía a mi maestro, un horror envolvente y marchito, que irrumpía en mi soledad para enfrentarme a la locura. A nuestra espalda, se materializó una presencia informe. Me volví y mis ojos se enfrentaron a la nada. Ahora la presencia se situaba de nuevo a mi espalda. Retrocedí unos pasos y avance esos mismos pasos. Había comprendido que la voluntad de nuestro enemigo era más rápida que el viento o misma luz. No importaba hacia dónde nos dirigiésemos ni cuales fuesen las argucias empleadas para disimular la huida. Habíamos profanado la quietud del abismo y el espíritu del abismo había descubierto nuestra presencia. Me envolvió un silencio afín al zumbido que se escucha en las cavernas del mundo, el mismo silencio que envuelve a los marinos engullidos por la mar o el saboreado por los escaladores al hollar una cumbre inexpugnable. Mis sentidos se cerraron a las percepciones y en mi alma ardió un fuego que entretejía al presente y el pasado en una misma esencia.

Comprendí los secretos que se ocultan a los hombres y las bestias, vislumbré la nada tras el último rumor y me sumergí en el tiempo de cuando no existían los mares. Después me envolvió un torbellino de imágenes. La efigie que se alza en el desierto, una virgen que aguarda sobre el ara del sacrificio, Adsler que se separa de mí en una encrucijada y emprende su camino hacia el olvido, mis padres en el templo, la saliva de un licántropo sobre mi rostro. Reconocí a todos los seres y todos los seres me reconocieron a mí. Apartada de todas las criaturas, en un lugar inaccesible a la vida, el palpitar de un horror sin forma acechaba mis movimientos.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

martes, 14 de abril de 2015

Kalhat XIV

- XIV -

Sentí el viento del norte en la madrugada, cuando desperté envuelto en una inquietud que atribuí a la desazón de las pesadillas. Me asomé a la ventana y escuché sin que ningún sonido mereciese mi interés. El ulular de los búhos y la vigilia de las comadrejas fue cuanto mi oído entresacó del silencio nocturno. Inspeccioné los olores del viento y percibí un aroma almizclado y turbio. Al instante me venció una embriaguez que me transportó a parajes más allá de la mirada del águila. A través de mis visiones descubrí un ejército de panteras que habían alcanzado los límites de la meseta de Nom y buscaban un paso para descender hacia las tierras bajas. Me anticipé a sus movimientos y reconocí el desfiladero que salvaría la dificultad. Recuerdo las cañadas y los prados que atravesaban hacia su objetivo, y que me interné en los bosques de Kalhat y presentí una multitud de pupilas que acechaban en la oscuridad. Permanecí indeciso unos segundos, dudando entre despertar a mi maestro o permitir que durmiera unas horas más. El peligro no era inmediato, así que decidí entretenerme hasta el amanecer.

Adsler despertó apenas el alba rompía el horizonte. Desayunábamos junto al crepitar de la leña que se deshacía en el hogar, cuando interpretó que mi reserva obedecía a algo más que el entumecimiento del último sueño.

―¿Qué sucede? Temo que tu inquietud responda a razones que apresuran nuestro destino ―se interesó Adsler.

―¿No percibís un olor diferente en el aire? ―pregunté sin ocultar mi sorpresa por haberme anticipado al olfato de mi maestro.

―Puede ser. Tampoco siento la vibración que me anuncias desde hace varios días. Tus sentidos ya son más agudos que los míos. La edad es un enemigo implacable.

―La Reina Negra se dirige hacia nosotros.

―A qué distancia se encuentra de Kalhat.

―No sé cuánto tiempo tardará en llegar hasta aquí. La he encontrado en los límites de la meseta de Nom, mientras sus hijas buscaban un camino entre las rocas.

―Podremos recibirlas adecuadamente, pero debemos apresurarnos. Ni siquiera se han concluido las primeras defensas. Convendría que nos entrevistásemos con Elm.

Atendiendo las sugerencias de mi maestro, Elm se reunió con los mejores artesanos de Kalhat. En su mayoría eran herreros o carpinteros, pero también había curtidores, guarnicioneros, trenzadores y otros muchos representantes de los distintos oficios que requieren el concurso de las manos. Elm les anunció que se iniciarían las obras para la defensa de Kalhat y que su deber como súbditos consistía en acatar las órdenes de mi maestro. Después cedió la palabra a Adsler y se despidió con el pretexto de atender ciertos asuntos de estado que reclamaban su presencia.

No me parece necesario insistir en la elocuencia con que Adsler convenció a unos hombres descontentos. Me limitaré a consignar que aquellos artesanos vislumbraron que su lucha no sería la lucha del déspota, sino una lucha que pretendía asegurar el futuro de sus hijos y devolvernos a la prosperidad. Tras responder a cuantas preguntas se le formularon sobre las materias que sus interrogadores consideraron oportunas, Adsler organizó diversos grupos, según los cometidos que se desempeñarían durante las jornadas siguientes. El funcionamiento de cada uno de estos grupos se encomendó a quien juzgó mejor capacitado para las labores directivas, y asignó a las distintas cuadrillas el lugar que ocuparían durante las horas de trabajo. Después distribuyó los planos de las máquinas de guerra y las instrucciones para obtener el peligroso metal blanco.

La actividad era incesante. Turnos de día, turnos de noche, turnos para cuando descansaban los turnos. Nos envolvía el percutir de los martillos, el ronroneo de las sierras, la perseverancia de las tenazas y los yunques. Se construyeron máquinas para construir máquinas que servirían para la construcción de otras máquinas, que a su vez servirían para la construcción de nuevas máquinas. Florecieron los martinetes, las cabrias, los rodamientos y un sinfín de piezas mecánicas, de diversos modos y tamaños, que posteriormente se ensamblaban para servir a ingenios hasta entonces desconocidos para el hombre. De madera blanca, de madera pétrea, de madera pulida, de madera rugosa, de los hierros conocidos o de otros hierros que se originaban con una amalgama de metales fruto de la tierra o de la inventiva de mi maestro. Hasta que se concretó la primera máquina de guerra. Todos asistimos a las pruebas que demostrarían su efectividad y todos nos maravillamos de la lluvia de flechas que inundó los cielos de Kalhat. Me atreví a concebir una esperanza.

Esa noche, durante la cena, improvisada al aire libre, Elm se acercó hasta nosotros. Deseaba felicitar a Adsler por los ensayos de la mañana.

―Os confesaré que me enorgullece nuestro éxito. Reconozco que tuvimos una magnífica idea ―y su rostro se sobresaltó con un gesto nervioso.

―No merezco vuestro agradecimiento ―consintió mi maestro desatendiendo la incorrección del tirano.

―Pero decidme para qué servirá esta máquina lanzadora de flechas. ¿Mencioné que atacaríamos a nuestros enemigos? ―el rostro del Elm se sobresaltó de nuevo.

―Muy pronto se conocerán vuestros méritos, y esta máquina corroborará vuestra grandeza, señor ―y en el respeto añadido, Adsler permitió que se deslizará una sombra de ironía.

Cuando Elm se alejó de nosotros, pregunté a mi maestro por qué había transigido en que el déspota se atribuyera la paternidad de una empresa ajena, y cómo era posible que un hombre de su rectitud hubiera olvidado el objeto primordial de nuestros desvelos.

―Elm es un pobre enfermo. En justicia no cabe atribuirle ninguna responsabilidad ni juzgarlo con los mismos criterios aplicables a hombre sano. Pronto desatenderá mis indicaciones.

La salud del tirano empeoró en los días siguientes. Varios testigos coinciden en señalarlo con la mirada extraviada sobre su caballo, dirigiéndose a cualquiera de sus generales sin más autoridad que la fortaleza de sus gritos, y galopando bajo el doloroso sol del mediodía sin otro objeto que extenuar a su montura. Preguntaba a los artesanos por el curso de un trabajo, impartía una consigna que nadie tomaba en consideración, y otra vez reanudaba la carrera hacia ninguna parte. Varios caballos encontraron así la muerte. Elm abandonaba a la bestia moribunda, requería otro animal menos débil y, a golpes de fusta, reiniciaba aquel galope desaforado.

Una tarde, Elm se encerró con varios metalúrgicos en el taller de un herrero. El ejército veló para que nadie interfiriese en el deseo del tirano, y un pelotón de carpinteros cegaron puertas y ventanas para que ningún curioso vislumbrara los prodigios que acontecerían en aquella estancia. Escuchamos el resoplido de las muflas, el golpeteo de los martillos y la protesta de quienes trabajaron durante tres días consecutivos. Recuerdo que las órdenes de Elm eran incomprensibles y que a veces las impartía en una jerga que, según confirmó mi maestro, no se ajustaba a ninguna lengua conocida. Hubo quien creyó que Elm estaba poseído por un espíritu perverso y hubo quien atribuyó esta jeringonza a los balbuceos de la locura. Por fin, los soldados abrieron la puerta y el tirano se presentó ante nosotros. Cubría su cuerpo con una armadura de oro.

―¡Coincidiréis conmigo en que ahora soy invencible! ―exclamó dirigiéndose a mi maestro.

―Siempre fuisteis invencible ―reconoció Adsler.

―¿Insinuáis que me he entretenido durante casi un mes en una tarea innecesaria? ―preguntó Elm, estremecido por un temblor de mal augurio y confundiendo el tiempo que se había encerrado con los metalúrgicos―. ¡Si es así, pagaréis muy cara vuestra ofensa! ―exclamó dominado por la ira.

―¡No juzguéis equivocadamente mis palabras! Soy torpe en oratoria. Aunque ya erais invencible, vuestro esfuerzo no ha sido vano.

―¿Cómo es eso? ¿Qué burla esconden vuestras razones?

―Ninguna burla mi señor. Esta prenda no es para acrecentar vuestro poder, pues en nada se acrecienta el poder todopoderoso, sino para que los enemigos os reconozcan en la batalla y huyan antes de enfrentarse a vuestra dignidad. Con esa armadura las victorias serán más resplandecientes ―añadió Adsler.

―¡Cierto! ¡Esa es la razón de mis actos! ¡La victoria será más dorada! ―consintió Elm tras una pausa―. Después pidió una nueva montura y se alejó al galope.

Las victorias de Elm acontecieron en peregrinos escenarios y ante los adversarios más insólitos. Varios perros sucumbieron ante el filo de su espada, también de oro, y no pocas aves de corral huyeron ante la furia de sus acometidas. Se le vió mientras luchaba contra una higuera, perseguía a unos remolinos de viento y destripaba a espadazos los odres de vino que se vendían en la trastienda de un comercio. Sus éxitos fueron siempre indiscutibles. A veces cabalgaba hasta nosotros para vanagloriarse de sus triunfos.

―¡Esta mañana he derrotado a un ejército de nigromantes que descubrí entre unas retamas de los cañaverales!

―¡Vuestra audacia es admirable! ¡Las generaciones venideras conocerán este derroche de valentía! Me pregunto por qué no huyeron al advertir que os preparabais para la batalla.

―Yo también estoy sorprendido ―reconoció Elm.

―Quizás vuestra armadura no brillaba lo suficiente. Si poco antes habíais concluido otra batalla, el polvo de la lucha impediría que refulgieseis bajo el sol. Vuestros enemigos no supieron contra quién cruzarían sus armas ―apuntó Adsler.

―¡Sin duda esa fue la razón! ¡En lo sucesivo, velaré porque ninguna mácula atenúe la luz de mi presencia!

Los soldados no solo respetaban las órdenes del déspota, sino que aplaudían sus excentricidades como si en consagrarse a los entuertos imposibles reconocieran un signo de autoridad. Me abstendré de comentar esta actitud de la tropa. Nunca me ha parecido elegante burlarse de la ignorancia y reconozco que la demencia de Elm se alternaba con una normalidad que confundiría al observador poco atento. Jamás al experto, aunque en su ánimo se alternasen los períodos de enajenación con los de lucidez, pero sí a quien soporta la disciplina del trabajo desde el alba hasta la noche. El cabalgar enloquecido se interpreta entonces como la llama del genio, la lucha contra enemigos invisibles como el ejercicio de las armas, y arremeter contra lo inanimado como el temple que forja el alma del guerrero. Mientras Elm confesaba a Adsler sus temores ante un ejército de tinieblas, a un soldado le refería el mismo incidente como una comprobación de agilidad de la montura, y mientras que para nosotros la batalla contra los odres de vino era un síntoma más de su desvarío, para sus mercenarios respondía a un divertimento para estimular el ánimo. La fidelidad de sus guerreros era inquebrantable.

Entretanto, Adsler se multiplicaba en una actividad desaforada. Dormía muy poco, apenas dos horas diarias, y sus comidas eran de una parquedad insalubre. Día y noche se le encontraba discutiendo el plano de una máquina, la instalación de un resorte o el temple de una amalgama de metales. Y compartía esta actividad con los quehaceres de la medicina. Inmovilizando la pierna de un obrero herido por unos maderos, limpiando la espalda de quien había sufrido la quemadura de brasas candentes, procurando auxilio a un artesano que no había facilitado la salida airosa de una sierra. Heridas que jamás hubieran sanado con los saberes usuales de la ciencia médica.

También solventó Adsler una demora originada por la protesta de quienes trabajaban en la obtención del metal blanco.

―Deseamos saber por qué se nos prohibe que instalemos en el taller unas tinajas de agua, y por qué debemos trasladarnos dos calles más allá del lugar de trabajo para satisfacer nuestras necesidades ―expuso un herrero.

―¡De ninguna forma consentiremos en aceptar estos imperativos absurdos! ―sentenció otro artesano.

―¡Tanto para la limpieza de los utensilios, como para el refresco y el aseo personal, exigimos que se nos procuren las mismas comodidades que se concede a otros trabajadores! ―resumió quien parecía aglutinar todas las exigencias de los metalúrgicos.

Adsler solventó la dificultad con una evidencia indiscutible. Pidió uno de los recipientes donde se guardaba el metal blanco, anduvo unos pasos seguido por los disconformes y arrojó el metal blanco al charco de orina que había dejado una bestia. El charco se transformó en fuego y humo. Enmudecidas las protestas, los hombres regresaron al trabajo.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

miércoles, 1 de abril de 2015

Kalhat XIII

- XIII -

Erradicado el mal de la lluvia roja, las gentes de Kalhat se resignaron a un sentimiento triste. Visité a mis padres, y durante la comida reinaron el silencio y la melancolía. Tras el postre, alzamos las copas por quienes compartieron nuestra mesa y ahora reposaban en alguna de las fosas abiertas para apresurar el enterramiento de los cadáveres. Recuerdos de nombres ya desaparecidos para siempre y amigos vencidos por la enfermedad. También nos lamentamos, aunque era un infortunio menor frente a la magnitud de la desgracia, por la desolación de la antes magnífica Kalhat. Poco pudimos añadir a las penurias ya consumadas. Nos limitamos a la reseña de los caserones que se alzaban como mastodontes desfallecidos, los hogares que pocas semanas antes acogían el revuelo de la juventud y los mercados que ahora eran un vertedero de cambalaches y tenderetes vacíos. Pasarían muchos años sin que Kalhat recobrara su esplendor.

Después de este entrañable reencuentro con mis padres, me dirigí hacia las afueras del pueblo y me entretuve en admirar los trabajos que se iniciaban en el bosque. Los soldados habían talado los primeros árboles y en torno a Kalhat se materializaba un páramo que facilitaría nuestra defensa. Me pregunté si el deterioro de las calles y las plazas no respondía al inicio de una decadencia mucho más profunda, quizás a un anticipo del horror que se cernía sobre nosotros. Intenté concentrarme en las actividades del ejército y pensé en dirigirme hacia donde un pelotón de civiles faenaba sembrando las espinas del zarzal de los pantanos, convenientemente impregnadas con una untura fruto del ingenio de mi maestro. Pero los soldados faenaban cerca y no me atreví por temor a convertirme en objeto de sus burlas. La dureza del trabajo a menudo se atenuaba con cualquier novedad que rompiese la rutina. Esa novedad podía ser el malentendido que se solventa con una riña o la pregunta de un espectador que entretiene a los trabajadores.

Se escuchaba el percutir de las hachas y, de cuando en cuando, un grito y el derrumbarse de un árbol. Inmediatamente venía el desbroce del ramaje, la reducción de los gigantescos troncos a un tamaño adecuado y su transporte hasta el pueblo sobre carromatos arrastrados por bueyes. Las empalizadas defensivas precisaban una gran cantidad de madera. Los olores de las resinas flotaban en el aire, también percibí algo que no supe identificar con exactitud. Ni siquiera me consta que respondiera a un olor. Mejor sería definirlo como una dulzura que alterase los aromas de la leña. Agudicé mis sentidos y me concentré en descifrar aquel efluvio extraño. Tras la embriaguez de la madera viva, encontré el sudor de las bestias y los hombres, algunas hogueras que servían para preparar la cena, ciervos que dormían lejos de los leñadores y un oso que deambulaba sobre la hojarasca boscosa. Tampoco entre los sonidos descubrí un indicio que revelase el origen de mi inquietud. El corretear de las ardillas que huían de la deforestación y el aleteo de los murciélagos en una caverna fueron cuanto mi oído entresacó más allá de los rumores habituales de la ciudad y el bosque.

Me entretuve en observar a Uk mientras simulaba que me distraían las incidencias de una partida de naipes. Me constaba que todo se había dispuesto para favorecer la ruina de los incáutos. Tras un tiempo donde se multiplicarían los errores, alguien cedería su lugar a otro alguien ajeno al engaño del juego. Unos envites de confianza, la exactitud que sustituye a la imprecisión, y se obraría el milagro del ingenuo que pierde su fortuna. El reparto y la burla acontecerán a salvo de miradas suspicaces. No me tentaba inmiscuirme en asuntos ajenos, así que me contenté con vigilar el semblante de Uk mientras se ultimaba el engaño de un recién llegado a la partida. Quizás pretendía descubrir cuál era el estigma del criminal. Su risa, que mostraba aquellos dientes puntiagudos, y la engañosa torpeza de sus movimientos, acrecentaron el recelo que sentía por tan siniestro personaje.

Desentendiéndome de Uk, busqué los favores de una joven que había reclamado mi interés. Era de complexión menuda y bien proporcionada. Pronto llegamos a un acuerdo sobre el precio de mi consuelo y nos dirigimos hacia la tienda de lona donde se entregaba a sus clientes. Me gustaría ufanarme de que mi comportamiento fue tan digno que la muchacha olvido la naturaleza contractual de nuestro amor, y de que se entregó a mí sin que el tiempo o la recompensa fueran un obstáculo para nuestro goce. Si hubiera escrito esta historia cuando todavía aleteaba en mis venas el ardor de la juventud, no hubiera dudado en falsear la verdad y atribuirme los máximos galardones de la hombría. Mis hazañas en el lecho hubieran ensombrecido las gestas de los mejores amantes. Pero ahora soy un anciano para quien el deseo se limita a la evocación de un placentero recuerdo, y de poco me serviría alardear de lo que no fui o las habilidades que nunca se contaron entre mis méritos. Entregué el precio de mi placer a un individuo de rostro cetrino y mirada descompuesta, y mi estancia en aquel santuario del amor se prolongó lo imprescindible para que no pudiera declararme insatisfecho. Ni siquiera las habilidades de mi compañera me parecieron extraordinarias. Se limitó a repetir las suertes comunes en estas lides. Su impaciencia fue fingida, sus caricias desapasionadas y, en cuanto a la fogosidad de su vientre, no recuerdo si llegué a sentir el éxtasis de su opresión o si por el contrario mi amor se derramó entre las sábanas o sobre alguna de las alfombras que cubrían el suelo.

Regresé a mi hogar aliviado en el deseo y entristecido en el ánimo. Adsler trabajaba en su laboratorio. Sobre la mesa donde usualmente recopilaba sus experiencias, destacaban varias piladas de libros. Tres títulos reclamaron mi interés. Sobre la esencia de las cosas, El arte de combinar y descombinar los humores y los hierros y Metales que aún no han sido. Nada puedo mencionar de los restantes títulos, ya porque estaban escritos en lenguas para mi desconocidas, ya porque no dejaron en mi alma una impronta significativa.

En cuanto a los tres volúmenes que han sobrevivido en mi memoria, recuerdo que Sobre la esencia de las cosas era un espeso tratado donde se describían los argumentos que asentaban las cualidades de la materia. Preguntas sobre el color, la dureza y la fragilidad se entretejían con otras preguntas reformuladas con una infinidad de particularidades y matices, para, desde lo concreto y singular, expandirse hacia la norma y la ley irrefutable. Un compendio de verdades tan rotundas como que lo tangible tiende a la caída en cuanto se le priva de su soporte, hasta afirmaciones gratuitas como que las sustancias pueden dividirse en porciones minúsculas que son aproximadamente semejantes, y que solo las múltiples distribuciones de estas partes en el todo originan las diferencias entre los seres.

Más instructivo me pareció el segundo de los volúmenes. El arte de combinar y descombinar los humores y los hierros era un recetario para la obtención de diversos productos. Separados en epígrafes, se encontraban los venenos, con las divisiones de venenos de plantas, venenos de animal y venenos de piedra, los carbones, también clasificados en carbones que arden, carbones que no arden, carbones opacos y carbones translúcidos, y las luces, con sus innumerables peculiaridades del brillo y el color, así como otros variopintos epígrafes que profundizaban en los fenómenos del universo y describían los secretos del mundo invisible.

El tercero de los volúmenes, el más consultado por mi maestro, mostraba una relación de metales inexistentes en la naturaleza, que habrían de tener cualidades que nacen del acierto y la perseverancia del alma humana. Para su síntesis habrían de fundirse y amalgamarse distintos metales ya conocidos, lo que propiciaría la existencia de nuevos metales, que a su vez fundidos y amalgamados con antiguos o nuevos metales abrían nuevas posibilidades metalúrgicas, y así sucesivamente, en una génesis inagotable de metales, de los cuales unos mostrarían cualidades sin duda útiles para el progreso del hombre, otros exhibirían interés para los ojos del estudioso y otros muchos deberían relegarse a la mera reseña en los libros.

Igualmente se auspiciaba en este último volumen la existencia de tierras que se consumían entre llamas de inigualable ferocidad o se volatilizaban con un pavoroso desprendimiento de calor. Tierras que se descubrían en el interior de las montañas, que provocaban fenómenos de fuego y humo sobre la tierra desnuda y de las que se conocían referencias por el testimonio de viajeros de valía tan sólida que no eran admisibles la superstición o el desvarío.

Atendiendo a las directrices del texto, Adsler intentó obtener algunas arenas inflamables. Preparamos cientos de muestras. De diferentes luminosidades, de diferentes texturas, de diferentes granulaciones y de diferentes consistencias. A las labores de la búsqueda le sucedieron las fatigas del análisis y el estudio. Solo en uno de sus múltiples ensayos obtuvo mi maestro indicios de éxito. Una tenue llama, un pálido fuego y epílogo de unas volutas de humo grisáceas y acarameladas. Demasiado poco para vencer una maldición.

Mejores resultados obtuvo Adsler en sus combinaciones metalúrgicas. Tras un peregrinaje entre metales más o menos nobles, que hubieran despertado la codicia de cualquier hombre pero no de mi maestro, descubrió que fundiendo el hierro con unas minúsculas proporciones de ceniza se obtenía un metal en todo igual al hierro, pero diferente en cualidades invisibles al ojo humano. Sobresalía por su dureza, mejorada con la adición de insignificantes cantidades de otros metales, hasta el punto que era posible enfrentarlo con otras durezas conocidas sin que en el enfrentamiento sufriese las consecuencias de la fatiga o el desgaste.

También, y fue un descubrimiento azaroso, obtuvo un metal de tan peculiares características que, de no ser por un accidente próximo a la tragedia, hubiera desestimado sin considerarlo más que como otro yerro entre un sinfín de ensayos fallidos. Era una pasta ajena a cualquier metal catalogado, y que por dureza y textura sugería el parentesco con una grasa o un compuesto cerúleo. Tras unas pruebas de ductilidad, mi maestro intentó el temple en agua hirviendo. El cubo, el agua, y aire se convirtieron en un fuego enloquecido y voraz. Dos días después, repuesto de las quemaduras que le ocasionó aquel hallazgo, mi maestro determinó que el producto se estabilizaría por inmersión en aceite. Anotó los procesos necesarios para su elaboración a partir de unas tierras próximas, y las prevenciones que habían en seguirse para atenuar su peligrosidad. También dispuso que se aprovisionaran unos almacenes para la obtención de suficiente metal blanco.

Nada deseo añadir sobre los estudios que precedieron a los preparativos para la batalla final. Yo entonces era un muchacho y difícilmente hubiera comprendido que el arrojo y la superioridad numérica no son las únicas armas que se requieren para el triunfo. Apenas vislumbraba el instante en que Adsler abandonaría el retiro de su laboratorio para asumir las prerrogativas concedidas por el tirano, y tampoco comprendía que Kalhat se hubiera convertido en el paraíso de los placeres vulgares. Ahora sé que los mercenarios eran extranjeros en una tierra ocupada, y que los hombres y las mujeres de Kalhat se resistían a que la vibración del entorno fuese el presagio de algo más que nuevos tiempos de bonanza y prosperidad. Pero para mí no cabía duda, los sentidos me advertían del peligro. Durante una velada con mi maestro, deambulando en compañía de cualquier amigo, tras una cena en el hogar de mis padres, sentía como un zumbido en el interior de mis oídos, y me asaltaba la constancia de que pronto Kalhat despertaría de su letargo para enfrentarse a la más aterradora de las pesadillas.


Blas Meca, con licencia Creative Commons