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jueves, 30 de abril de 2015

Kalhat XV

- XV -

Una vez más, con la llegada de la luna, la fortaleza del lobo emergió de las profundidades de mi alma. Recuerdo que, apenas brillaron las estrellas, Adsler tomó los instrumentos de la escritura y se sumergió en un sinfín de cuadraturas y diagramas. A veces abandonaba la mirada entre las sombras más allá de la ventana, como si buscase inspiración entre las tinieblas, y luego regresaba a su maraña de círculos y rectas sin sentido.

La luna rompió el perfil de las montañas y Adsler se desprendió de sus ropas hasta quedar completamente desnudo. Próximo al hogar donde ardía el fuego, se distrajo con el chisporroteo de las llamas. Entonces vislumbré el porqué de la sabiduría de mi maestro. Una profunda cicatriz serpenteaba en su costado derecho. Reconocí el signo del licántropo.

―Durante el plenilunio rehusarás la compañía de los hombres y buscarás a tu hermano en la espesura ―murmuró Adsler.

Me reuní con mi hermano bajo la luz de la luna y corrimos hacia donde jamás hubieran dejado su huella los hombres. El silencio era diáfano y majestuoso. Atravesamos los campos de cultivo próximos a Kalhat y el páramo abierto por la deforestación de las hachas, y nos internamos en la frondosidad de los bosques. La vegetación era en algunos momentos casi impenetrable, pero no ofrecía ninguna dificultad para la destreza del lobo. Ascendimos por la ladera de una montaña que me pareció escarpada. Desde su cima, Kalhat era una sombra en la lejanía. Escuché el ulular de un búho y corrimos hacia el cobijo de un valle. Después avanzamos entre la espesura de una cañada. Durante todo este tiempo me comuniqué con Adsler mediante gruñidos que carecen de lógica para el oído humano, pero que para los hijos del licántropo suponen un lenguaje completo. Los murmullos de la noche eran un canto al espíritu.

Se sucedieron los desfiladeros que franqueaban nuestro avance, se multiplicaron las aldeas que dejabamos a nuestra espalda, y florecieron las evidencias de que ningún hombre había profanado la virginidad de aquellos parajes. El rumor de las hojas, la caricia de las hierbas y el olor de mil torrentes convertían la carrera en un deleite para los sentidos. ¿Cómo explicar el universo que registra las pupilas del licántropo? El gris de los hombres es un color mortecino y triste, pero los grises que percibían nuestros ojos se matizaban con una plenitud superior a la paleta del mejor de los pintores. Un sinfín de matices englobados para el ojo humano dentro de la oscuridad, convertían el paisaje en un teselado de radiantes penumbras.

Un sonido brotó de la garganta de mi compañero y supe que giraríamos hacia el noroeste. A lo lejos, tras los valles y las cadenas montañosas, destacaba un fulgor lejano. Escuché el rumor de las gentes, más allá de un río, y sentí su olor en la brisa nocturna. Era un olor insalubre y tuve náuseas. Después descubrí a unos cervatillos y la gineta que acechaba desde las ramas de un árbol. Por unos segundos me asaltó la emoción de la caza, hasta percibir un olor de batracios y lodos descompuestos. Chapotear de castores y de nutrias, valles donde crecían los cereales, rebaños de ciervos, de nuevo el bosque, con sus misterios y sus dudas, el alto de una colina y otro valle y otro mar de cereales. Al fondo, una luz en la montaña. En la inmensidad de la noche, el resplandor que guiaba nuestra carrera se concretó en un glacial montaña arriba. Nacería en cualquier lugar oculto, fruto de mil vertientes, y serpentearía entre laderas y barrancos hasta la falda de la cordillera.

A partir de este punto me resulta imposible dar fe de mis recuerdos. Adsler me explicó que había sucumbido a una suerte de fiebre común en los licántropos jóvenes, que alterados por la luna perdían el sentido de la realidad y se prepicipaban en visiones propias de lobos más maduros, adentrándose en territorios de difícil regreso. Analizando las distancias y los tiempos, se razonaba que era imposible admitirlos como ciertos, pero Adsler me otorgaba el beneficio de la ilusión del licántropo, tan diáfana que puede calificarse de inspirada. Según él, estas visiones eran valiosas por su poder predictivo, y convenía tomarlas en consideración. Nuestra aventura, y mi maestro fue rotundo, terminó cuando buscamos un lugar donde concluir la noche. Ahondando en mi memoria me parece distinguir una oquedad entre las rocas. Presumo que encontramos cobijo al alba y nos entregamos al sueño durante las primeras horas de la mañana. Nada subsiste de cómo regresamos a Kalhat ni qué aconteció en los días siguientes. Sin embargo, sí recuerdo que mi viaje prosiguió en compañía de mi maestro, con tanta nitidez como si obedeciese a la realidad, y que pronto el contacto del hielo me produjo una sensación agradable. Miré hacía mis pies descalzos y me sorprendió que no mostrasen las fatigas de la carrera. Tampoco sentía la herida del frío. Supuse que la fortaleza del licántropo había endurecido mi piel y reparé en que Adsler parecía atento a las indicaciones del viento. Contempló las crestas que se alzaban a nuestro alrededor, estudió varias piedras de forma irregular e inspeccionó unas huellas sobre la nieve. En su semblante se alternaron la perplejidad, el asombro y la certeza.

Nos detuvimos ante una grieta del glacial. Para mí era igual a otras muchas grietas que habíamos dejado atrás, pero para Adsler parecía el umbral a un universo desconocido. Iniciamos el descenso por una gruta que se internaba en las entrañas del hielo. Se sucedieron los desniveles, las curvas, los pozos y los estrechamientos. A cada paso se multiplicaban las dificultades. Nos envolvió una oscuridad tan intensa que apenas se abocetaban siluetas en la nada. Pensé en la distante Kalhat. En sus calles, en sus gentes, en el delirio de Elm y la profecía. Pronto comprobé que la grieta era más angosta, y me pareció que se filtraba una tenue luminosidad, pero me convencí de que era fruto de la ilusión. A veces nuestro camino subía y bajaba como desbocado por los caprichos del subsuelo, se retorcía en mil revueltas sin sentido o se empañaba con una humedad marchita. Percibí olores de mohos insalubres, de polvo estancado, de insectos *descompuestos. Una corriente de aire llegó a mi rostro y me apliqué al camino con la esperanza renovada. Otra vez distinguí una luminosidad entre las tinieblas. Las penumbras se definían a nuestro alrededor.

Desembocamos en el abismo de una caverna que se extendía bajo el glacial. Sobre nosotros, el techo de aquel subterráneo resplandecía con un fulgor que iluminaba la oscuridad. Muy abajo, tras la base de la pared de roca se extendía un desierto helado. Intenté ver algo más, pero no se distinguían otros límites. Ignoro si las restantes paredes se encontraban a una distancia imposible o si por el contrario eran próximas. Me esforzaba en buscar un descenso cuando Adsler saltó hacia un lugar a nuestra izquierda. Pensé que se despeñaría sin remedio, pero alcanzó su objetivo sin más incidencia que un giro en el aire. Me sonrió desde su nueva ubicación, y supe que había mirado con ojos de hombre lo que requería una mirada más valiente. Esos insignificantes asideros, esas aristas feroces o ese hueco apenas esbozado, nunca servirían para mantener la torpeza humana, pero bastaban para satisfacer las necesidades del lobo. Salté sin temor y me encontré sobre una cornisa que antes me había parecido inalcanzable. Distinguí otro saliente más abajo.

El suelo de la caverna era una hojarasca gélida que se resquebrajaba bajo nuestros pies. Ignoro cómo supe que nuestra carrera nos adentraba en el corazón de las brumas septentrionales, pero me constaba que lenta e inexorablemente nos dirigíamos hacia el norte. Miré el rostro de mi maestro y observé que el aliento se despeñaba desde su boca en un vaho blanquecino. Comprendí que el frío era muy intenso y me inquietó no sentir sobre mi piel la desazón del aire helado. Otra vez reparé en el semblante de Adsler. Los párpados oscurecidos por la vigilia, las ojeras aún más hundidas en los pómulos, el respirar sofocado y trémulo, como si la fortaleza del lobo se desvaneciese ante los imperativos de una naturaleza superior. En su mirada no presentí otro cansancio que el de la experiencia ni otro pesar que el de las mentes iluminadas, pero me inquietó una llamarada de desasosiego que no había observado más que en los ojos de los moribundos. Deseché mis preocupaciones. Ningún mal amenazaba la salud de mi compañero.

Me pareció que el vigor regresaba a los pasos de mi maestro cuando nos dirigíamos hacia una neblina de coloración indefinida. Pareció afinarse cada nervio de su sensibilidad y cada fibra de su ser, esperando una respuesta que llegaría desde la distancia. No comprendí por qué tanta expectación ni cómo el valor puede difuminarse ante una amenaza intangible. El desasosiego se había adueñado de un hombre que, ante la crueldad de los infames pobladores de las ciénagas, mostraba una entereza que merecía mi reconocimiento. Después de brillar entre todos los peligros, Adsler cedía ante la inconsistente presencia de la nada.

Nos envolvió la bruma y mis ojos sucumbieron a relámpagos polícromos. Acerté a sobreponerme a la ilusión y me vi envuelto en colores carmesíes, ocres, amarillos, cobrizos, índigos, anaranjados y otro sinfín de tonalidades que no describiré en estas páginas porque considero de escasa o nula relevancia la precisión de aquellos recuerdos, y porque apenas servirían para demorar nuestra aventura bajo los hielos. La proximidad de Adsler se limitaba al roce de unos pasos, el susurro de un aliento y la certeza de que su destino y el mío se encaminaban hacia un fin común. Ignoro cuánto corrimos entre brumas coloreadas. Periódicamente la inconsistencia de aquellos éteres me sorprendía con destellos que aproximaban los fulgores hacia el ámbar o el granate. Un océano de partículas tamizaba los blancos de la niebla y el hielo.

El techo de la caverna había descendido y la uniformidad del paisaje cedía ante algunas irregularidades del terreno. Otra vez nos envolvió la niebla y salimos a una oquedad entre la espesura blanca. Observé que una selva de estalactitas heladas se había concretado a nuestro alrededor. Me pareció descubrir algo siniestro en aquel paisaje, pero mis impresiones tuvieron que esperar a que un nuevo receso de la niebla me mostrará las peculiaridades del entorno. Fosforescencias indeterminadas, un relámpago, más fosforescencias. El tiempo escapaba a sus contenciones naturales. Nunca supe si permanecimos en aquel aire de fuegos y quietudes durante una eternidad o apenas un instante.

Nos detuvimos en el centro de un vacío entre la bruma. Me pareció, y lo que en principio fue una sospecha se convirtió en certidumbre, que las formas del hielo no obedecían al azar de los accidentes geográficos. Presentí una conjunción de esencias indignas, un removerse de la perversidad en su mundo subterráneo. Sí, ahora lo sé con absoluta certeza, las revueltas de las grietas, el arremolinarse de las depresiones y el trazado de las hendiduras del suelo respondían a una plegaria para invocar a criaturas que renunciaron a la vida. Tras los horrores de la muerte se extienden las pesadillas de los muertos.

En lo más profundo de mi conciencia, sentí un horror inabarcable que poseía a mi maestro, un horror envolvente y marchito, que irrumpía en mi soledad para enfrentarme a la locura. A nuestra espalda, se materializó una presencia informe. Me volví y mis ojos se enfrentaron a la nada. Ahora la presencia se situaba de nuevo a mi espalda. Retrocedí unos pasos y avance esos mismos pasos. Había comprendido que la voluntad de nuestro enemigo era más rápida que el viento o misma luz. No importaba hacia dónde nos dirigiésemos ni cuales fuesen las argucias empleadas para disimular la huida. Habíamos profanado la quietud del abismo y el espíritu del abismo había descubierto nuestra presencia. Me envolvió un silencio afín al zumbido que se escucha en las cavernas del mundo, el mismo silencio que envuelve a los marinos engullidos por la mar o el saboreado por los escaladores al hollar una cumbre inexpugnable. Mis sentidos se cerraron a las percepciones y en mi alma ardió un fuego que entretejía al presente y el pasado en una misma esencia.

Comprendí los secretos que se ocultan a los hombres y las bestias, vislumbré la nada tras el último rumor y me sumergí en el tiempo de cuando no existían los mares. Después me envolvió un torbellino de imágenes. La efigie que se alza en el desierto, una virgen que aguarda sobre el ara del sacrificio, Adsler que se separa de mí en una encrucijada y emprende su camino hacia el olvido, mis padres en el templo, la saliva de un licántropo sobre mi rostro. Reconocí a todos los seres y todos los seres me reconocieron a mí. Apartada de todas las criaturas, en un lugar inaccesible a la vida, el palpitar de un horror sin forma acechaba mis movimientos.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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