Google+ Literalia.org: junio 2015

martes, 30 de junio de 2015

Kalhat XIX

- XIX -

Resistimos las acometidas de la Reina Negra durante casi una luna. Al principio, poseídas por el frenesí de las primeras jornadas del asedio, las bestias atacaron a plena luz del sol y entre el cobijo de las sombras. No fueron ataques decididos. Las panteras habían permitido que su ferocidad cediese a los imperativos de la prudencia y, más que un abalanzarse ciego sobre Kalhat, su acometida era un tentar los senderos del páramo, un discernir donde aposentar la huella sin que aguardase una espina envenenada. Nos sonrió la victoria mientras su temeridad favorecía nuestros esfuerzos, porque la acción de unas cuantas máquinas lanzadoras de flechas tornaba el avance de nuestras enemigas en una huida desordenada y presurosa.

Pronto comprendió la Reina Negra que el ataque nocturno era más conveniente para su causa. Amparadas por las tinieblas, sus hijas inspeccionarían el páramo sin que ninguna defensa humana restase meticulosidad a la búsqueda de un camino entre las espinas. Lo descubrimos al alba, cuando la alarma de los vigilantes advirtió del peligro y las panteras se encontraban muy cerca, tanto que uno de aquellos monstruos consiguió llegar hasta la empalizada y seis guerreros sucumbieron antes de que una lanza se hundiese en el corazón de la bestia. Obedeciendo las órdenes de Adsler, un vendaval de flechas restableció la calma. El amanecer nos mostró un páramo salpicado de cadáveres.

Inmediatamente se tomaron medidas para evitar la nocturnidad de las panteras. Adsler embozó una flecha con estopa y brea, y apenas transcurridas las vacilaciones para escoger el arco apropiado, una centella ardiente surcaba los cielos. Pronto fue un punto de luz en la lejanía. Esa misma noche, una lluvia de antorchas rompería las tinieblas. Se reclutaron a cuantos alguna vez se distinguieron por el acierto de sus ojos y se les encomendó que luchasen contra la oscuridad, se prepararon flechas embozadas para renovar las luminarias del páramo y se dispusieron tinajas que contenían en su interior agua y una tinaja menor, sellada herméticamente, que guardaba el peligroso metal blanco. Las catapultas diseñadas por mi maestro lanzarían en múltiples ocasiones aquellos artilugios incendiarios. En la violenta colisión contra el suelo del páramo, las tinajas estallaban en mil fragmentos y el metal blanco ardía al contacto con el agua. Así, entre sobresaltos y peripecias de diversa índole, sobreviviríamos al ataque de las panteras durante casi una semana. Progresivamente se espaciaron las acometidas, como si el hastío se adueñara de nuestras adversarias o la Reina Negra desconfiara de su victoria.

El desaliento cundió entre nuestros guerreros, hasta que un castigo ejemplar ahuyentó el peligro que amenazaba a la tropa. Concluía el resplandor que precede al alba cuando Uk encontró dormido a uno de los vigías. La ejecución, celebrada en el mismo escenario que sirviera a Elm para consumar el crimen de las vírgenes, mostró las consecuencias que ocasionaría la desgana en el cumplimiento de las obligaciones militares. Me sorprendió que Uk no exhibiese la crueldad que siempre lo había caracterizado ante sus mercenarios. Adsler, que presenciaba la ejecución a mi lado, intervino para señalarme la evidencia.

―Considera que el espíritu militar es solidario con sus iguales. Para Uk, antes que el desprecio por el género humano, prevalece el respeto que siente por la guerra. El reo es un soldado y la falta por la que se le condena es una falta grave. Muy grave, según las prioridades de Uk. Pero observa que no ha desprendido al reo de sus insignias. Aún terribles, las vicisitudes de la lucha son honorables ―susurró Adsler.

―Pero la naturaleza de Uk debería haberse manifestado con su brutalidad habitual. Ese hombre ha desobedecido las órdenes de sus superiores y Uk, que no repara en torturar a un inocente, debería haber juzgado la indisciplina como el más abyecto de los delitos.

―Uk conoce la fragilidad de su nombramiento. También presiente la vigilancia de Zhor, aunque no pueda confirmar esa vigilancia ―admitió mi maestro.

―No me parecen causas que justifiquen su misericordia. El asesino no se detiene ante los crímenes ajenos, sino que se embriaga al descubrir su maldad.

―¿Misericordia? ¡Ese infortunado se enfrenta al verdugo! ―exclamó Adsler.

―Uk conoce tormentos peores que la muerte. ¿Qué motivos esgrimirás para justificar su condescendencia?

―El ejemplo de Elm y la vigilancia de Zhor ―concluyó mi maestro.

Mi pensamiento buscó la enloquecida figura de Elm. Distinguí su silueta al fondo de una rambla desecada y recordé que, según algunos testimonios, había conseguido romper parcialmente el casco de su prisión y luchaba por su supervivencia con el desproporcionado vigor de la locura. Una grieta próxima a la boca le permitía ingerir algunos alimentos que empujaba hacia los labios con el auxilio de una cuchara de madera. Al principio se entretuvo en la preparación de papillas de mijo y unos tasajos de carne. Después, ya completamente enloquecido por los exiguos confines de su destierro, lo encontraron mientras devoraba los tuétanos de un cordero sacrificado para la tropa, y mientras se entretenía con un macerado de larvas e insectos de los vegetales. Nadie le prestó socorro ni tuvo para su locura más que un sentimiento de venganza. Yo, por el pudor de no apartarme del comportamiento social o por la vergüenza de que me reconocieran como un alma débil, también me abstuve de liberar al antiguo tirano de su prisión. Ahora, cuando la vejez alumbra mis memorias, me arrepiento de no haber socorrido a un espíritu atormentado.

No me detendré en los escarceos que precedieron a la batalla final. Nuestra espera y nuestra desolación ya no cuentan con la importancia que les atribuimos mientras fueron el presente. Recuerdo que el destino de Kalhat se consumó en la inmensidad de una madrugada y que los cielos de la primavera me habían alarmado desde primeras horas de la noche con un inquietante borboteo de nubes. En mi memoria renace el silencio del bosque lejano, el centellero de un enjambre de luminarias sobre el páramo y las hogueras donde las meretrices habían vuelto a desplegar las tentaciones propias de su oficio. Los instintos de lobo y la ansiedad de mi maestro precedieron a la llegada de la noche definitiva. En el confluir de dos calles, próximos a una empalizada, tres labradores observaban el oscurecerse de los cielos.

De repente, nos sorprendió un viento que llegaba desde los confines septentrionales. Palideció Adsler, se incorporó Zhor con el cuchillo desenvainado y Uk reclamó la alerta de la tropa. Cayó un copo de nieve y nos encontramos inmensos en el furor de la tormenta. Recuerdo ráfagas de viento huracanado, la gélida escarcha de norte y mil sombras blancas que fraguaban en el suelo. Se materializaron mis temores, comprendí la preocupación de mi maestro y supe que el azar escapa al arbitrio humano. Escuché un rugido lejano, un rugido que no era el rugido de una pantera, sino que aunaba en su timbre el rugir de todas las panteras. Muy pronto se cumpliría la profecía, una nieve de primavera sellaba el futuro de Kalhat. Mis ojos encontraron los ojos de Adsler.

―Esta nieve es la respuesta del destino a nuestra osadía. De nada servirán las espinas sembradas en el páramo. ¿Qué utilidad tienen ahora las luminarias? ¿Dónde lanzaremos las tinajas de metal blanco, si la ventisca ciega nuestra iniciativa?

―¿Resistiremos? ―me atreví a susurrar.

Adsler no respondió a mi pregunta, solo apoyó su mano sobre mi hombro. También yo conocía la respuesta y vislumbraba que nos convertiríamos en una ciudad más entre las mil ciudades extinguidas ante las Hijas de la Noche. ¡Mis padres, mis amigos, mi amada Kalhat! Me pregunté cuántos de nosotros sobreviviríamos a la calamidad. Pensé en las meretrices, en los compañeros de la infancia y en quienes sucumbieron al mal de la lluvia roja. Mis pensamientos fueron humo, ya sentía el galope de las panteras. Algunos civiles desertaron hacia el laberinto de picas, otros pretendieron escapar por el páramo. Quizás la tempestad favoreciese su huida. Fue inútil la esperanza. Escuchamos gritos y silencio.

Surgiendo entre el frío y la bruma, la primera pantera alcanzó nuestras defensas. Antes de que se rindiera a las lanzas de los soldados, otra pantera se sumó a la lucha y juntas repartieron la muerte entre sus adversarios. Recuerdo las colosales siluetas de las bestias emergiendo de la nada y saltando las empalizadas, precipitándose sobre los hombres y hundiendo sus colmillos sobre una carne trémula y frágil, buscando una presa entre la opacidad del viento, sorprendiendo con un zarpazo o una dentellada fatal. A mi espalda alguien derribó un barril de metal blanco e instantáneamente nos envolvió un infierno de fuegos que huían del contacto con el agua. Entre su luz fantasmagórica vislumbre la carnicería desatada a nuestro alrededor. Vísceras palpitantes, cadáveres mutilados, labios entreabiertos en la última súplica y el carmesí de la sangre sobre la nieve. Esa sangre que proclamaba la inutilidad de nuestra defensa. Aún hoy escucho rugidos que se acercan y se distancian sin que ninguno de aquellos monstruos me escoja como víctima. Gritos junto a mí, gritos que proceden de la niebla y se pierden en la niebla. La voz de Zhor más allá, y el gemido de una bestia que agoniza. ¿Cómo luchara Zhor entre la ventisca? ¿Aguardará a que se aproxime una pantera para hundir el cuchillo entre su pecho, o correrá entre las sombras, ejecutará a su presa y otra vez desaparecerá entre las sombras Inesperadamente escuché un tintineo familiar.

―¿No temes que te delaten los collares? ―pregunté al vacío.

―Este rumor sirve para que mi víctima conozca la proximidad de su muerte ―me devolvió el vacío. Un instante después, Zhor ya no se encontraba a mi lado.

Entre las nubes brilló el plenilunio y sentí que la fortaleza del lobo se adueñaba de mí con una intensidad desconocida hasta entonces. Quizás el vigor de mis sentidos obedeciese a la violencia de la lucha que me rodeaba o quizás el aroma de la sangre despertase en mi alma las virtudes del licántropo. No tuve miedo, supe que la tormenta cesaría cuando la victoria de las panteras se hubiese consumado sobre Kalhat. Pensé que Adsler también se confortaría con el vigor del licántropo. No sentí ningún temor por la suerte de mi hermano.

La ventisca se prolongó durante el resto de la noche. Mil agonías resonaron entre la confusión, mil lamentos proclamaron la victoria de nuestras enemigas. Apenas conservo algunos recuerdos desordenados y terribles, pero me consta que las picas que habíamos sembrado en las calles de Kalhat se habían convertido en un impedimento para la huida. Algunas panteras, desorientadas por el fragor de la tempestad, encontraron su fin entre aquellas lanzas inmisericordes, pero también sucumbieron muchos de nuestros compañeros. Vi a una mujer que se había arrojado contra dos de aquellas picas, a un niño y a una anciana enhebrados en el mismo acero letal, y a uno de los generales de Uk, que había accionado la misma trampa que dispusiera tiempo atrás para nuestra defensa.

El despuntar de la mañana fue diáfano y sereno. Ni siquiera una nube enturbiaba la transparencia del cielo primaveral. El olor de la sangre se esparcía sobre Kalhat.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

lunes, 15 de junio de 2015

Kalhat XVIII

- XVIII -

La piel blanca de la virgen sobre la piedra de granito negro, el fuego de los braseros que flanquean el ara del sacrificio, y el cuchillo de Elm que desciende hacia el corazón de su víctima. Un grito, un silencio, sangre roja sobre granito negro. Otra virgen se resiste a los soldados, otras argollas sujetan manos y pies sobre la piedra del sacrificio, otra túnica blanca arrancada por la codicia del verdugo y otra piel desnuda palidece sobre la piedra negra. La segunda virgen expira en el ara del sacrificio. El silencio es absoluto, como si ninguno de los espectadores creyese la tragedia que se consuma ante nuestros ojos. La ofrenda de las diez vírgenes, un desvarío de la mente de Elm, transcurre sin que la razón se doblegue a la evidencia del terror. Diez padres desesperados, diez familias rotas y diez hijas que esperaron en las mazmorras, que sufrieron las burlas de sus verdugos y que ahora se enfrentaban al cuchillo inmisericorde del tirano.

De repente, una figura alcanza el escenario de sacrificio y reconozco a Zhor, que se rebela contra la locura y protagoniza el inicio de la sublevación. Elm alza su espada de oro y el cuchillo del cazador corta el oro de la espada. El tirano retrocede e implora el auxilio de sus soldados, la tercera virgen se remueve en su lecho de piedra y la armadura de oro cede desmadejada y rota ante un formidable golpe de Zhor. Varios soldados se enfrentan a quien desafía a la autoridad, y el cuchillo del cazador reparte justicia y venganza. La solitaria lucha del héroe se prolonga durante unos instantes. Después se inicia el estallido de la multitud que secunda la revuelta. Retroceden los soldados mientras Elm, enloquecido por el horror de sus propios actos, se confunde entre una marea de sediciosos.

Un rugido en la lejanía pospone el desenlace de la sublevación. Alguien advierte que las hijas de la Reina Negra avanzan hacia Kalhat y todos nos precipitamos hacia los puestos asignados para la defensa. Nos envuelve un revuelo de gentes que se dirigen a sus posiciones, de cabrestantes que rechinan entre las torres de guerra, de gritos que pretenden evitar el desconcierto. Las órdenes de mi maestro vuelan en boca de los defensores y se orientan las máquinas hacia donde se vislumbra la ofensiva del enemigo. A nuestra espalda Kalhat contempla el quehacer de sus hijos, frente a nosotros se extiende el páramo donde corren las hijas de la Reina Negra.

Los hombres enmudecen sobrecogidos por el terror, nuestra suerte se decidirá en unos instantes. A mi lado, Adsler parece indeciso, sombrío por nuestro futuro, abrumado por una terrible responsabilidad. Zhor permanece firme en la batalla, excitado por el ardor de una cacería más. Sin embargo, en su rostro se vislumbra la duda. Solo él conoce la naturaleza exacta de nuestras adversarias y comprende que nos enfrentamos a las servidoras de un poder superior. Me estremezco y mi gesto no escapa a la sagacidad de mi maestro. Esbozo una sonrisa tranquilizadora y en mi mente renace la aventura bajo el glacial, tan imposible como real en mi recuerdo. Los claroscuros entre el hielo, el fulgor de la niebla y un silencio más allá de la insignificancia de los hombres.

Las panteras se encuentran muy cerca de nuestras posiciones. Ante mis ojos renace la visión de sus colmillos como una imagen del pasado. En los instantes que preceden al desorden de la lucha, revivo el asombro que descubrí en el rostro de cuantos contemplaron el trofeo obtenido por Zhor, la gigantesca cabeza de un pantera de Nom, y el escepticismo con que asistí a los preparativos para organizar una caravana que burlase al destino. Aún hoy me asalta un tumulto de viajeros en busca de enseres recordados a última hora, y el omipresente anhelo de la partida inmediata. Sus esfuerzos fueron vanos y pronto asistimos al regreso de unos prófugos diezmados por las hijas de la Reina Negra. Nos lamentamos de su suerte, prevenidos de la fortuna que nos reservaba el destino. Mutilaciones que confirmaban el horror de nuestro futuro, testimonios de que la ferocidad puede merecer el atributo de ilimitada. No existía escapatoria para los habitantes de Kalhat.

A una orden de Adsler, gira una polea, se tensa un resorte y el cielo se oscurece con la primera andanada de flechas. Otra polea, otro resorte y otra andanada. Hasta que el viento se transforma en un huracán envenenado. Se escucha un clamor de agonías y una polvareda felina se agita en el frenesí de la muerte imprevista. Continúan las máquinas esparciendo una lluvia de flechas, el torrente sanguíneo de las panteras recibe los venenos del páramo y en nuestro espíritu florece el espejismo de la victoria. Hasta que resuena una llamada monstruosa, una llamada que marchita nuestras ilusiones y nos devuelve a la realidad. Es la orden de la Reina, es la advertencia a sus hijas, que se retuercen y mueren sobre el páramo. La obediencia brilla en un ejército de pupilas rasgadas y el odio hacia Kalhat alumbra un sigilo de ojos carmesíes. Se aplazará nuestro ocaso porque la Reina así lo desea y su voluntad determina todas las voluntades.

Estalla el júbilo entre los hombres, se repiten las muestras de contento y victoria. Adsler no comparte la alegría del pueblo.

―¡Volverán! ¡No debemos descuidar la defensa! Convendría que un poder sumiso a nuestras disposiciones cubriese el vacío dejado por el tirano. Quizás tú, Zhor. No, eres demasiado valioso. Necesitamos los servicios de alguien respetado por el ejército, alguien que reúna la virtud de un carisma sólido y el defecto de una conveniente ductilidad.

―Conozco a nuestro hombre. Uk sabrá imponer disciplina ―sugirió Zhor.

―¡Pero Uk es ya responsable de numerosos crímenes! Además, intentará desembarazarse de ti en la primera ocasión propicia ―me atreví a responder.

―Uk no será más astuto que mis presas habituales ―respondió Zhor―. Conseguir su obediencia no será más difícil que conseguir la obediencia de un asno.

―Uk será la elección precisa ―añadió mi maestro―. Su temor será nuestro aliado. Recordarás que mantuvimos una disputa sobre el azar y nuestro futuro ―añadió dirigiéndose a mí―. Te aseguré que Elm era un hombre enfermo y sería un obstáculo para nuestra causa.

―En efecto, recuerdo aquel diálogo. Solo alcancé a comprender una parte de vuestros argumentos.

―Sin duda te intrigaba cuál sería el método adoptado para destronar a Elm. Te delató la ansiedad de tu rostro. También creíste que yo había previsto cómo desembarazarnos del tirano. ¿Por qué habría de esforzarme en vislumbrar el futuro? A veces no es imprescindible resolver todos los obstáculos. La buena estrategia se limita a estudiar el modo como un suceso alterará nuestros pronósticos e imaginar las distintas posibilidades antes de escoger la alternativa adecuada. ¿Te parece que deberíamos procurar el fin del Elm?

―No es necesario ―respondió Zhor―. Elm es un hombre acabado. Permitamos que su vida se prolongue hasta los límites que los astros fijaron en su nacimiento. La enfermedad, aunque incurra en el crimen, no merece castigo sino compasión.

―Elm ya es inofensivo. Su figura dorada pronto se convertirá en un elemento del paisaje cotidiano. Ni siquiera será necesario que alentemos el brazo del verdugo, porque una simple frase será el instrumento que facilite nuestros propósitos. Uk no rehusará la ocasión de hacerse con el poder y me consta que sus actos se ajustarán a nuestros deseos. Al menos mientras Zhor sepa eludir sus intrigas ―concluyó mi maestro.

―Deshecha tus preocupaciones. Ningún cazador sucumbiría ante la torpeza de Uk ―aseguró Zhor.

Y tras esta última promesa de Zhor, nos encaminamos hacia el lugar que Uk ocupaba entre la empalizada defensiva. Convencerlo para que tomase el cetro y el anillo que le tendía mi maestro no ofreció ninguna dificultad. Inmediatamente aceptó los emblemas sagrados, requirió la obediencia de sus generales y ordenó que se mantuvieran las consignas establecidas para la defensa de Kalhat. La población civil, si no de tan buen grado como el ejército, también reconoció el nombramiento de Uk. Hubo quien pidió justicia para los crímenes de Elm y hubo quien exigió el castigo de los asesinos, pero la inminencia del peligro y el temor a que un nuevo ataque de las panteras nos sorprendiera desprevenidos, acallaron las demandas de cuantos clamaban venganza por la sangre de las vírgenes.

Atardecía mientras caminaba junto a mi maestro por las calles de Kalhat, donde ya se habían ultimado las defensas por si era necesario abandonar nuestras posiciones actuales. Apenas encontramos unos pocos soldados que se entretenían en revisar la situación exacta de las picas. En las afueras, una incesante actividad delataba el celo que exigiría la vigilancia nocturna. Adsler disipó mis preocupaciones.

―No atacarán durante la noche. Los venenos del páramo velan el sueño de Kalhat, y la Reina Negra no permitirá que sus hijas se encaminen hacia la derrota. Nuestra enemiga jamás incurrirá en el error de la precipitación.

―Sin embargo, a veces me asalta una inquietud. No me refiero a un presentimiento ni una certeza desapercibida. Es como un rumor que pugnara por irrumpir en la realidad o un éter aguardando hasta el momento de mostrar su peligro.

―En la naturaleza existen circunstancias que escapan a la comprensión humana y aún a la comprensión del lobo ―reconoció mi maestro―. Del saber de las bestias y los hombres hemos extraído cuanto sirve para torcer el destino, pero la fortuna jamás se doblegará a nuestra soberbia. ¿Cúanta será la perseverancia de la Reina Negra? ¿Se unirá Kalhat en la desdicha o estallará en frágiles individualidades? Muchos son los interrogantes y las desviaciones posibles del deseo. En nuestra mano queda el afán de la victoria. Al otro lado del equilibrio nos acechan los vientos, las erupciones volcánicas y el estrépito de los mares. El fracaso subyace en la vigilia de los hombres.

Me encandiló un reflejo irregular del sol y supuse que Elm, ya sin de los fulgores de su majestad, habría descubierto que solo conservaba una armadura herida por la cólera del cazador. Una armadura descoyuntada por la fiereza de su única batalla, que había perdido los resortes para el desensamblado de las distintas piezas y se erguía en prisión de su dueño. Reconozco que me entristeció la suerte del tirano. Pese al horror de sus crímenes y los atropellos durante su mandato, la constancia de que nadie se prestaría a liberarlo de la armadura imbuyó en mi ánimo la pesadumbre que despierta el reconocimiento de la impiedad humana. Aunque Elm había sido el azote de Kalhat, sus actos merecían la compasión que merece la locura. Ante la urgencia del presente, el tirano ni siquiera había alentado la venganza de sus víctimas o los hijos de sus víctimas. Su presencia lejana y brillante suscitaba apatía y desinterés. Solo era un loco en la distancia.

También reparé en el galope de la montura de su sucesor, siempre con un propósito en la carrera. ¡Qué diferencia entre el eco que encontraban las órdenes de Uk y el vacío que había acompañado las órdenes de Elm! Uk era temido y respetado. Sus oficiales lo escuchaban con atención y cumplían sus deseos con la presteza que brinda el convencimiento de que ninguna consigna caerá en el olvido y ninguna excusa servirá para justificar el desacato. Me pareció que el penetrante olor de su cuerpo provocaba un sorprendente efecto de sumisión entre los hombres. Muy cerca de allí, Zhor tensaba los resortes de una máquina. Las últimas luces de la tarde se difuminaban en el horizonte.


Blas Meca, con licencia Creative Commons